Lo ocurrido con los debates en esta campaña demuestra dos cosas en apariencia contradictorias. Nos sobra regulación, nos falta regulación.
Nuestra legislación electoral es obsoleta y en algunos aspectos excesiva. Mantiene prohibiciones absurdas, como la de publicar encuestas dentro de España durante la última semana cuando se pueden difundir fuera de nuestras fronteras, como si tal cosa frenara la información en los tiempos de Internet. También conserva ese anacronismo llamado jornada de reflexión, diseñado bajo planteamientos decimonónicos, cuando se decía esa absurdez reaccionaria de no confundir libertad con libertinaje. Controla a las televisiones pero no al resto de la prensa. Y obliga a un corsé de cronómetros a los medios públicos, en lugar de legislar algo más eficaz contra la manipulación: su verdadera independencia de los gobiernos de turno.
Al tiempo, nos falta regulación para uno de los momentos más determinantes de las campañas electorales: los debates. Son un derecho de los votantes –como parte del derecho constitucional a la información– y no deberían depender de la voluntad e intereses puntuales de cada uno de los partidos y candidatos, de unos criterios que van cambiando según cómo soplen las encuestas.
Lo razonable sería que las normas sobre quién participa y cómo se realizan estos debates se fijaran mucho antes de las elecciones y fueran siempre las mismas en todas las campañas. Que los debates fueran obligatorios y abundantes, y no arbitrarios y escasos. Que la presencia en ellos del líder de cada partido no dependa de sus pequeños cálculos políticos sobre si le va mal o le va bien en ese momento. Que hubiera varios y con formatos distintos: los principales partidos que se presentan en toda España, aquellos por encima de un porcentaje de votos mínimo, los de todos los partidos con representación parlamentaria, temáticos sobre los principales asuntos…
Al tiempo, y siempre que se cumpliera con estos mínimos obligatorios, lo deseable sería que se permitiera a todos los medios organizar los debates que consideren pertinentes desde un punto de vista periodístico.
Los argumentos periodísticos para incluir a Vox en un debate a cinco me parecen coherentes. Si en 2015 no se marginó a Pablo Iglesias y Albert Rivera –cuando Podemos y Ciudadanos eran en aquel momento extraparlamentarios en el Congreso de los Diputados–, ¿por qué hacerlo ahora con Vox? Que ambos partidos ya tuviesen en esa campaña de 2015 varios escaños en el Europarlamento y Vox solo los tenga en Andalucía puede ser un buen argumento jurídico, pero no es un argumento periodístico.
Las ideas de extrema derecha de Vox tampoco justifican su exclusión de los medios o de los debates. Sí obliga a que sus declaraciones y sus propuestas se contrasten y se contextualicen, como intentamos hacer en eldiario.es, sin comprar de forma acrítica su discurso. Pero justificar la censura a un partido, por repugnantes o equivocados que nos parezcan sus planteamientos, ni sirve para hacerlo desaparecer ni tiene un pase democrático.
Sin duda es informativamente relevante organizar un debate a cinco, con los cabezas de lista de los principales partidos nacionales que con seguridad tendrán grupo propio en el Parlamento. Lo criticable es otra cosa: que este debate a cinco, ahora debate a cuatro por orden de la Junta Electoral, vaya a ser el único que podamos ver en estas elecciones con los primeros espadas de los partidos.
Lo ocurrido con los debates en esta campaña demuestra dos cosas en apariencia contradictorias. Nos sobra regulación, nos falta regulación.
Nuestra legislación electoral es obsoleta y en algunos aspectos excesiva. Mantiene prohibiciones absurdas, como la de publicar encuestas dentro de España durante la última semana cuando se pueden difundir fuera de nuestras fronteras, como si tal cosa frenara la información en los tiempos de Internet. También conserva ese anacronismo llamado jornada de reflexión, diseñado bajo planteamientos decimonónicos, cuando se decía esa absurdez reaccionaria de no confundir libertad con libertinaje. Controla a las televisiones pero no al resto de la prensa. Y obliga a un corsé de cronómetros a los medios públicos, en lugar de legislar algo más eficaz contra la manipulación: su verdadera independencia de los gobiernos de turno.