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Inflación: el alto precio a pagar por la dependencia europea de los combustibles fósiles

Eurodiputado del Grupo de los Verdes en la Comisión de Economía del Parlamento Europeo —

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En el período previo a la invasión de Ucrania por parte de Putin, el aumento de los precios en la zona euro estaba recibiendo una gran cantidad de atención política. La inflación alcanzó en la zona euro un máximo del 5,1% en enero y del 5,9% en febrero, poniendo al BCE en el punto de mira. Las voces más críticas en el ámbito político, a pesar de ser una minoría, se hicieron escuchar cada vez más, pidiendo un aumento de los tipos de interés para frenar la inflación. Pero el BCE optó por un enfoque prudente y decidió mantener tipos de interés bajos, sin cambios.

En medio de este debate, Putin invadió Ucrania. Más de un mes después del estallido de la guerra, los últimos datos muestran que la inflación de la zona euro subió al 7,5% en marzo, y la cifra alcanzó el 9,8% en España. Esta tasa récord hizo que aumentara la presión sobre el BCE para que revisara sus decisiones en materia de política monetaria. Durante todo este tiempo, la inflación ha crecido de manera abrupta por la subida de los precios de la energía, que explica más del 50% del aumento de los precios al consumo. Esta cifra solo refleja el impacto directo, pero los costes de la energía también han hecho subir los precios en muchos sectores, lo que hace que el efecto global sea mayor. Pero eso no es todo: la subida de los precios de la energía está vinculada sobre todo a los combustibles fósiles, es decir, al petróleo y al gas. El BCE lo ha llamado “fosilinflación”.

De este hecho pueden extraerse dos conclusiones. En primer lugar, no es casualidad que los precios de la energía hayan aumentado aún más tras el ataque de Rusia. Europa depende en gran medida del gas ruso y Putin está fijando precios más altos a sus exportaciones de combustibles fósiles para financiar su guerra. Esto significa que, al importar combustibles fósiles de Rusia, Europa no solo está financiando la guerra de Putin, sino que también está haciendo subir los precios que paga la UE.

En segundo lugar, la suposición de que, independientemente de la procedencia de la inflación, esta debería conducir automáticamente a un endurecimiento de la política monetaria no tiene en cuenta los factores subyacentes de la inflación. Una política monetaria más restrictiva sería la opción correcta si el aumento de los precios estuviera impulsado por una mayor demanda, como ocurre actualmente en Estados Unidos. Pero no es el caso de la zona del euro, donde la inflación se debe principalmente a los mayores costes del suministro de energía.

Una hipotética subida de los tipos de interés en la UE no contrarrestaría el aumento de los precios de la energía, y lo que es peor, si la política monetaria deja de ser acomodaticia demasiado pronto, esto tendrá un impacto muy negativo en nuestra economía. Con la guerra, que supone una seria amenaza para la economía europea, un endurecimiento monetario rápido podría provocar efectos negativos adicionales en una economía ya sometida a presión: la actividad económica se ralentizaría aún más, el desempleo aumentaría y el crecimiento salarial se frenaría. El BCE, por ahora, parece decidido a no repetir el error cometido en 2008 y 2011, cuando endureció su política monetaria demasiado pronto cuando se necesitaba exactamente lo contrario.

En lugar de subir los tipos de interés, la respuesta adecuada al aumento de los precios del petróleo y el gas, que se traduce en facturas más caras para la ciudadanía europea, es poner fin a la gran dependencia de Europa de la importación de combustibles fósiles que han estado haciendo subir los precios en general. Acelerar la transición energética invirtiendo en medidas de eficiencia energética y en energías renovables es la solución política más eficaz al actual repunte de la inflación. Esto es especialmente importante, ya que la inflación afecta más a las rentas bajas que a las altas. Y es por ello que, además de una rápida transición ecológica, las políticas redistributivas y la fiscalidad son muy necesarias en el contexto actual.

Al mismo tiempo, la actual crisis energética muestra claramente que el verdadero riesgo para la estabilidad de los precios en la zona del euro es retrasar la transición para conseguir la soberanía energética. Aunque hay argumentos de peso en contra de subir los tipos de interés en el contexto actual, esto no significa que el BCE no deba contribuir al objetivo general de un mix energético más verde. Al contrario, el BCE debería estar en primera línea de la transición energética, teniendo en cuenta lo mucho que esta afecta a su mandato primario de mantener la estabilidad de precios. La actual combinación energética no solo afecta a la capacidad del BCE para mantener los precios estables debido a la actual inflación impulsada por los combustibles fósiles, sino también porque los riesgos físicos conducirán a presiones de precios más persistentes y dramáticas, si no detenemos el cambio climático. De ello se desprende que el BCE debe actuar con rapidez, empezando por hacer más ecológicas sus operaciones de refinanciación a largo plazo y dejar de comprar activos que contribuyen al cambio climático y a la degradación del medio ambiente.

Algunos temen que la transición verde ejerza más presión sobre los precios en general: la llamada “greenflation”. Pero la “greenflation” ha tenido hasta ahora un impacto mucho menor en los precios al consumidor final que la “fosilinflación”. Esto significa que es inexacto afirmar que la transición ecológica de nuestras economías es la culpable del doloroso aumento de los precios de la energía.

Por otro lado, si nos tomamos en serio el cumplimiento de los objetivos climáticos de 2030 y 2050, será necesaria una movilización masiva de inversiones verdes. Y al igual que cualquier estímulo fiscal extenso, es probable que esto impulse la inflación. Pero hay una diferencia sustancial entre un aumento de los precios impulsado por importaciones más caras de Rusia y las implicaciones de que Europa movilice recursos para su soberanía energética. Lo primero es un coste puro: los países compran gas, lo queman y se acaba. Y conlleva un coste geopolítico muy elevado: la dependencia económica de su proveedor de energía, en este caso un agresivo petroestado cuya prosperidad económica depende de la inacción para reducir las emisiones. Pero si Europa invierte dinero en infraestructuras energéticas verdes que funcionen bien y que dependan de ella misma, eso es una inversión y no un coste.

Desde el punto de vista del BCE, la inflación generada por un aumento del gasto público y privado en energías renovables es manejable con las herramientas habituales de política monetaria. Se trataría de una inflación creada por el aumento de la demanda, para la que el BCE contaría con las herramientas adecuadas. No se puede decir lo mismo de los precios altos debidos a choques de oferta externos, y por eso la política monetaria parece bastante impotente en este momento. También hay que tener en cuenta la magnitud del impacto. Desde el punto de vista de la estabilidad de los precios, la inflación a largo plazo derivada de fenómenos meteorológicos extremos, la escasez de recursos y los elevados precios de las importaciones de energía impuestas por regímenes opresivos en el extranjero es una perspectiva mucho más dramática que la subida temporal de los precios durante el periodo de transición verde.

La dependencia de Europa de los combustibles fósiles ha estado afectando a su capacidad para proteger a sus ciudadanos y ciudadanas de las amenazas geopolíticas y de la subida de precios. Lo que el repunte de la inflación y la situación en Ucrania han puesto de manifiesto es que la dependencia de Europa de los combustibles fósiles la hace demasiado vulnerable a los cambios imprevisibles del mercado mundial del gas y el petróleo, ya sea el aumento de los precios o la implicación de una guerra en el Este, que son dos caras de la misma moneda. En ambos casos hay que atajar la raíz del problema y no caer en la trampa de las respuestas políticas cortoplacistas. Subir los tipos de interés y diversificar las importaciones de gas de Europa no son la solución definitiva. Acelerar la transición energética sí lo es, generando precios más estables y seguridad energética.

En el período previo a la invasión de Ucrania por parte de Putin, el aumento de los precios en la zona euro estaba recibiendo una gran cantidad de atención política. La inflación alcanzó en la zona euro un máximo del 5,1% en enero y del 5,9% en febrero, poniendo al BCE en el punto de mira. Las voces más críticas en el ámbito político, a pesar de ser una minoría, se hicieron escuchar cada vez más, pidiendo un aumento de los tipos de interés para frenar la inflación. Pero el BCE optó por un enfoque prudente y decidió mantener tipos de interés bajos, sin cambios.

En medio de este debate, Putin invadió Ucrania. Más de un mes después del estallido de la guerra, los últimos datos muestran que la inflación de la zona euro subió al 7,5% en marzo, y la cifra alcanzó el 9,8% en España. Esta tasa récord hizo que aumentara la presión sobre el BCE para que revisara sus decisiones en materia de política monetaria. Durante todo este tiempo, la inflación ha crecido de manera abrupta por la subida de los precios de la energía, que explica más del 50% del aumento de los precios al consumo. Esta cifra solo refleja el impacto directo, pero los costes de la energía también han hecho subir los precios en muchos sectores, lo que hace que el efecto global sea mayor. Pero eso no es todo: la subida de los precios de la energía está vinculada sobre todo a los combustibles fósiles, es decir, al petróleo y al gas. El BCE lo ha llamado “fosilinflación”.