Publicado en el primer número de Cuadernos, nuestra revista en papel, que hoy sale la venta en los kioscos.hoy sale la venta en los kioscos
“¿Tú sabes cómo hizo Adolfo Suárez para lograr que las Cortes franquistas votasen su disolución?” La anécdota me la cuenta un veterano periodista. Dice que se la explicó el propio Suárez, en una cena privada, años atrás. “Se puso de acuerdo con varias embajadas, con la de Estados Unidos, la de Reino Unido, la de Israel… Les pasó una lista de los procuradores en Cortes más difíciles de convencer, los más duros, los que podían arrastrar al resto. Los embajadores les fueron invitando a viajes con su familia en el extranjero para conseguir que ninguno de ellos estuviese en el Parlamento el día en que Suárez planeaba convocar la votación. Lo consiguió. Casi todos picaron y se fueron de viaje. La ley para la reforma política salió adelante por mayoría, pero hubo unos cuantos procuradores que no llegaron a votar”.
La anécdota probablemente sea buena. No la he podido comprobar, pero es verdad que hubo un importante número de procuradores franquistas que no estaba en las Cortes aquel día; solo votó el 77%, según el boletín de las Cortes. Sea cierta esta historia, sea una exageración de Suárez o del periodista que me la contó, define a la perfección el mito de la Transición (sin pecado concebida): cómo España logró, contra pronóstico y por una suerte de batallitas, hazañas y heroicidades, pasar de la dictadura a la democracia por consenso y sin violencia.
El mito fundacional es falso por dos razones: porque hubo violencia, y mucha: más de 700 muertos, como recuerda en esta misma revista Ignacio Sánchez-Cuenca. Y porque lo verdaderamente inusual habría sido que España hubiese continuado siendo por mucho más tiempo una dictadura, la única de su tiempo en toda Europa occidental. ¿De verdad el rey Juan Carlos y el resto de los protagonistas de la transición tenían otra opción que transformar ese régimen caduco y anacrónico en una democracia europea más o menos como las demás? ¿Realmente había otra alternativa para las élites españolas cuando incluso Portugal había llegado a la democracia, en condiciones mucho más difíciles y con una economía menos desarrollada? ¿En serio hay que agradecer al rey que no se sumase al golpe de Estado del 23-F que, con sus desprecios a Suárez, había contribuido a engordar? ¿Es el modelo político, económico y cultural que parió aquella Transición el fin de la historia? ¿No hay nada más? ¿Acaso la Constitución bajó en unas tablas del monte Sinaí y es un texto sagrado que solo se puede tocar cuando lo ordena el BCE?
Aquel sistema democrático que nació de la Transición ha sido un éxito para España. Pese a sus muchos defectos, pese a la crisis actual, las tres décadas que vinieron después son, de largo, el periodo más próspero de nuestra historia. España no es lo que era, en la mayor parte de los casos para mejor. Incluso si nos comparamos con la terrible situación actual, en estos 35 años se ha avanzado en igualdad, en renta media, en acceso a la educación, en prosperidad… Pero el modelo sin duda está marchito y no es solo culpa de la depresión económica y ese abismo del paro en el que nos encontramos tras la resaca de la burbuja del ladrillo. Aunque la economía se recupere –si es que tal milagro se produce antes de 2018, que es la fecha que hoy pronostica el FMI para el fin de esta pesadilla–, hay otros problemas que no se van a resolver esperando que se arreglen solos sin más.
La España de las Autonomías es una fórmula agotada, incapaz de encajar ese país de “nacionalidades y regiones” del que habla la Constitución, un eufemismo con el que se quiso emboscar la realidad de un Estado plurinacional. La monarquía está tocada. No es solo por el talonmanista Urdangarin: también se ha roto el tabú sobre la figura del rey y hasta se habla de sus negocios y sus “amigas entrañables” en horario de máxima audiencia en televisión. El sistema bipartidista hace agua: nunca antes los dos grandes partidos han estado tan cuestionados ni ha sido tan baja su imagen en las encuestas. Solo un político recibe un suspenso mayor que el presidente del Gobierno peor valorado de la historia de la democracia: su supuesta alternativa, el líder de la oposición.
La corrupción dinamita la credibilidad de todas las instituciones, desde el Ejecutivo, hasta la Casa Real, hasta el Poder Judicial. Y los recortes, que imponen organismos por encima de nuestros ámbitos de soberanía –por encima del propio Parlamento–, están debilitando un Estado del bienestar español que aún estaba por terminar. La combinación de todos estos factores crea una enorme falla ciudadana; un divorcio que gestiona un Gobierno con una sólida mayoría absoluta en el Congreso, pero con un menguante apoyo social.
Sin duda estamos ante un cambio de régimen. Si esto fuese Francia, pasaríamos de la cuarta a la quinta República. Como esto es España, el resultado es más difícil de pronosticar. ¿Un estallido social violento? Parece improbable. Como argumenta Nicolás Sartorius, España es un país vacunado contra la violencia por los históricos fracasos de todos los intentos de lucha armada del pasado siglo: ETA, el maquis antifranquista o el terrorismo anarquista. ¿Un nuevo liderazgo político? No se vislumbra, aunque casi mejor que no aparezca si la solución es un Berlusconi español. ¿Una regeneración en los grandes partidos? Llegará, más tarde o más temprano, pero probablemente solo con eso no bastará.
De una manera u otra, la situación es tan insostenible que solo puede cambiar. Los años de la crisis van a ser el catalizador de un nuevo régimen, de un nuevo acuerdo social. Al igual que el periodo 1979-1982 configuró unas estructuras políticas, económicas, mediáticas y culturales que han sido hegemónicas durante las siguientes tres décadas, la actual gran recesión española acabará transformando el país, aún no sabemos si por reforma o por ruptura.
La única certeza del nuevo régimen es una palabra: democracia. Nadie pide otra cosa. Otra democracia mejor, más transparente, más avanzada, más participativa y más limpia. Las encuestas demuestran (ver infografía en página 70) que el apoyo a la democracia ha crecido en estos 35 años. Sin embargo, la palabra democracia no significa lo mismo para toda la sociedad. No todos la ven igual. Los estudios del CIS demuestran que para las personas de mayor edad, democracia equivale a prosperidad económica. Ligan el concepto a lo material, y están dispuestos a aceptar cierto nivel de corrupción o de injusticia si a cambio se garantiza el bienestar. Es la democracia del régimen de la Transición. Sin embargo, para los jóvenes, democracia es algo relacionado con los valores: con la participación, con el respeto, con ser escuchados, con la justicia, con la honestidad... Es algo sentimental, tal vez utópico. Pero si algo demuestra la historia es que los jóvenes, a la larga, siempre tienen todas las cartas para ganar.