El pasado martes, mientras putodefendía España a las puertas de Ferraz envuelto en una bandera patria, un joven de nombre desconocido y rostro ahora viral combatía la “ruptura del país” y el frío bajo una chaqueta Helly Hansen. Esto último no parece casual. Entre los llamamientos a las protestas convocadas durante esta semana por Revuelta, la marca juvenil de Vox, esta firma noruega de ropa técnica y deportiva ya había sido invocada por la ultraderecha.
“Dicen los progres en Twitter que la movilización permanente en Ferraz será un fracaso por el frío. Lo que pasa es que muchos de ellos (...) no conocen el poder de una Helly Hansen, no saben lo que es la rasca de las monterías”, escribía en Instagram Stories May López-Bleda de Castro, cocreadora de la marca de ropa Canallita – “moda para MACHOS”–, que vende las gorras con el “que te vote Txapote” que ha llevado Santiago Abascal a 34,95 euros.
Identificación 'canallita', fachalecos y Helly Hansen
Esta marca, Canallita, no ha inventado la rueda. Ha captado el sentimiento del hombre reaccionario español (antifeminista, homófobo y muy “como toda la vida”) y lo ha estampado en camisetas, sudaderas y gorras para convertirlas en estandarte de una movilización casual o, como diría uno de esos “iconos españoles” que les gusta reivindicar, una protesta “blandengue”. No es que el mensaje “¿quién coño es Julio Iglesias?” serigrafiado en una parka visto en las manifestaciones contra la amnistía diga algo o tenga en sí mismo capacidad de convocatoria, pero el poder simbólico de la ropa que llevamos sí es de sobra conocido.
“Este tipo de prendas juegan un papel, en primer lugar, de expresión y, seguidamente, de reconocimiento de la persona entre aquellos que se se ven a sí mismos como participantes de esa identidad o de ese grupo”, dice a elDiario.es Guillermo Fernández-Vázquez, investigador en la UCM especializado en el estudio de las derechas radicales europeas. “Es una marca grupal que, además, ha existido siempre y se potenció con el florecimiento de las tribus urbanas”.
Ese fenómeno de identificación puede producirse llevando una camiseta de tu grupo favorito, con una sudadera o cualquier accesorio visible que lleve escrito un lema que te representa –o con el que te gustaría ser identificado–, pero también se produce a través de la reapropiación por parte de algunos sectores de ciertos símbolos. He de ahí las múltiples personalidades de las prendas Fred Perry y las chaquetas Harrington (vestidas por mods, skinheads, britpopers o despistados con cierta intuición estilística) o la categorización marca España del plumas ligero sin mangas, más conocido como fachaleco, que en Estados Unidos combina de forma fluida el rapero Lil Baby pero que aquí no termina de librarse de su atribuida intención de voto; esa que alcanzó su máxima y más literal expresión en 2018 con el “Juanma Moreno presidente” que se leía sobre la espalda del actual dirigente de la Junta de Andalucía.
Lo extremo asume los códigos estéticos urbanos
Lo cierto es que lo ultra ya no lo parece tanto. En su libro The Extreme Gone Mainstream: Commercialization and Far Right Youth Culture in Germany (Lo extremo vira a multitudinario: comercialización y cultura juvenil de la extrema derecha en Alemania), la socióloga Cynthia Miller-Idriss analiza cómo los jóvenes de extrema derecha del país germano se han despojado de la marcada y más agresiva estética skin de cabezas rapadas, tirantes y botas Doctor Martens, y la han diluido entre los códigos propios del streetwear (moda urbana).
Marcas como Lonsdale, Alpha Industries o Helly Hansen, que en su origen no están relacionadas con esta ideología, son usadas en estos sectores por el simbolismo que estos le atribuyen a sus logos. Como explicaba Miller-Idriss a Vice en el caso de Lonsdale: “En el contexto de Alemania, donde es ilegal exhibir una esvástica, puedes llevar una camiseta Lonsdale bajo una chaqueta con la cremallera subida, mostrando las letras NSDA [acrónimo del Partido Obrero Nacionalsocialista en alemán] y si te para la policía, te la desabrochas y se lee simplemente ”Lonsdale“.
Este mismo giro hacia una estética casual lo señalaba en el caso español el periodista especializado en extrema derecha Xavier Rius Sant cuando surgió el grupo neonazi Bastión Frontal: “Más allá de los tatuajes que ocultarían bajo la ropa, llevan prendas de la marca Stone Island, con un logotipo parecido a la a la cruz céltica o celta usada por los nazis, y camisetas Helly Hansen que en su marca tiene las iniciales HH, que para los ultras significa Heil Hitler”.
Un sentimiento explotable
Revuelta, la agrupación juvenil que moviliza las manifestaciones frente a Ferraz, vinculada a la asociación estudiantil Plataforma 711 y asociada esta a su vez con Vox, encuentra curiosamente su origen en la venta de merchandising. Plataforma 711 fue primero una tienda online de gorras creada por “un grupo de veinteañeros para promover el patriotismo” –también vimos al líder del partido verde con una de estas puestas–.
Si “una prenda de vestir puede describir una estructura de vida social, ideología, historia, clase, comunidad e identidad”, como dice el antropólogo Fatjri Nur Tajuddin, que ha investigado sobre identidad social y cultural a través de la ropa; no es de extrañar que el empleo de estas se aproveche desde los diferentes espectros políticos. Primero como puro merchandising: lemas y logos estampados sobre cualquier tipo de objeto visible y asequible que principalmente ha sido usado por los propios partidos como forma de propaganda y autofinanciación. Esta fórmula, que en el mundo anglosajón ha sido ampliamente explotada, con el caso de las gorras MAGA (Make America Great Again) como máximo exponente –se estimó con estas una recaudación de 45 millones de dólares–, ha sido replicada en menor medida en el caso español. De entre las webs del Partido Popular, Sumar, Vox y PSOE, solo los socialistas cuentan con una tienda online propia cuyo gran hit es la camiseta “Perro Sanxe”, a la venta por 4,99 euros.
Pero, ¿qué pasa cuando es una empresa la que factura gracias a una ideología? 198, “la tienda de izquierdas más grande del mundo”, que vende jerséis con la bandera republicana, camisetas y sudaderas del St.Pauli (el equipo de fútbol alemán antifascista) y una libre interpretación de la chaqueta Harrington bajo el lema “somos los nietos y las nietas de las obreras que no pudieron matar”, es la némesis del “chaval de náutico y Barbour hoy dice: ¡Basta!” –el de Canallita–. Pero ambas tienen algo en común: lo comercialmente explotable que se ha vuelto el sentimiento de pertenencia político.
La capitalización de las ideas, lemas, símbolos –y estos días, también de la protesta– por parte de empresas privadas e independientes es una realidad latente. Webs como la Españolería, que vende todo tipo de objetos estampados con el escudo de la Guardia Civil, del Ejército de Tierra, de la Legión, del PP o de Vox, y cuenta incluso con una sección “Ayuser”. O La flamenca de Borgoña, negocio de Patricia Muñoz, excandidata de Vox en Sabadell (2019). Así como innumerables perfiles de Aliexpress o Amazon, que tiran de estos modelos de proclamas patrióticas pero no tan patrias procedencias para explotar la reacción antisanchista, podrían englobarse en un fenómeno que, en 2017, la analista cultural Amanda Hess retrató en The New York Times con una pieza titulada La resistencia a Trump será comercializada.
En el artículo, Hess contaba cómo una marca de bragas menstruales (Thinx) basó la presentación de su nuevo producto en la llamada a la acción antiTrump. El problema, contaba, no era el posicionamiento como marca (con la imaginable consecuencia de no vender una sola prenda interior entre personas conservadoras), sino la confusión a la que podía inducir entre los consumidores: ¿Comprando estas bragas estoy plantando cara a la nueva administración? O peor: la sensación de suficiencia, y la consecuente desmovilización, que creer que así era podía desencadenar. Por la misma regla de tres, cabe pensar que ese nuevo modelo de camisa que reza “golfo”, anunciado entre los Stories compartidos en Ferraz; la bandera “canallita” ondeada al viento o esa sudadera con un muy castizo “gilda” plantado en el pecho, podrán hacer de pegamento para unos pocos, pero no para España.