El centro de Portugal, en bicicleta: de São Pedro da Afurada a Óbidos
Este país está al lado y es barato, acogedor y perfecto para recorrer en bicicleta; y su región central, entre Oporto y Lisboa, sigue siendo en gran medida desconocida: playas de inmensos arenales, resguardadas por dunas y pinares, con arena blanca y fina y un agitado mar de un azul profundo
“Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza… simplemente sube a una bicicleta y date un paseo por la carretera, sin pensar en nada más: todas tus preocupaciones desaparecerán”. Y no lo decimos nosotros, sino un personaje alto, delgado, poco emocional, irónico, ingenioso y perspicaz. Seguro que habéis oído hablar de Sherlock Holmes, a quien muchos siguen considerando mucho más real que su creador, Arthur Conan Doyle. Y si el detective más famoso de todos los tiempos hablaba en estos términos de nuestra amada bicicleta, por algo sería, amigos. Elemental, querido Watson.
Pues bien, apreciados lectores, ¿qué os parece si le hacemos caso y volvemos al centro de Portugal para recorrer, sin prisas y con muchas ilusiones, las cinco etapas que ya os habíamos presentado en 'Andar en bici'? Portugal, un país que tenemos al lado, barato, acogedor y perfecto para recorrer en bicicleta. Y su región central, entre Oporto y Lisboa, sigue siendo en gran medida desconocida. Playas de inmensos arenales, resguardadas por dunas y pinares, con arena blanca y fina y un agitado mar de un azul profundo... rebosantes de imágenes de gran belleza que podemos descubrir en este paseo a lo largo de la que algunos siguen llamando la Costa de Plata. Van a ser unas vacaciones con algo de ejercicio, pero sin ninguna preocupación. No olvidemos que la vida es un regalo con fecha de caducidad. ¿Qué tal si la aprovechamos disfrutando en Portugal de su lado más hermoso?
Etapa 1. São Pedro da Afurada – Ovar (43 km)
Tras una breve visita a la ciudad que dejó su nombre a toda una nación, Oporto, la furgoneta de Flavio nos conduce a São Pedro da Afurada y en el corto trayecto aún podemos observar en el Duero los antiguos rabelos, que transportaban el vino de las fincas productoras hasta la desembocadura antes de la construcción de los diferentes embalses que hicieron navegable el río, mientras el vehículo nos dirige hacia su estuario, donde aparece el pequeño pueblo de pescadores que va a ser nuestro lugar de partida. São Pedro es un barrio con una arraigada tradición pesquera, de calles tranquilas, con casas bajas de vistosos colores, y habitada por gentes amables que te desean buenas tardes a pesar de ser forastero.
Su muelle es visitado a diario por las 'lavadeiras', que no se sabe si lo hacen porque creen que su ropa aquí queda más limpia que en la lavadora o para mantener la tradición. Lo que se percibe a simple vista es que el lavadero es un lugar de encuentro vecinal. Una vez lavada la tienden en pleno muelle, donde la luz del sol y la brisa del mar terminan de darle magia a toda la escena. Y envueltos en esa magia, acondicionamos nuestras monturas y emprendemos la ruta, pedaleando extasiados por la ciclovía en busca del estuario del Douro, que simplemente se diluye en el descomunal océano.
Siempre por el carril bici vamos enlazando una 'praia' tras otra hasta detenernos, atónitos, en una de ellas: nos ha atraído la visión inaudita de una ermita en medio de la playa. La Capela do Senhor da Pedra no es un templo especialmente bello, pero su encanto reside en su peculiar ubicación, a la que se accede a pie sobre la fina arena, y en la historia que tiene detrás. La leyenda cuenta que fue levantada en agradecimiento por parte de un marinero que salvó su vida de forma milagrosa. Hoy semeja un lugar de poder que se eleva 7 m por encima del poderoso Atlántico para servir como freno divino a las embestidas de las olas.
Tras la impactante sorpresa, retomamos la ruta en pos de Rita, que nos lleva de playa en playa hasta llegar a Espinho. Cuando en la península ibérica no se estilaba eso de tostarse en la playa y darse un chapuzón en el mar, lo que era un pequeño pueblo de pescadores se fue convirtiendo en uno de los epicentros del denominado “turismo de baños” y las personas pudientes acudían a remojarse en el frío Atlántico, entre ellos muchos españoles. Y, poco a poco, la tradición pesquera empezó a convivir con el turismo. Fruto de esa herencia, la ciudad cuenta con un barrio pesquero que configura su espacio más singular y pintoresco. Entre casas bajas con ropa tendida en las puertas y pequeños corros con animadas tertulias, aparecen diseminadas algunas tascas que sirven pescado fresco a la brasa.
Luego el carril que nos guía se va adentrando sobre las dunas y el asfalto se convierte en madera para acercarnos a la subyugante Barrinha de Esmoriz, el humedal más importante de la costa norte de Portugal. Esta laguna costera se comunica periódicamente con el mar a través de un canal en el cordón dunar. La atravesamos por sus célebres 'passadiços' y, por supuesto, la foto sobre su famoso puente de madera es obligada.
Enseguida nos adentramos en el Parque Natural de Buçaquinho, área forestal protegida con una rica biodiversidad en una zona de pinar con estanques, jardín de plantas aromáticas y diversas instalaciones para el ocio.
Desde este lugar hasta la Praia de Furadouro nuestra ruta discurre entre pinares, en paralelo a una carretera de circulación ahora escasa. Contemplamos el fuerte oleaje que golpea a esta playa de ambiente pesquero y surfista, pero antes de finalizar esta primera etapa queremos conocer la cercana cabeza del municipio.
Ovar, conocida como “la ciudad del azulejo” gracias a sus más de 800 fachadas decoradas con este material, es una villa apacible en la que nos sentiremos atraídos por el maravilloso aroma de sus hornos de 'pão de ló', el tradicional bizcocho del país vecino. Su Rua do Azulejo está decorada con un colorista muestrario de la mejor azulejería portuguesa, que convierten a Ovar en un auténtico museo al aire libre que los ovarenses lucen con mucho orgullo. Dice la investigadora Maria do Rosário que los portugueses nacen en lugares con azulejos, porque los hospitales eran antiguos conventos decorados así; crecen en ciudades llenas de azulejos; se casan en iglesias con azulejos, son enterrados en cementerios ornados de la misma manera y también viajan desde estaciones donde está presente este elemento decorativo. Quizás por eso los naturales lo ven como un componente más del paisaje urbano y, sin embargo, los turistas nos extasiamos ante semejantes obras de arte. Es en la 'igreja' de Nossa Senhora do Amparo de la próxima Válega donde el arte del azulejo alcanza su cénit, lo que la hace ser reconocida como 'la Capilla Sixtina' portuguesa. Nosotros la vemos en un momento en el que el sol proyecta sus rayos sobre el muestrario de azulejos, dotándolos de un soberbio color y viveza.
Es quizás el momento de buscar un lugar para una animada cena donde repasar todas las maravillas que hemos descubierto. En la playa de Furadouro, con una zona comercial de calles pavimentadas por unos artistas llamados calceteiros y un paseo marítimo que congrega a decenas de visitantes, y con la ayuda de nuestros dos guías el ambiente nos resulta aún más relajante.
Etapa 2. Ovar – Praia de Mira (59 km)
Con ilusiones renovadas comenzamos nuestro paseo de hoy pedaleando a la orilla del Canal de Ovar, una laguna litoral poco profunda que constituye el mayor de los tres canales principales de la ría de Aveiro. Nos hallamos en el cordón litoral que separa dicha ría del mar, lo que permite a los veraneantes, sin grandes desplazamientos, optar por el mar bravo o las aguas tranquilas de la ría. En el Km 11 de la ruta de hoy dejamos a nuestra izquierda el Ponte da Varela, que nos llevaría por carretera a Aveiro, pero Rita y Flavio tienen un plan mucho mejor para nosotros.
Durante el recorrido por las marismas nos sorprenden unos curiosos barcos veleros planos y alargados, en los que destaca la forma curva de su elevada proa. En las orillas de la ría varan estas embarcaciones denominadas 'moliceiras', curiosas en su diseño y decoración, que se utilizaban para transportar las algas recogidas en los fondos para servir como abono agrícola. Es imprescindible acercarse hasta el puerto de Torreira, para contemplar una auténtica exposición de estas 'moliceiras' pintadas con estridentes colores. Actualmente estas barcas navegan únicamente con fines turísticos.
Poco después, nos adentramos en la Reserva Natural das Dunas de São Jacinto, una zona con playa, dunas móviles y fijas, bosques de pinos silvestres y charcas de agua dulce, lugar de paso para aves acuáticas. Así llegamos al pueblo pesquero de São Jacinto, donde la sorpresa que Rita nos había anunciado está a punto de producirse: un ferri parece esperar nuestra llegada para cerrar su cadena de acceso e iniciar la travesía en 15 minutos de la ría de Aveiro. Las bicis navegan bien ancladas a popa y nosotros nos situamos a proa para que nuestra joven amiga nos vaya comentando todo lo que estamos viendo en esta desembocadura del río Vouga que configura la ría de la populosa e industrial localidad de Aveiro, comprobando que los tres canales entran ciudad adentro creando una división natural entre los barrios más antiguos y los más nuevos. No es de extrañar que algunos la llamen “la Venecia portuguesa”, aunque quizás resulte un tanto exagerado ese nombre. Nosotros optamos por dejar la visita de esta ciudad para otra ocasión, con miedo de que el encanto de nuestra ruta pueda perderse entre el bullicio y el tráfico de la urbe.
Al llegar a la orilla opuesta, lo hacemos junto al Forte da Barra, que incluye un faro tradicional y dos muelles que custodian la desembocadura del río. Construido en el siglo XVII, dos centurias después la fortaleza perdió su importancia defensiva, aunque se siguió usando para guiar la entrada de embarcaciones al puerto, pero esto dejó de ser necesario cuando se construyó el esbelto Farol de Aveiro, el más alto de Portugal. Tras deambular por las instalaciones del puerto y tomarnos una cerveza en una coqueta tasca junto a una ermita con sabor a barrio pesquero, proseguimos ruta atravesando el canal por el Ponte da Barra, que tiene habilitado un estrecho paso lateral para bicicletas.
Y muy cerca una nueva sorpresa: casas y más casas a rayas de variados colores. Estamos en Costa Nova, un arcoíris de colores vivos y optimistas que se nos muestra como una barrera cromática entre la apaciguada ría al este y el furioso Atlántico al otro lado del caserío, donde está la playa. Pero esa imagen de casas de cuento a rayas no siempre fue así. Los pescadores, llegados del norte de la ría atrapados por el desarrollo industrial de Aveiro, utilizaron estos 'palheiros', pintándolos de rojo y blanco con líneas horizontales. Pero el tiempo pasó y, mientras en otras zonas próximas los 'palheiros' fueron abandonados a su suerte, los lugareños tiraron de imaginación y esos pajares de madera, de un solo piso y sin tabiques en los que guardaban sus útiles de pesca, comenzaron a transformarse en pequeñas casas de veraneo. Los burgueses de entonces, para distinguirlas de las tradicionales casetas de pescadores, cambiaron las líneas horizontales por verticales e introdujeron nuevos colores como el amarillo, el azul, el verde… forjándose así uno de los pueblos más emblemáticos de la costa portuguesa.
Todavía sorprendidos continuamos ruta, con el canal a nuestra izquierda y las dunas a la derecha, que anuncian la proximidad de playas que se unen unas a otras prácticamente sin solución de continuidad. Es esta una zona de poco tráfico que nos acerca definitivamente a nuestro punto de descanso del día: la Praia de Mira. Para entender el porqué de este nombre, solo hace falta 'mirar' el efecto que la luz del sol produce en el brillo de los mil colores del paisaje. Y al llegar junto a la playa, vemos a un grupo de personas arremolinadas y nos acercamos para ver qué está ocurriendo. Tractores, barcas, redes y un sinfín de gaviotas hambrientas.
En este único arenal europeo que siempre ha lucido la bandera azul, asistimos a un arte de pesca ancestral: la 'xávega'. Porque en estas costas donde las playas abiertas no permiten puertos pesqueros y el océano azota con una fuerza inusitada, los pescadores se adentran en el mar con una barca de madera llamada 'bateira' y sueltan las redes. Acto seguido, regresan a la playa con una larga cuerda atada a la red, anudando el cabo a una polea instalada en un tractor para que la recoge arrastrando todo lo que pilla a su paso. Esta vez no ha habido suerte y lo arrastrado se devuelve al mar, pero hemos asistido a un espectáculo único.
Luego admiramos el monumento que representa a una familia de pescadores y, junto a él, una capilla a rayas blancas y azules, donde las mujeres de los pescadores rezaban esperando que el mar los devolviera sanos y salvos, nos brinda un lugar de recogimiento para revivir todos los acontecimientos de la jornada.
Etapa 3. Praia de Mira – Figueira da Foz (60 km)
Hoy nos vamos a enfrentar a la única ascensión de toda la ruta por la costa del Centro de Portugal, pero sin asustarse, que tampoco es para tanto. Nos encontramos de salida con una ría natural: la Barrinha de Mira. El cambiante paisaje, en tan corta distancia, entre el pueblecito pesquero y la población del interior ofrece una maravillosa progresión desde las poderosas olas del Atlántico hasta la ría y los pinares que rodean la localidad de Mira, rodeada de dunas de arena, bosques de pinos y lagunas, que se extienden hasta la serra da Boa Viagem. Y hasta ese punto, donde nos espera el reto del día, nos dedicaremos a recorrer 'lagoas', riberas, canales y dunas, muchas dunas.
En pocos kilómetros llegaremos a Tocha que, como sucede en tantos pueblos de la comarca, tiene mucho más reconocimiento por su playa que por el caserío matriz, pues su arenal es uno de los lugares donde mejor se conserva el patrimonio cultural de la zona, los 'palheiros'. Nosotros ya hemos visto muchas playas y quizás prefiramos seguir avanzando, atravesando primero la gran extensión de las Dunas de Gándara, Mira y Gafanhas hasta llegar a Quiaios. A lo largo de ese campo de dunas, es posible identificar depresiones dunares y un rosario de pequeños lagos de gran belleza y riqueza ornitológica y botánica. Nos hallamos en la parroquia del Bom Sucesso, cuyo topónimo tuvo su origen en el hecho de que se creía que las aguas de esos estanques de agua dulce eran milagrosas, pues la gente decía que curaban diversas enfermedades a quienes se bañaban en ellas y rezaban a Nossa Senhora dos Remédios.
Quiaios tiene en su playa y la de Murtinheira los lugares más visitados, especialmente por los apasionados de los deportes acuáticos. Pero nosotros elegimos no dilatar más nuestro gran reto y abordamos la ascensión por una carreterita estrecha, bordeada de eucaliptos y mimosas, hasta la Serra da Boa Viagem, en medio de un extenso parque forestal y con un par de 'miradouros' maravillosos. Desde el de Vela se puede ver la isla de Morraceira, las salinas de la ría de Mondego y la ensenada de Buarcos a Figueira da Foz; y en el punto más alto accesible en bici, el Miradouro da Bandeira nos permite admirar toda la costa norte, tan recta que parece trazada con escuadra y cartabón.
Ya solo nos queda dejarnos caer hacia el Cabo Mondego, el único punto acantilado de la costa central portuguesa. Este impresionante conjunto de rocas arrugadas que invaden el mar se ha convertido en referencia mundial como el único lugar del planeta donde, desde el punto de vista estratigráfico, es posible estudiar rocas de 170 millones de años de antigüedad y la génesis del océano Atlántico. Y en él destaca la grandiosa imagen de su Farol, cuya foto inolvidable obtendremos desde un nuevo mirador en el descenso hacia el final de etapa.
Llegamos así a Buarcos, villa pegada a Figueira da Foz, donde se conservan las casas marineras de dos plantas y otras más señoriales. Rodamos junto al fuerte y las murallas que pertenecían al sistema defensivo construido cuando el río Mondego dividía los territorios cristiano y musulmán. Sobre las murallas se alza una pequeña ermita, la Capela da Senhora da Conceiçao, que mira al mar.
Y por el paseo marítimo arribaremos finalmente a Figueira da Foz, así llamada porque se sitúa en la desembocadura ('foz') del río Mondego. Se trata de una ciudad cosmopolita y llena de vida, que ganó importancia desde finales del s. XIX cuando “ir a bañarse a Figueira” era una costumbre entre la aristocracia del Centro de Portugal. Es uno de los centros turísticos más relevantes del país, no solo por sus playas de arena dorada, sino también por su célebre casino. El Forte de Santa Catarina, con su faro, sigue siendo un referente histórico de la ciudad. También visitaremos la iglesia de Santo Antonio, la Casa do Paço, el palacio do Visconde do Maiorca, la Plaza Europa y su parque y el Mercado Municipal. Y, tras el entretenido paseo, ha llegado el momento de buscar un restaurante para degustar los ricos platos de la comarca. A nosotros nos encantó la magia del Volta e Meia: hacednos caso.
Etapa 4. Figueira da Foz – São Pedro de Moel (63 km)
Marcharnos de Figueira da Foz supone subir al cielo, por cuanto el puente colgante de Edgar Cardoso nos eleva muchos metros por encima de la desembocadura del Mondego. Atravesarlo resulta complicado en bicicleta, pero nosotros lo hacemos por el paso peatonal con unas vistas espectaculares.
Luego rodamos por las poblaciones de Lavos y Palão, para introducirnos en la Mata Nacional do Urso, cuyos pinos fueron plantados durante siglos para la protección de las dunas y su madera, que fue utilizada para la construcción de carabelas, “nuevos mundos al mundo” de la mano de los navegantes portugueses. La leyenda cuenta que su nombre proviene de la lucha del rey Dinis con un oso, a la que hay una imagen alusiva en un retablo de la iglesia de Rainha Santa Isabel en Coimbra.
Pedalearemos próximos a algunos pequeños lagos, gozando de toda la fragancia aromática del entorno. Y en la Lagoa da Ervedeira nos detenemos a admirar sus mansas aguas, porque Flavio nos ha preparado un buen refrigerio. Al acabar, las pasarelas de su ribera nos conducen otra vez a la Estrada Atlántica hasta llegar a Pedrogão, que triplica sus habitantes en verano gracias a su playa kilométrica repleta de dunas que le dan un aspecto salvaje.
Visitamos a continuación la Praia da Vieira y nos adentramos en el Pinar de Leiria, mandado plantar por el rey Alfonso III, en el s. XIII, con el objetivo de frenar el avance de las dunas, así como proteger la ciudad de Leiria, su castillo y sus tierras agrícolas de la degradación causada por las arenas arrastradas por el viento. Sería sustancialmente ampliado por Don Dinis I, en la siguiente centuria, cuya estatua con su santa esposa deja constancia del reconocimiento de las gentes de la región.
Antes de finalizar, la ruta nos lleva al Farol do Penedo da Saudade, que significa algo así como “roca de la morriña”, la que sentía la duquesa de Carminha cuando acudía aquí a llorar la muerte de su marido, el marqués Luis de Noronha, ejecutado por alta tradición. Si no nos dejamos intimidar por las alturas, nos asomaremos al acantilado y subiremos a la torre del faro para observar de un vistazo todo el recorrido de la jornada y, a nuestros pies, el final de etapa.
Arropado por un espeso bosque de pinos, São Pedro de Moel es un agradable y elegante pueblo costero de casas encaladas que, entre calles adoquinadas, miran a la inmensidad del Atlántico. Sus elegantes mansiones y chalés se llenan en verano de familias de la clase media-alta de Lisboa para disfrutar de unas vacaciones marcadas por la tranquilidad y la desconexión. Porque São Pedro de Moel no tiene ni discotecas, ni una retahíla de hoteles, restaurantes y bares, para albergar un turismo más selecto que desea olvidarse del estrés entre playas casi salvajes y un agradable aroma a pino y a sal. Este pequeño edén, en el que hacemos noche, enamoró hasta el mismísimo José Saramago, que calificó a la localidad de “incomparable” en su imprescindible obra 'Viaje a Portugal'.
Etapa 5.São Pedro de Moel – Óbidos (64 km)
La última etapa nos espera para dejarnos el mejor de los recuerdos. En su busca partimos para llegar enseguida a la playa de Pedra do Ouro, llamada así porque en las laderas negras que la rodean fueron encontrados fósiles de amonitas con forma de espiral y de color dorado. A poca distancia otra playa, la de Paredes de Vitória, aparece enmarcada por dos laderas muy conocidas por los practicantes de parapente. Su amplio arenal posee un curioso peñasco denominado 'castelo', que lo separa de la vecina playa de Polvoeira.
La siguiente meta volante la tenemos en la playa más conocida mundialmente quizás de todo Portugal, por lo menos entre los surfistas. Pero no queremos privarnos antes del espléndido espectáculo que se divisa desde el Sìtio de Nazaré, desde donde disfrutaremos de una de las más conocidas panorámicas de la costa portuguesa. En lo alto de esos 318 m de roca que cae en picado hacia el mar, nos encontramos la pequeña Ermita de la Memoria, en la que se cuenta la leyenda del milagro obrado por la Virgen al impedir que el caballo de un hidalgo cayese al vacío. Verdad o no, en el mirador de Suberco se puede ver la señal dejada en la roca por la herradura del corcel. Es pura magia contemplar cómo al atardecer la arena de la playa de Nazaré va cambiando de tonalidades a medida que el sol se oculta en el Atlántico. Junto al mirador se levanta un pequeño monolito con una cruz en la que se recuerda que Vasco de Gama acudió a rezar ante la imagen de Nossa Senhora da Nazaré antes de realizar su primer viaje a la India. Es esta una iglesia barroca en la que los azulejos cautivan a los miles de peregrinos y visitantes que le rinden homenaje continuo. La enorme plaza que la rodea y las múltiples tiendas de souvenirs sirven de marco a la estampa más turística de toda nuestra ruta.
Una estrecha carretera conduce de la citada iglesia mariana al Farol da Nazaré, la mejor grada para contemplar a esos surcadores de los rascacielos de agua, que, por efecto del característico Cañón de Nazaré, han alcanzado los 30 m de altura a lomos de las olas. Es aquí donde nació Nazaré que a partir del siglo XVIII, con el retroceso del océano, se trasladó al pie del promontorio. Y por fuerte y empinada cuesta, descenderemos hacia su largo arenal en forma de media luna en el que destacan los toldos de vivos colores que decoran la playa de arena blanca en contraste con el azul marino. Aunque alguno quizá prefiera bajar en el popular ascensor que salva ese enorme desnivel. Para conocer Nazaré nada mejor que dar un tranquilo paseo por sus calles y parar en uno de sus restaurantes para saborear un plato con sabor a mar. En la 'praia' también se despliegan las vendedoras de pescado seco, alguna vestida con las 'siete sayas' que marca la tradición, y podremos pasear relajadamente por el gran paseo marítimo sintiendo la brisa del océano. Y, al caer la tarde, nada como disfrutar de una inolvidable puesta de sol.
Si seguimos la ruta, llegaremos a São Martinho do Porto, con su bahía en forma de concha, ligada al océano por una estrecha abertura, lo que causa la tranquilidad de sus aguas. Pero esta coqueta villa ofrece también otros puntos de interés, como su Mirador, con una vista privilegiada de toda la bahía, el Faro del Morro de Santo António, o su Túnel, que sirve de nexo entre las aguas calmas de la bahía y las agitadas del Atlántico.
En apenas 10 km llegaremos a Foz do Arelho, bañada por un lado por la Lagoa de Óbidos y por el otro por el océano. Frente a nosotros está la hermosa e inmensa Lagoa de Óbidos, que se extiende desde las suaves colinas hasta las grandes dunas de su borde occidental, donde se encuentra con el mar. Su playa describe una suave curva hacia el interior de la laguna y el pueblo de Nadadouro. En el agua, la gente puede caminar por las aguas poco profundas que aparecen por todas partes. Tal topónimo hace referencia a que los pastores tenían la costumbre de conducir a sus rebaños hasta la laguna, donde aprovechaban para solazarse en tan divino 'nadadero'.
Y solo nos queda ya el colofón espléndido de una ruta sin parangón. El pueblo medieval de Óbidos es uno de los más pintorescos y mejor conservados de Portugal. Ocupado antes de que los romanos llegaran a la península, el 'oppidum' prosperó desde que el rey Don Dinis se lo regaló a su esposa Doña Isabel, pasando a pertenecer a la Casa das Rainhas, conjunto de bienes que otorgaban los monarcas lusos a sus esposas, que la fueron mejorando y enriqueciendo. Intramuros encontramos un laberinto de calles y casas blancas que fascinan a quien por allí pasea entre pórticos manuelinos, ventanas floridas, pequeñas plazas y algunos de los rincones más auténticos del medievo portugués. Para introducirnos en este mundo mágico, dejamos fuera el acueducto de la reina Catarina de Austria (s. XVI) y entramos por la Porta da Vila que da acceso a la Rua Direita, donde se asientan la mayor parte de las tiendas de 'souvenirs' y restaurantes. Es una calle empedrada, de colores blanco, amarillo y azul, que se convierte en gran parte del año en una especie de mercado medieval donde degustar el típico chocolate y la sabrosa 'ginjinha'.
Visitando sus 'igrejas' de Santa María y su picota, la de Santiago, convertida hoy en biblioteca, el castillo y las murallas y, en los alrededores, un nuevo Santuario del Senhor da Pedra, es como si nuestro recorrido costero por el Centro de Portugal hubiera encontrado un final redondo, volviendo a su inicio a orillas del Duero que nos ha traído hasta aquí, a un paso del Tajo que nos espera para seguir descubriendo Portugal, un país sin visitar, al que parece que nunca da tiempo llegar. Ya estáis tardando.
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