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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

COVID-19 y extrema derecha: no cantemos victoria

El éxito de los partidos de ultraderecha estuvo vinculado con dos crisis anteriores y con la mala gestión que se hizo de ambas: la gran recesión de 2008 y la crisis de los refugiados en 2014

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A lo largo del verano, se han publicado en los medios artículos y encuestas que mostraban que, en contraste con anteriores crisis que sirvieron de caldo de cultivo para el avance de la extrema derecha, la respuesta enérgica y más científica de los gobiernos frente a la COVID-19 habría supuesto un freno al sorprendente e inquietante avance inicial de esas fuerzas políticas.

¿Pero podemos realmente concluir que la extrema derecha es la gran perdedora de la pandemia tal y cómo se ha pronosticado a lo largo del verano? Aún es pronto para saberlo, pero de lo que no hay duda es de que la cuestión no es tan simple como para plantearla en términos futbolísticos. Independientemente de que hay eventos a la vuelta de la esquina, como las elecciones presidenciales norteamericanas, que servirán como termómetro para averiguar si este argumento de la derrota es correcto, hay al menos dos aspectos de la actual crisis que se desarrollan en planos distintos y que pueden aguarnos la fiesta. El primero tiene que ver con la extensión y profundidad de la crisis o incluso depresión económica que ha provocado la COVID-19 junto con la paralización de la economía vinculada al confinamiento y la restricción de movimientos. El segundo responde a fuerzas de más largo plazo y está relacionado con los cambios en la economía, la sociedad, la política y hasta el individuo que ha ido forjando la revolución neoliberal a lo largo de las últimas décadas.

Es cierto que, a pesar del constante ruido en las redes, de la extensión de las tesis conspiranoicas y el covidplanismo, y del canto a la libertad mal entendida de los antimascarillas, alentados por esta nueva extrema derecha que es liberal cuando le interesa e intervencionista cuando le cuadra con sus banderas, las encuestas muestran una caída de los partidos antidemocráticos y un mayor apoyo que antes de la pandemia a, por ejemplo, proyectos supraestatales como la Unión Europea. Aquí se puede comprobar cómo les fue a los distintos partidos ultra durante el confinamiento; también en los resultados de esta encuesta del European Council of Foreign Relations, donde puede observarse que contrariamente a lo ocurrido durante el confinamiento, la mayor parte de la ciudadanía europea —con los portugueses, los españoles y los italianos, por este orden, a la cabeza— está de acuerdo con un fortalecimiento de la unión, mostrando un claro deterioro de las opciones nacionalistas antieuropeas de los partidos de extrema derecha.

Pero hoy día, en mitad de lo que puede ser una segunda ola de la enfermedad y cuando las restricciones a la movilidad comienzan a retomarse limitando de nuevo la actividad económica, no hay que cantar victoria. Creo que las fuerzas antidemocráticas, parcialmente representadas por los partidos de extrema derecha, seguirán teniendo argumentos para sumar seguidores y que hay una parte de la población preparada para lanzarse a los brazos de sus planteamientos simples, aparentemente salvadores y sencillamente egoístas.

Por una parte, el éxito de los partidos de ultraderecha estuvo vinculado con dos crisis anteriores y con la mala gestión que se hizo de ambas: la gran recesión de 2008 y la crisis de los refugiados en 2014. La gran recesión dejó a muchas personas en la cuneta y a regiones enteras con altos niveles de paro insertadas en estados a los que se les impuso una batería de medidas austeritarias que, lejos de combatir la crisis y disminuir la deuda asociada a ella, provocaron un aumento de ésta y, consecuentemente, de la desigualdad y el malestar social, comprometiendo no sólo a las generaciones futuras, sino también a las presentes, como se ha visto en las limitaciones que algunos estados han experimentado a la hora de responder a la actual crisis de la COVID-19.

Los datos económicos que barajamos son sencillamente demoledores. Baste mencionar que estamos frente a la mayor caída del PIB sin que medie una guerra, desde que tenemos registros. Y claro está, no todos los países tienen el pulmón financiero necesario para mantener a flote actividades que siguen paralizadas o a medio gas, o para reforzar los subsidios y servicios públicos que protejan a las empresas y a la población. Por ejemplo, Alemania acaparó más de la mitad de las ayudas de estado a las empresas que concedieron los países miembros de la UE durante el confinamiento, ha prolongado los ERTE hasta finales de 2021, y reforzado varios programas presupuestarios, el más reciente, la sanidad pública, invirtiendo 4.000 millones que los Länder deben destinar a contratar más personal sanitario o a impulsar su proceso de digitalización. Pero muchos países con menor músculo financiero, que no cuentan con el abrigo de la UE o que poseen mercados internos más debilitados, sufrirán enormemente, cayendo posiblemente en una espiral de deuda que obligará a recortar el gasto público, que es precisamente lo que está sosteniendo las economías de todo el mundo y los servicios públicos esenciales, empezando por la sanidad, clave en el combate contra la COVID-19.

El deterioro de las condiciones de vida de grandes capas de población afectará especialmente a los países más pobres, que seguirán expulsando población dispuesta a lo que haga falta para llegar a las zonas más ricas del planeta del otro lado del Mediterráneo o de la frontera mexicana, por lo que el fantasma de la inmigración seguirá siendo una bandera útil para la extrema derecha. En este contexto, será fundamental la respuesta que den los gobiernos y, en el caso de la UE, que demuestre ser capaz de afrontar de manera conjunta ambos desafíos, el económico y el migratorio. La austeridad económica y la deshumanización de los migrantes no pueden ser la solución, en particular en el actual contexto de envejecimiento y despoblación de algunas regiones europeas.

Por otra parte, si el fértil abono lo aportan una situación económica crítica y el nunca resuelto desafío migratorio, el sustrato lo proporcionan cuatro décadas de modelo de racionalidad y gobernanza neoliberal. Como muy bien cuenta Wendy Brown en su último libro, In the ruins of neoliberalism. The rise of antidemocratic politics in the West, la racionalidad neoliberal lleva tiempo preparando el terreno para la movilización y legitimación de feroces fuerzas antidemocráticas durante la segunda década del siglo XXI. El argumento de Brown, que comparto, no es que el neoliberalismo en sí mismo haya causado el auge de la extrema derecha que vivimos en los países occidentales. O que cada dimensión del presente —desde las catástrofes que han generado grandes flujos de refugiados hacia Europa y Norteamérica a la polarización política y la consolidación de compartimentos estanco de pensamiento, generados o facilitados por los medios y las redes digitales— pueda ser reducida a producto del neoliberalismo. El argumento es más bien que nada queda fuera de la influencia de la razón neoliberal y que el ataque del neoliberalismo a la democracia se ha infiltrado en el funcionamiento y gobernanza de nuestra economía, nuestras leyes, nuestra cultura política y nuestra subjetividad política, y que, como consecuencia, esa racionalidad está ya muy arraigada y no va a ser fácil cambiarla.

De acuerdo con Brown, el surgimiento del autoritarismo blanco, cristiano, masculino y machista de las formaciones de extrema derecha no sólo estaría animado por el resentimiento acumulado en grandes capas de la población debido a la crisis económica y la gestión austeritaria de la misma, por el odio racial o por la pretendida pérdida de privilegio de los varones, sino que se estaría produciendo sobre más de tres décadas de asalto neoliberal a la democracia, la igualdad y la justicia social. El ataque actual a lo social y lo colectivo en nombre de la libertad de mercado y de la moral tradicional emana directamente de la racionalidad neoliberal, que difícilmente podemos limitar a eso que siempre hemos llamado “las fuerzas conservadoras”, pues tenemos aún fresco el ejemplo de los gobiernos de la tercera vía como el del laborista Tony Blair. Es una racionalidad que ha ayudado a cambiar muchos valores y también a trivializarlos, instrumentalizarlos o resignificarlos, como sucede con el recurso a la igualdad y la libertad para atacar al feminismo. Esta frivolización casa perfectamente con el uso de argumentos simples y anticientíficos por parte de la extrema derecha, que se beneficia de un sistema democrático que permite a las fuerzas antidemocráticas participar en el debate, las instituciones y las elecciones democráticas.

En consecuencia, creo que de ninguna manera podemos dar por sentado que la COVID-19 ha vencido a las fuerzas antidemocráticas parcialmente representadas por los partidos de extrema derecha. Existen poderosos sustratos y abonos que pueden hacerlas florecer de nuevo y con mayor fuerza si cabe. Por ello, esta vez no podemos fallar, como lo hemos hecho en estos últimos años.

No pueden fallar los gobiernos, tanto cuando actúan en sus propios territorios como cuando cogobiernan asuntos que trascienden sus propias fronteras, como en la UE, o los tratan en organismos multilaterales. No pueden fallar las élites económicas, que no pueden seguir funcionando con la lógica cortoplacista del “todo vale” si con ello incrementan sus ganancias y su poder. No podemos fallar los legisladores, que necesitamos imponer leyes que garanticen la justicia social y la igualdad como esencia de la democracia. No puede fallar la justicia, que en los últimos años ha servido en demasiados casos como herramienta de guerra antidemocrática o lawfare, coartando el poder de las urnas, como bien vimos en Brasil. No pueden fallar los medios de comunicación, cada vez más parciales y orientados al espectáculo en vez de a la información rigurosa y contextualizada. No pueden fallar los intelectuales, porque necesitamos que produzcan las mejores ideas y para ello es preciso dejar sitio en el Olimpo de la sabiduría a más mujeres y a representantes de grupos sociales no identificados con el poder y la autoridad.

Y no podemos fallar como ciudadanía, como individuos que viven en sociedad. Tenemos que asumir nuestra responsabilidad individual y nuestra capacidad de cambio. No sólo a través de nuestro voto y fiscalizando a todas esas instituciones democráticas para que no vuelvan a fallar y seamos capaces de cambiar las reglas del juego. También debemos impedir que los autoritarios, intolerantes y antidemocráticos ocupen todo el espacio público y privado. Cuando recibimos en los grupos de Whatsapp mensajes o memes que son falsos, machistas o racistas, solemos callarnos para evitar el conflicto y procurar no señalarnos. Además, se nos ha dicho que, cuando recibimos insultos en las redes sociales, es preferible que no desafiemos a los agresores, que no les prestemos atención, pues eso es justo lo que quieren, y que optemos por bloquearlos. Pero, como muy bien nos recuerda Mary Beard en su Mujeres y poder, esos consejos no son más que una “ominosa reiteración de la vieja consigna que invita a las mujeres a 'aguantar y callar', dejando que los matones ocupen el terreno de juego sin oposición alguna”. Es hora de ocupar ese terreno si realmente queremos empujar a un espacio residual a las fuerzas antidemocráticas y a los partidos que las representan, y cambiar las reglas de juego de la gobernanza y la racionalidad neoliberal.

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