Este blog pretende ser la primera ventana a la publicación de los futuros periodistas que ahora se están formando en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la UPV/EHU. Son las historias que los propios estudiantes de periodismo proponen a nuestros lectores.
Sin patria y sin techo: 613 inmigrantes que llegaron con un sueño viven en las calles de Bilbao
Cae el sol. Las calles bilbaínas se van vaciando, solo se oye el soplo del frío viento y el gorjeo de las palomas. Aparentemente están desiertas, pero están ellos, siempre están ellos, las personas sintecho, 1.057 concretamente. Llegaron a Bilbao pensando que era el paraíso en la tierra, pero pronto se dieron cuenta de que en el paraíso también se sufre. Duermen en cajas de cartón que se encontraron en la basura y se tapan con una fina manta que algún alma caritativa les ha donado, o quizás una ONG.
Se escucha el ruido del personal de limpieza pública. Ese es su despertador. Saben que tienen que levantarse y guardar sus pertenencias, les basta con una mochila. Toda su vida entra en ella.
“Me esperaba otra cosa, al llegar al primer mundo. Estuve un año viviendo en el bosque, nadie preguntaba por mí. Sentía que no le importaba a nadie. Cuando hablo con mi familia tengo que decirles que estoy bien, que estoy viviendo un sueño. Tengo que mentirles y mentirme a mí mismo”, expresa Allika, con los ojos rojos. Allika es marroquí, llegó hace cuatro años a España y lleva un año en Bilbao, un año viviendo en las frías calles y en los oscuros bosques bilbaínos.
Adham, un hombre de origen marroquí recuerda una anécdota que le marcó durante los meses que estuvo viviendo en las calles: “Había una familia, la chica tenía 22 años y estaban con un bebé y nadie les podía acoger. Les tuvimos que pagar el hotel, sólo nos alcanzaba para pagarles tres días”. También cuenta la situación en la que se encuentra un sintecho al que él considera amigo: “Él es ciego de un ojo, y con el otro ve gracias a una lentilla. Está enfermo, tiene dislocado el hombro y nadie nos ayuda, ni siquiera las autoridades”. Además, Adham sabe mejor que nadie la impotencia que sienten las personas que noche a noche solo tienen la compañía del viento y de las palomas.
Cuando hablo con mi familia tengo que decirles que estoy bien, que estoy viviendo un sueño. Tengo que mentirles y mentirme a mi mismo
Miles de inmigrantes llegan a Bilbao con la esperanza de tener un futuro mejor, tener una oportunidad para alcanzar una vida digna. Su único objetivo es conseguir un buen trabajo y estudiar. Cuando llegan se encuentran con una realidad muy distinta a la que habían soñado. El idioma es diferente, no conocen nada ni a nadie, la soledad es su única compañera y nadie les da una oportunidad de prosperar. Es como si la vida se empeñara en ponerles la zancadilla una y otra vez. Aun así, hay muchos casos en los que estas caídas les motiva a superarse y decir: “Hoy es nuevo día, el sol volvió a salir y yo hoy estaré más cerca de mis objetivos. He logrado llegar y voy a luchar por lo que he venido”, se repetía continuamente Adham para no derrumbarse.
Las personas sintecho simplemente buscan una oportunidad para salir adelante y dejar de dormir en la intemperie. Según el Instituto Vasco de Estadística, Eustat, la población extranjera residente en Euskadi actualmente alcanza los 185.000 habitantes, el 8,4% de la población total. Desde 2016 la población extranjera no ha hecho más que aumentar en la comunidad autónoma. Aunque hay que destacar que el pasado año, 2021, hubo un cambio a este patrón, descendió un poco más de .2000 personas. Se debió a la pandemia. La suerte no siempre sonríe a quienes buscan un futuro mejor. Para algunos de ellos, la calle es su única opción. En el caso de Bilbao, la ciudad más poblada de la comunidad, 613 de los 1.057 personas que duermen en las calles son extranjeras. Según Eustat, de esos 613 extranjeros, más de la mitad son marroquíes.
Administrativos vs. voluntarios
Ante este problema social, el Ayuntamiento de Bilbao, coordinado con el Gobierno vasco, busca soluciones para reducir este número. Con este objetivo, se han considerado cuatro contextos diferentes. El primero es crear espacios para una breve estancia, pensado fundamentalmente para personas transeúntes, en los que se atienden las necesidades derivadas de la movilidad y a situaciones de crisis puntuales. El segundo se centra en grupos diferentes que necesitan un alojamiento de duración intermedia. Va dirigido a aquellas personas que tienen la necesidad de resolver temporalmente el problema de la falta de hogar para poder plantearse procesos de cambio en su situación de exclusión social. El tercero va dirigido a personas que necesitan un alojamiento de larga duración en “pisos de autonomía”, destinados a consolidar procesos de incorporación social. Por último, están los “pisos de supervivencia”, orientados a resolver el alojamiento del núcleo duro de la calle.
Si bien es cierto que existen ayudas para estas personas, acceder a ellas es un proceso largo y complicado, hay poco espacio para la gran cantidad de desamparados que hay actualmente. “Sólo te puedes quedar tres días y luego te tienes que marchar, y para volver a solicitar entrar al albergue tienen que pasar tres meses”, revela decepcionado Allika.
A pesar de que la burocracia les dificulta acceder a estos pisos o albergues, en lo que coinciden las personas ‘sin hogar’ es en la gran generosidad del pueblo bilbaíno, demostrando que no son indiferentes ante estas personas que necesitan ayuda. “Los bares de la zona te invitan a desayunar o comer. Las personas que se están tomando un café te miran y te preguntan si quieres tomar algo, un café o un té”, explican agradecidos los migrantes que hacen fila para obtener información sobre la ONG Ongi Etorri Errefuxiatuak, ubicada en Pilota Kalea. “Eso nos hace sentir que importamos y que entienden por lo que estamos pasando”.
Racismo, sinónimo de desconocimiento
“Me acuerdo cuando vi por primera vez a Ashraf, era jovencito y tenía una pinta de malote, no quería cenar, porque no quería molestar. Entonces le dije que se sentara con nosotros y al final acabó cenando. Pasó una hora y le grabé un vídeo a este chico que tenía unas pintas de malo jugando a la 'play' con mi hijo. Al final solo es un niño que ha sufrido”, relata Jesús Barcina Burgui, voluntario de la plataforma Ongi Etorri Errefuxiatuak. El desconocimiento, el miedo a lo diferente y los prejuicios son pilares fundamentales para incrementar el racismo. El recelo ante estas personas es algo que se tiene interiorizado, pero como destaca Barcina desde su propia experiencia, a la mayoría de las personas se les caen todas las barreras en cuanto las conocen y se acercan a ellas.
En cuanto al racismo, la sociedad vasca se denomina abierta y tolerante, obtiene un 72,7 de 100 puntos en la escala BOPI (Basque Open-mindness Index), lo que significa que tienen actitudes abiertas e inclusivas. No todos los datos son, sin embargo, igual de positivos. Según una encuesta asociada al estudio ‘Discriminación y diversidad en la CAE: perspectivas, ámbitos y colectivos’ elaborado por el observatorio Ikuspegi en colaboración con el Departamento de Igualdad, Justicia y Políticas Sociales y la Universidad del País Vasco, el 24,4% de la población declara haber sido discriminada.
Historias de superación
Salaheedine (Rabat, 20 años) e Ismael (Bereber, 24), pueden contar en primera persona que la solidaridad y la ayuda existen. Ambos llegaron a España en diferentes épocas desde distintos puntos de Marruecos. Los dos jóvenes estaban conectados desde antes de conocerse, ambos tuvieron que cruzar de una manera u otra la valla de Melilla. El miedo, la incertidumbre, la soledad y el peligro de vivir en la calle era algo que les acompañó durante todo su trayecto hasta llegar a Euskadi, viviendo cada uno su propia odisea. Sufrieron mucho, reconocen, incluso estando en Bilbao. Tanto Salaheedine como Ismael, al igual que Allika y Adham, estuvieron meses viviendo en las calles bilbaínas hasta que la vida recompensó su valentía y optimismo con un “golpe de suerte”.
Encontraron a personas que se convertirían en su familia vasca. Ismael encontró a sus “abuelos”, un matrimonio de tercera edad que lo acogió durante meses: “Yo no tengo abuelos y cuando los conocí me sentí como que ahora tengo abuelos de nuevo, compartimos todo”. Salaheedine, halló a una familia que se convertiría en la suya: “Me sentí en familia con Jesús, Cristina y sus hijos, me ayudan mucho, me lo paso muy bien con ellos, son muy majos”.
Cuando llegué aquí me sentí igual de acogido que en mi casa. Los considero como una familia, siempre me han apoyado, todos los que están alrededor de mí
Salaheedine e Ismael se conocieron por Jesús y Cristina, un matrimonio voluntario que acoge a personas que viven en situación de calle. Jesús Burgui milita desde hace 18 años en ‘Por un Mundo Más Justo’, un partido que lucha por una política más humana y más respetuosa con los Derechos Humanos. Tiene 51 años y está casado con Cristina, juntos construyeron una vida en que la inquietud sobre los temas sociales ha estado presente en cada momento. Cuando empezó toda la crisis migratoria del mediterráneo, en 2016, vieron todo el sufrimiento humano y se dieron cuenta de que había mucho por hacer y luchar para que se cumplan los derechos básicos de las personas. Desde ese momento emprendieron un nuevo objetivo y decidieron ponerse manos a la obra.
Se unieron hace seis años a Ongi Etorri Errefuxiatuak y muy pronto empezaron a acoger a personas que llegaban de todas partes del mundo. Su única intención es ayudarles y que puedan salir adelante, darle la oportunidad que muchos les negaban. “Cuando llegué aquí me sentí igual de acogido que en mi casa. Los considero como una familia, siempre me han apoyado, todos los que están alrededor de mí. A veces me siento solo, pero pienso en estas personas que no son mi familia y están aquí conmigo”, explica Ismael.
“Espero que siempre nos vengan a visitar, aunque sea de vez en cuando. Cuando tengan hijos ampliaremos la familia”, comenta alegremente el matrimonio con una sonrisa de oreja a oreja. Entre ellos han creado un lazo especial, han creado una nueva familia.
Cae el sol. Las calles bilbaínas se van vaciando, solo se oye el soplo del frío viento y el gorjeo de las palomas. Aparentemente están desiertas, pero están ellos, siempre están ellos, las personas sintecho, 1.057 concretamente. Llegaron a Bilbao pensando que era el paraíso en la tierra, pero pronto se dieron cuenta de que en el paraíso también se sufre. Duermen en cajas de cartón que se encontraron en la basura y se tapan con una fina manta que algún alma caritativa les ha donado, o quizás una ONG.
Se escucha el ruido del personal de limpieza pública. Ese es su despertador. Saben que tienen que levantarse y guardar sus pertenencias, les basta con una mochila. Toda su vida entra en ella.