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¿Pero qué os pasa en Madrid?

Hubo un tiempo en el que los que no somos de Madrid queríamos vivir en Madrid, aunque solo fuera para ver nevar cuando los locutores de la radio dicen con orgullo apocalíptico que está nevando en Madrid.

 

Madrid era ese lugar al que aspirábamos como el que quiere cumplir los 18 para conducir o para no tener que agarrarse una curda de kalimotxo con un DNI falso. Los amigos que habían conseguido instalarse en Madrid volvían los fines de semana -los pocos fines de semana que volvían los muy cabrones- para contarnos que sus sueños se iban cumpliendo o seguían rellenando el álbum de los fracasos que sabían casi mejor que cualquiera de nuestros triunfos, y nos aclaraban que una buena farra no era cenar merluza y tomarse unos gintonics sin levantarse de la mesa. Eso es de tristes. De vascos tristes, por ser más precisos. 

 

De alguna forma, Madrid era esa ciudad por la que podías pasear sin conocer el apellido de nadie y donde quizás terminarías publicando la gran novela de tu generación o una tesis revolucionaria sobre física cuántica. O donde simplemente pasarías un buen rato. Madrid era para nosotros, idealizada como la teníamos, una ciudad de oportunidades en la que el pasado se dejaba a la entrada como el revólver en algunos pueblos del Oeste.

 

Todo esto parece historia, salvo alguna cosa y lo de tirar bien las cañas.

 

Leo que en Madrid el metro va a pedales, que los árboles se caen y las librerías desaparecen como las imágenes de la familia de Marty McFly. Y que algunos periodistas económicos se hacían los longuis cuando los banqueros maquinaban sus pufos, mientras los políticos del PP se jugaban la Sanidad y la Educación en el casino de los intereses creados. Hasta IU tiene un sector Bankia, Tomás Gómez es Tomás Gómez y las calles están llenas de tertulianos. 

 

Decía Azaña que Madrid es un poblachón mal construido en el que se esboza una gran capital, y quizás todo empezó a desmoronarse cuando Madrid empezó a ser una gran capital en la que el poblachón se esbozaba a duras penas. Madrid quiso jugar a ser París o Nueva York, y a copiar lo peor de Barcelona, ese parque temático de guiris que arrasa con todo lo no sea cool y susceptible de salir en la Lonely Planet. La resaca ha sido brutal y el relaxing cup of café con leche ha terminado con decenas de indigentes in Plaza Mayor.

 

Madrid, probablemente, se fue demoliendo en los reservados de esos restaurantes caros frecuentados por una oligarquía más chusca que oligarquía. A golpe de tarjeta black y mamoneo en el palco del Bernabéu, se le fue poniendo a Madrid cara de Esperanza, Gallardón y Nicolás, y ya no sorprende a casi nadie que en Telemadrid salga Podemos junto al hacha y la culebra de la ETA. En Madrid la basura se amontona en las esquinas y en las instituciones. 

 

Evidentemente, a este razonamiento se le podría responder con un “¿pero qué os pasa a los vascos?”, y a los vascos nos ha pasado que de no poder vivir en Madrid nos hemos traído Madrid a casa, y como ocurre en los bares madrileños, en Euskadi tampoco nos van a dejar salir con una cerveza a la calle a tomar el fresco. A buenas horas, Malasaña.

 

P.D.: Arregladlo rápido, por favor. Lo de los cubatas en vaso de tubo, también.

Hubo un tiempo en el que los que no somos de Madrid queríamos vivir en Madrid, aunque solo fuera para ver nevar cuando los locutores de la radio dicen con orgullo apocalíptico que está nevando en Madrid.