Decía Jia Tolentino en Falso Espejo (Temas de Hoy) que la cultura popular empezó a mostrar hace tiempo la brecha que hay entre quiénes somos realmente y cómo nos presentamos en Internet. “No es casualidad que esas historias estén protagonizadas por mujeres y que tengan una protagonista que acaba volviéndose loca por culpa del semblante ideal de otro avatar”. El caso que nos ocupa hoy, sin embargo, no es ficción. Las protagonistas son dos influencers estadounidenses cuyo negocio se basa en la recomendación de productos de Amazon y en este momento les separa una demanda judicial. Una de ellas considera que la otra se ha apropiado de su vibe. Léase su estilo, su rollo, su imagen, su onda.
Ni su negocio ni la denuncia serían posibles sin el ecosistema de Internet y el lucrativo sector de los influencers, donde han encontrado una fuente de ingresos los creadores de contenido y las grandes empresas que los utilizan para impulsar sus productos y sus marcas por las tuberías de la red. La demanda introduce además una vuelta de tuerca nueva. Las pugnas por los derechos de autor de una imagen, los acordes de una canción o una escena cinematográfica son cosa del pasado: la denunciante reivindica la propiedad de su estilo, el conjunto de decisiones que toma para seleccionar qué forma parte de su estética o no.
Es un argumento que, pese a la novedad, choca con los tiempos. A comienzos de la década nos sentíamos incapaces de estar al día con tendencias que caducaban en un mes, después en una semana y al final en unas pocas horas, pero por lo menos cada una de ellas tenía una estética más o menos reconocible. Reconocimos a las "coastal grandmas” por sus prendas anchas de tonos pastel –Meryl Streep en No es tan fácil–, los motivos tropicales y veraniegos delataron antes a las "coconut girls” y las faldas plisadas y polos deportivos dieron rienda suelta al tenniscore.
Lo más sorprendente de esta ambiciosa demanda es que la 'influencer' Sydney Nicole Gifford, de 24 años, quiere registrar un estilo cuya esencia radica en ser lo más genérica posible
De ahí lo más sorprendente de esta ambiciosa demanda. Sydney Nicole Gifford, de 24 años, quiere registrar un estilo cuya esencia radica en ser lo más genérica posible: el mundo beige de las “clean girls” (chicas limpias). Es una estética que The Verge, la publicación que reveló este caso, ha descrito como “sobria, sosa o, siendo poco generosas, podríamos llamarla básica”. El estilo, dice la periodista Mia Sato, “es tan común en Internet que no me puedo imaginar a nadie reivindicando su propiedad sobre él, especialmente en un contexto legal”.
Pero eso no ha impedido que Giffords haya entregado a un juzgado de Texas (Estados Unidos) 70 páginas de ejemplos que demuestran cómo la influencer Alyssa Sheil, 21 años, ha publicado imágenes semejantes a las suyas. Poses delante del espejo con el móvil cubriendo la cara, el tipo de silla que colocaron delante de la mesa de trabajo, el color del sofá y la falta de tonos más vivos que el beige o el negro, salvo en la temporada de otoño, cuando ambas hicieron una excepción con el naranja. Nuestra protagonista ha acusado a la otra influencer de hacerse un tatuaje en el mismo brazo, en el mismo sitio, con el mismo motivo (unas flores); de teñirse el pelo del mismo color unas semanas después de estrenar el look o de hacerse con dos gatos porque ella posa con dos perros.
Dice, además, que ha acometido está apropiación de su estilo “de manera deliberada e intencionada”, según la demanda, y que esa copia ha tenido un impacto negativo en sus beneficios. Creadores de contenido como las protagonistas de la demanda en Texas reciben regularmente listas de productos que les ofrece Amazon para recomendar después en sus redes sociales. Su trabajo consiste en hacer esa selección inicial (comprando el producto), crear vídeos y fotografías con ellos y publicarlos con enlaces a su tienda para que los usuarios puedan hacer la compra. Después se llevarán una comisión por cada venta.
Ahora que las dos venden el mismo 'vibe', los usuarios no distinguen entre una influencer y la otra y, supuestamente, ya no saben quién de las dos les recomendó el producto que acaban de comprar. Pero, mientras la denunciante asegura que no hay suficientes límites legales en el mundo de los creadores de contenido y la propiedad intelectual de las recomendaciones, la demandada defiende, según ha declarado a The Verge, que el look que venden ambas “no es original”.
No hay una fuente original del estilo de las “clean girls”: camisetas de manga corta o sudaderas con pantalones anchos, zapatillas blancas, maquillaje perfecto, y todo en tonos claros, con la excepción de acentos dorados en pendientes, collares o anillos. Si lo aplicamos a la decoración, quién sería el dueño del interiorismo de las casas minimalistas, con mobiliario blanco, ropa de cama blanca, crema o beige; cocinas impolutas con azulejos blancos; salones con sofás gris claro, mantas beige y como mucho un acento en madera, y todo bañado además por luz natural que atraviesa ventanales enormes.
El algoritmo no me deja ser original
A lo básico y austero de esta tendencia se une la realidad del Internet actual. El mandato de los algoritmos hace cada vez más difícil que lleguen hasta los usuarios propuestas originales, las modas caducan en pocas horas y las marcas apuestan por lo genérico porque el usuario, antes o después, se cansa de seguir tendencias efímeras. “Observando cómo los usuarios interactúan con productos y contenido, los algoritmos determinan qué estilos, colores y materiales triunfan entre los consumidores”, explica Dário Fonseca, ejecutivo de ventas de la consultora Sizebay, a elDiario.es. “De este modo, los algoritmos se aseguran de que las tendencias se distribuyan ampliamente en las plataformas digitales”.
Observando cómo los usuarios interactúan con productos y contenido, los algoritmos determinan qué estilos, colores y materiales triunfan entre los consumidores
Fonseca identifica aquí el problema creado por este tipo de recomendaciones: ¿qué fue antes, la tendencia o su difusión? Al asegurarse de que los productos lleguen a un público masivo, dice el ejecutivo, “los algoritmos identifican tendencias y luego amplifican el alcance y la popularidad de esas mismas tendencias, moldeando activamente el ecosistema de la moda”. Una de esas consecuencias es la homogeneización de los estilos que ofrecen las marcas porque priorizan lo que obtiene mayor atención.
La revista The Atlantic ha declarado así “la muerte de la marca personal”. GQ culpa a Instagram de “arruinar el estilo personal”, The Nod se pregunta “quién tiene estilo cuando todos llevamos lo mismo” y Vogue dice que “si la marca personal ha muerto, qué ocurre con nuestro estilo personal”. En The Cut, la editora Brooke LaMantia explica cómo había asumido que el algoritmo era algo “personal”, hasta que vio a decenas de mujeres “vistiendo variaciones de lo mismo” que llevaba ella puesto: “Dondequiera que miraba, me veía a mí misma y me sentía humillada. ¿Quién era yo para pensar que mi ropa era mejor o menos básica que la de las demás?”.
La marca personal tenía un precio
LaMantia cuenta en su ensayo la cantidad de tiempo y recursos que había dedicado en los últimos años a cultivar un estilo que le identificase solo a ella. Es parecido a lo que cuenta aquí la historiadora y modelo Mina Le, que asegura que va a hacer como Steve Jobs, siempre vestido con los mismos vaqueros y la misma camiseta negra. El uniforme, dice Le, es “la antítesis del estilo personal”, pero también admite que este le estaba “complicando la vida”.
“Sé que no estoy inventando nada. Probablemente haya millones de mujeres vestidas exactamente de la misma manera, pero ¿por qué es tan malo tener un aspecto básico?”, dice Le. En su análisis, la también modelo y actriz apunta al factor económico que puede haber llevado a los jóvenes de su generación a abandonar la agotadora labor de encontrar, constantemente, prendas con las que apuntalar su originalidad.
La generación que hoy se pregunta si invertir en originalidad merece la pena es la misma que está atrapada en el estancamiento de los salarios y la crisis de acceso a la vivienda
Cuando los influencers irrumpieron en el sector de la moda, coincidiendo con el estallido de las redes sociales, el objetivo era crear una estética reconocible. Acababa la primera década de los 2000 y allí estaban –y sigue estando– el estilo baby doll de Keiko Lynn, los coloridos estampados de Freddie Harrell –influencer del año 2018 para Cosmopolitan– el glamour de Giovanna Battaglia Engelbert o el de la ilustradora Jenny Walton, “la chica más elegante de Nueva York” para la revista Elle.
Pero cualquiera de estos estilos es casi imposible de copiar, por presupuesto y por tiempo, y por tanto también más difícil de vender. La generación que hoy se pregunta si invertir en originalidad merece la pena es la misma que está atrapada en el estancamiento de los salarios y la crisis de acceso a la vivienda, después de atravesar la crisis económica de 2008 y la provocada por la pandemia poco más de una década después. Según este estudio de Business of Fashion, además, uno de los principales grupos de internautas ronda la edad en la que el consumo de ropa se estanca, entre los 25 y los 34 años. Para los que tienen diez años más, ese gasto empieza a caer drásticamente.
Ante esta realidad, las marcas de ropa se han adaptado, desde las más económicas hasta las más caras, aunque solo sea en la estética. Cuando en 2018 se estrenó la serie Succession, una de sus protagonistas se convirtió en el símbolo del lujo silecioso o quiet luxury. Los trajes y jerséis de cuello vuelto de Siobhan Roy, interpretada por Sarah Snook, ayudaron a lanzar un estilo más exclusivo que valora la calidad y evita las marcas llamativas.
Esa estética tampoco era nueva. La marca Harper & Harley de Sarah Crampton ha acumulado más de medio millón de seguidores en Instagram tras una carrera que empezó como bloguera y siguió con el lanzamiento de una tienda de ropa que resulta encajar con el estilo de las “clean girls”: productos blancos, beige y negros que se venden una y otra vez, desde los inicios de Crampton hasta el último post de las influencers de Texas. Giffords tiene difícil demostrar que haya inventado nada.