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“España se constituye en un Estado social y democrático de derecho”, dice esa Constitución española que tan poco se lee y tanto se cita. Es la misma Constitución que, en su artículo 7, reconoce a los sindicatos y a las asociaciones empresariales por su contribución a la “defensa y promoción de los intereses económicos y sociales”. Todo esto no es solo una nomenclatura política abstracta. Aunque no lo parezca, son dos puntos claves para entender un debate hoy abierto en la sociedad y en el Parlamento español, el de la reforma laboral. Y su futuro a corto plazo.
Recapitulemos. La patronal CEOE y los dos principales sindicatos –CCOO y UGT– llegaron en diciembre a un acuerdo con el Gobierno para la reforma laboral. Es un pacto histórico: la primera ocasión en más de cuarenta años, desde que se firmó el Estatuto de los Trabajadores en 1980, en la que se aborda por consenso un cambio de esta trascendencia. Es una reforma que irá en dirección contraria a todas las anteriores: la primera en varias décadas que dará un poco más de fuerza a los trabajadores, y un poco menos a los empresarios.
Alcanzar un gran consenso sobre un tema tan complejo y donde los intereses son contrapuestos era difícil en 1980. Hoy lo es más. En el mundo post Trump, el de la polarización extrema, donde el debate de ideas ha sido sustituido por los zascas de Twitter, el consenso es casi un milagro. Algo tan inusual que puede que finalmente no ocurra y haya sido un espejismo. Porque a pesar del acuerdo en la mesa del diálogo social, la reforma laboral puede acabar frustrada. Quedarse en papel mojado y convertirse así en uno de los mayores fracasos del Gobierno.
Porque la reforma laboral, que se aprobó como un decreto ley en diciembre, tiene que ser convalidada por el Parlamento. Probablemente se votará el 3 de febrero. Y a dos semanas de este importante examen, el Gobierno de coalición aún está negociando los apoyos.
El consenso que se logró en el diálogo social no existe, a día de hoy, en el Parlamento.
Desde la derecha siguen en el no a todo, con argumentos contradictorios. A pesar de que en el PP aseguran que “no cambia nada” sobre la que hizo Rajoy, descartan en cualquier caso apoyarla. Y al tiempo que reclaman “diálogo” al Ejecutivo, y le piden que “gobierne para todos”, se niegan a validar este acuerdo, que sí respalda la principal patronal española.
El PNV también se opone, aunque por motivos distintos. Pide que se dé prevalencia al convenio autonómico sobre el estatal, y argumenta que los principales sindicatos vascos –ELA y LAB– están en contra. Es una crítica similar a la de EH Bildu. Que, al igual que ERC y una parte de la izquierda, cree que esta reforma se queda corta y no cumple con las expectativas generadas por PSOE y Unidas Podemos.
En parte es cierto: algunos de los derechos perdidos por los trabajadores con la reforma de Rajoy no se recuperan con esta nueva norma. El más simbólico, el de las indemnizaciones por despido improcedente: seguirán en 33 días por año trabajado, en vez de los 45 de antes.
Pese a todo, la reforma laboral acordada no es ni mucho menos irrelevante. No es un parche, y tampoco es un blanqueo de lo que hizo el Gobierno de Rajoy, como intenta vender la derecha (y compra una parte de la izquierda, que siempre está más cómoda en la pureza ideológica de las eternas derrotas).
La reforma recupera el equilibrio en la mesa de negociación colectiva, que los trabajadores habían perdido al eliminarse la ultraactividad de los convenios. Pero sobre todo es un gran avance contra la temporalidad en el empleo, que es –de largo– el mayor problema del mercado laboral español.
En la práctica, aumentar el porcentaje de los contratos indefinidos, como sin duda logrará esta reforma, también servirá para elevar el coste del despido. Un trabajador temporal se iba a su casa con 12 días de indemnización por año trabajado. Así que erradicar a los falsos temporales de los que durante décadas se ha nutrido el mercado laboral español ya supone, en la práctica, encarecer el precio medio del despido.
Que CCOO y UGT hayan primado en la negociación reducir la temporalidad antes que aumentar el coste del despido también desmonta ese mantra contra los sindicatos: que solo se preocupan por sus afiliados, y no por los demás trabajadores o los parados. Viendo el acuerdo, esta acusación se demuestra falsa; porque son precisamente los trabajadores más precarios los más beneficiados por este pacto (a pesar de que son los menos sindicalizados).
Más allá de las medidas concretas que se han pactado, buena parte del valor de esta reforma laboral está en otro punto: en el propio consenso. Porque recupera la verdadera esencia de ese “Estado social y democrático” del que habla la Constitución española. Porque pone en el centro la concertación social: el acuerdo entre trabajadores y empresarios. Porque hacer una reforma unilateral pero más ambiciosa sirve de poco si después no sobrevive a esta legislatura. Y porque un acuerdo por consenso, que nunca puede ser de máximos, también supone una prima a las dos partes que lo firman. En el conjunto todos ganan más.
En un momento en el que el PP se enroca en el no a todo –incluso se niega a cumplir con lo más básico, como es la renovación del Consejo General del Poder Judicial a la que le obliga la Constitución–, este consenso destaca aún más frente al griterío.
En un “Estado social y democrático” la legitimidad del Parlamento no se debilita ni se contrapone con la legitimidad de la concertación social entre patronal y trabajadores. Ambas no compiten: son complementarias. Y en épocas como la actual, donde la debilidad de la democracia es evidente, como demuestra el auge de la extrema derecha, la concertación social tiene más importancia que nunca. Es vital para reforzar la democracia.
Ese pacto en el diálogo social también tendrá consecuencias en la jurisprudencia. Todas las reformas laborales tienen una segunda vuelta en los tribunales. Los juzgados de lo laboral, en los últimos años, pararon buena parte de los excesos de la reforma laboral de Rajoy, que venía tocada en su legitimidad por el pecado original de la falta de acuerdo. Era una reforma unilateral, y así fue después interpretada y corregida por las sentencias judiciales, que en muchos casos se fueron a la letra de la Constitución para aplicar esta norma de la forma más favorable para los trabajadores.
A partir de esta reforma, si no descarrila en el Parlamento, será justo al contrario. Especialmente con la temporalidad. Salvo excepciones muy tasadas, todos los nuevos contratos serán por definición indefinidos. Y las empresas que incumplan con este nuevo marco de relaciones laborales se enfrentarán a sanciones administrativas más duras, y también con sentencias más contundentes.
La paz social tiene también un valor económico. La ley se cumple no solo por la capacidad coercitiva del Estado: también por el consenso social que genera. Ir más allá en esta reforma, y haber dejado fuera a la patronal, habría tenido también un coste para los trabajadores.
Pero además el consenso tiene un valor político, como desarrollé en este anterior artículo. Especialmente en este tiempo de gritos. Y los distintos acuerdos que ha firmado la CEOE con el Gobierno de coalición demuestran que la patronal se ha independizado de la derecha. Algo que ya había pasado antes en el lado izquierdo de la mesa del diálogo social, donde los sindicatos cuentan en su historial con varias huelgas generales contra gobiernos progresistas. Pero que hasta hace poco tiempo no había sucedido con la patronal.
En la Transición –como recuerda quien fue secretario general de Alianza Popular, Jorge Verstrynge, en su libro ‘Memorias de un maldito’–, la patronal CEOE actuaba como el principal accionista de la derecha política: como los dueños. En la práctica lo eran: las grandes empresas financiaban a AP con dinero negro en sobres y maletines. Era tal su poder, cuenta Verstrynge, que fue la amenaza de la CEOE de cortar la financiación al partido si Fraga se empeñaba en repetir como candidato lo que precipitó, a finales de los 80, su retirada a Galicia, el intento fallido de Hernández Mancha y, más tarde, la coronación de José María Aznar.
Con Aznar en La Moncloa, las tornas cambiaron. La patronal quedó subordinada a la derecha política: de accionistas pasaron a empleados. El primer Gobierno del PP, supuestos liberales, intervino en las grandes empresas como ningún otro partido lo ha hecho nunca en democracia. Aznar y Rato colocaron a sus amiguetes al frente de las principales compañías del IBEX. Las fulgurantes carreras empresariales de Francisco González, de César Alierta, de Miguel Blesa o de Manuel Pizarro no se explican sin su relación con aquel Gobierno del PP, que fue quien los encumbró a través del poder del Estado en empresas semipúblicas que después privatizaron.
La patronal dejó de mandar en la derecha para ser mandada. Que un delincuente como Díaz Ferrán –donante en dinero negro del PP y beneficiado por todo tipo de mamandurrias de la derecha– presidiera la CEOE fue el punto más bajo de esa trayectoria, que ahora se ha modificado. El PP ya no manda como antes lo hacía en la patronal –el surgimiento de Ciudadanos en su momento fue otra prueba de esa misma tendencia–. Y Garamendi hoy defiende los intereses de sus representados, y no los de la derecha política. Una independencia que en el PP y en Vox jamás le perdonarán, por mucho que Casado le dé abrazos.
Pero volvamos al Parlamento, que es donde está ahora el nudo. “Sin la patronal salen las leyes, pero sin mayoría en el Congreso no”, recuerda un diputado de izquierdas, crítico con el acuerdo al que ha llegado el Gobierno. “Es mala técnica no informar de lo que vas haciendo hasta que le presentas un paquete intocable al que sumarse ”porque si no la CEOE…“. Una crítica que niegan desde el Gobierno: ”Durante los 9 meses de la negociación nos reunimos con los portavoces de Trabajo de todos los grupos“.
¿Realmente es intocable lo acordado? ¿Se puede modificar? Hay quien cree que sí, y que el Gobierno podría encontrar una vía intermedia para tocar algún detalle en la tramitación que sume más apoyos al acuerdo –como la prevalencia de los convenios autonómicos– sin que la CEOE se salga de la foto. ¿La vía que intenta la vicepresidenta Yolanda Díaz? Aprobar el decreto tal y como está en la votación del 3 de febrero y dejar aquellos aspectos que le reclaman al Gobierno sus socios parlamentarios para un retoque posterior del Estatuto de los Trabajadores.
Pese al debate parlamentario, la mayoría de los votantes de izquierda parecen tenerlo claro. El apoyo a la reforma laboral es igual de mayoritario entre los votantes de ERC, de Bildu o de Más País que entre los que votan al PSOE o Unidas Podemos. Los datos salen de la encuesta que elaboró 40DB para El País y la Cadena SER. Es una muestra pequeña, pero –a pesar del margen de error– bastante sintomática.
Más allá de que la reforma laboral se apruebe en el Parlamento –que es lo más probable–, hay otro riesgo para la coalición: con qué votos. Porque si finalmente la reforma laboral sale adelante con el apoyo de Ciudadanos y la oposición del resto de la izquierda parlamentaria, va a ser muy difícil para el Gobierno de coalición explicar a sus votantes que esta reforma es realmente progresista. Aunque lo sea.
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