Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.
Franco, Franco, que tiene el culo blanco
En casa, mi padre se emocionaba cuando escuchaba La Marsellesa y se descojonaba recordando la muerte de Franco. Especialmente graciosa le parecía la expresión “el equipo médico habitual” a la que hacían referencia los medios franquistas para informar de la evolución del enfermo. Con “el equipo médico habitual” había mucho cachondeo en aquellos días que Franco la estaba espichando.
Pero las risotadas de verdad llegaban cuando mi padre rememoraba la historia que había circulado en su día -no sé si es cierta o no- de que a Franco le pilló uno de sus penúltimos achuchones en el Pardo y lo tuvieron que trasladar a trompicones en una alfombra a un quirófano que habían improvisado en su residencia, y además se les fundieron las luces y llamaron al electricista del pueblo y casi se les muere Franco allí mismo. Una agonía muy dicharachera para el caudillo de España por la gracia de Dios, que decían las monedas de la época.
Ese humor pasaba de padres a hijos y nos llegaba a los mocardos que éramos niños en los años 80. Sin saber muy bien qué estábamos cantando, uno de los hits de la época era el himno de España con esa maravillosa letra que dice “Franco, Franco, que tiene el culo blanco porque su mujer lo lava con Ariel”. Mucho mejor que la versión de Marta Sánchez. Dónde va a parar.
Casi tan berlanguianas como la alfombra y el electricista eran las visitas de Franco a Vitoria. Cuando venía Su Excelencia a la ciudad la policía arrestaba a separatistas y rojos para que la estancia del Caudillo fuera lo más placentera posible. Una vez Franco tiraba para Burgos, los detenidos volvían a sus casas. La escena era tan cotidiana, que algunos de los sospechosos habituales acudían voluntariamente a comisaría: “Oigan, que viene Franco, aquí me tienen”,
Cada vez que llegaba Franco, los pelotas franquistas que gobernaban la ciudad preparaban con esmero los aposentos para Su Excelencia. En cierta visita, lo acomodaron en varias estancias preparadas a tal efecto en el Museo de Bellas Artes. A algún lumbreras se le ocurrió la idea de ponerle un lavabo hipermoderno en el que el agua saliera de forma automática cuando Franco acercara las manos, con una especie de célula fotovoltaica de la época que evitara que tuviera que darle al grifo como todo hijo de vecino. Los currelas estuvieron probándolo con ardor patrio y funcionaba una y otra vez. Cuando Franco fue a lavarse las manos después de hacer orín, no salía agua del grifo. “No se podía lavar las manos el cabrón”, cuenta mi padre mientras se parte la caja.
En ese mismo museo en el que dormitaba Franco vivía en una pequeña edificación un empleado de la Diputación de Álava con cierta afición al bebercio, la jarana y las broncas nocturnas. Como otras muchas noches, el liante regresaba a casa después de agenciarse un generoso rosario de vinos. Y como otras muchas noches lo hacía pegando voces. Al acercarse a su casa en el museo, el follonero fue reducido por varios agentes de la Policía alarmados ante el riesgo de que Su Excelencia despertara sobresaltado de sus dulces sueños antijudeomasónicos. A duras penas pudieron hacer callar al parrandero que chillaba que aquella era su casa y que no le vinieran a tocar las santas narices.
En casa, mi padre nunca llamaba a Franco por su nombre. Lo llamaba Paco el Rana o Patascortas. Después de haber soportado la dictadura durante su juventud -y las consiguientes clases de formación del espíritu nacional en las que podías escribir cinco folios sobre la última película que habías visto porque los falangistas eran tan vagos que no corregían los exámenes y los aprobaban a peso-, el humor era su forma -y el de otra mucha gente de su generación- de ciscarse en el fascista omnipotente que los había gobernado durante años.
Ahora que el Gobierno de Pedro Sánchez ha aprobado la exhumación del Generalísimo sólo espero que por respeto a todos los españoles que sufrieron la dictadura de Franco, el Gobierno permita a Ferreras hacer un especial desde el Valle de los Caídos, y cuando saquen a la momia del mausoleo se les caiga al suelo y se le bajen los pantalones sin querer y que toda España vea en directo el precioso culo blanco de Francisco Franco Bahamonde.
En casa, mi padre se emocionaba cuando escuchaba La Marsellesa y se descojonaba recordando la muerte de Franco. Especialmente graciosa le parecía la expresión “el equipo médico habitual” a la que hacían referencia los medios franquistas para informar de la evolución del enfermo. Con “el equipo médico habitual” había mucho cachondeo en aquellos días que Franco la estaba espichando.
Pero las risotadas de verdad llegaban cuando mi padre rememoraba la historia que había circulado en su día -no sé si es cierta o no- de que a Franco le pilló uno de sus penúltimos achuchones en el Pardo y lo tuvieron que trasladar a trompicones en una alfombra a un quirófano que habían improvisado en su residencia, y además se les fundieron las luces y llamaron al electricista del pueblo y casi se les muere Franco allí mismo. Una agonía muy dicharachera para el caudillo de España por la gracia de Dios, que decían las monedas de la época.