Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.
Humanistas contra tecnócratas, la película
Cualquier persona que haya analizado mínimamente la mecánica de las organizaciones humanas se habrá sorprendido del enorme caudal de tiempo y esfuerzo que estas dedican a analizar su propio funcionamiento y a comentar (o a cotillear, a mascullar o a quejarse de) su propio devenir. Basta pegar la oreja a la charla entre un grupo de sanitarios, militantes de un partido, funcionarios de un ministerio o profesores, para descubrir un apasionante mundo de recelos, pugnas internas, antigüedades, horarios, libranzas, promociones, complementos y así. Alguna vez hablan de su trabajo propiamente dicho, pero suele ser más raro. Como ocurre con las conversaciones entre embarazadas y ocurría antes con el relato del servicio militar (dos grandes chapas por excelencia) todo lo que se suele contar sobre los asuntos en sí mismos es más bien poco, lo que importa es la descripción del ambiente y el relato de los personajes. (¿He dicho ya que somos monos narrativos?).
Uno de estos grupos jeremíacos lo componen los profesores de Humanidades, que desde la Edad Media (o antes) vienen sufriendo el descrédito de sus materias (el Trivium y lo trivial) y tratan de contrarrestarlo describiendo las fulgurantes apariciones estelares de sus respectivas ramas del saber en el panorama intelectual de la Humanidad. Grandes revoluciones intelectuales que, con su habitual modestia y dominio de la herramienta, califican de renacimientos, edades de oro, nuevos clasicismos, nuevos renacimientos, edades de plata, modernisismos, ultravanguardias y todo así. Mientras tanto, los grises y torvos científicos, arrastrándose por el barro de lo real, se limitan a inventar la rueda, la pólvora, la máquina de vapor, la luz eléctrica, el automóvil, la penicilina, el transistor, internet, el ordenador de bolsillo y, en general todas esas cosas rastreras que nos alejan del Espíritu y nos acercan al Dinero. El reaccionarismo contrailustrado que para abreviar llamamos Romanticismo los clavó en nuestra retina: son los creadores de monstruos, gólems y robots; los Frankestein que generan nuevas criaturas, desatan el terror nuclear e inyectan (¡oh, grandísimo horror!) ADN en nuestros filetes y nuestros tomates mientras los humanistas tocan el violín, componen una oda y reflexionan sobre si lo que es lo es por sí mismo o porque lo pensamos.
Esta lucha singular no acabará nunca y hay que reconocer que los generadores de metáforas manejan con mayor destreza su principal herramienta de trabajo (sólo los astrónomos pueden competir generando belleza y vendiendo sueños).
Hace unos días, en otra irrelevante escaramuza de esta secular batalla, el filósofo José Luis Pardo, en un artículo de El País, trataba de rebatir el «consenso universal acerca de que las carreras de ciencias exigen un mayor esfuerzo que las de humanidades», olvidando la máxima (en el fondo no leen a los clásicos) que en el último suspiro transmitió su avunculus a Spiderman: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad». Sí, las carreras de ciencias son más difíciles de aprobar porque al mal médico se le mueren los pacientes y al mal ingeniero se le caen los puentes, mientras que el mal filósofo, el mal historiador o el mal filólogo pueden seguir publicando en letra de molde sus artículos anfibios sin que pase nada y sin que nada importe. Un mal químico la caga y envenena de plomo a toda la humanidad; un mal filósofo la cisca y le publican un paper en un congreso de cejijuntos que le da puntos Travel para la promoción interna.
El imprescindible Jon Juaristi, en un artículo de ABC, aporta avituallamiento intelectual al artículo del filósofo y sin querer acarrea un enorme cargamento de piedras contra el propio tejado. Dice que la política oficial desalienta el estudio de las humanidades porque estas «han perdido su relación con el Dinero» (las mayúsculas son mías, que tras ver jugar a Schürrle y Schweinsteiger me estoy volviendo germanófilo) y porque «no existe una demanda laboral de titulados de humanidades».
Cómo se nota que las Facultades humanísticas no realizan asesoramiento laboral ni seguimiento de sus licenciados. Su tarea en los buenos tiempos se ha limitado a la adquisición a buenos precios y al acarreamiento con coste subvencionado de la materia prima (estudiantes) para la producción churresca de un producto (licenciados) sin demanda social. Las salidas laborales de estos finísimos intelectuales (para quienes, como es sabido, no hay misterio en la influencia de la yod en las vocales tónicas ni en el debate sobre la angustia de la libertad) están en cualquier arte y oficio, y pueden verse grandes periodistas escayolistas, extraordinarios filósofos taxistas y enormes historiadores reponedores de supermercado, trabajándose la Historia desde dentro. Ahora, en los malos tiempos, cuando sólo estudian filología indoeuropea cien zumbados con auténtico tesón y afición (cien zumbados que encontrarán salida laboral porque encontrarán la necesaria relación con el Dinero, o sea, con su vida) crece el dulce lamentar de los pastores porque nadie hizo lo que tenía que hacer aprovechando la famosa Autonomía del invento: ordenar el negocio para que fuera útil para los estudiantes, eficaz en el cumplimiento de sus objetivos, excelente en sus productos y sostenible en el tiempo para mantener sus investigaciones imprescindibles para la elevación de la Humanidad a un estadio superior (que no era el de Maracaná). O sea para cumplir más o menos con lo que le pedimos al pan del panadero y al vino del bodeguero. Claro que también es verdad que estos se dedican a alimentar el cuerpo, es decir, a la materia, e incurren en el Comercio y en el trato con el Dinero, mientras que los sacerdotisos de las Humanidades dedican sus esfuerzos al Espíritu, se alimentan de mónadas, viajan en carros alados arrastrados por musas y quimeras y su blando ejercicio de amejoramiento y estilización de las masas bien puede ser eternamente alimentado por la beneficencia del Estado. Que le pidan Resultados a la Ciencia porque, ¿quién puede medir y evaluar al Espíritu?
Venga, pueden seguir hablando de sus cuatrienios.
Cualquier persona que haya analizado mínimamente la mecánica de las organizaciones humanas se habrá sorprendido del enorme caudal de tiempo y esfuerzo que estas dedican a analizar su propio funcionamiento y a comentar (o a cotillear, a mascullar o a quejarse de) su propio devenir. Basta pegar la oreja a la charla entre un grupo de sanitarios, militantes de un partido, funcionarios de un ministerio o profesores, para descubrir un apasionante mundo de recelos, pugnas internas, antigüedades, horarios, libranzas, promociones, complementos y así. Alguna vez hablan de su trabajo propiamente dicho, pero suele ser más raro. Como ocurre con las conversaciones entre embarazadas y ocurría antes con el relato del servicio militar (dos grandes chapas por excelencia) todo lo que se suele contar sobre los asuntos en sí mismos es más bien poco, lo que importa es la descripción del ambiente y el relato de los personajes. (¿He dicho ya que somos monos narrativos?).
Uno de estos grupos jeremíacos lo componen los profesores de Humanidades, que desde la Edad Media (o antes) vienen sufriendo el descrédito de sus materias (el Trivium y lo trivial) y tratan de contrarrestarlo describiendo las fulgurantes apariciones estelares de sus respectivas ramas del saber en el panorama intelectual de la Humanidad. Grandes revoluciones intelectuales que, con su habitual modestia y dominio de la herramienta, califican de renacimientos, edades de oro, nuevos clasicismos, nuevos renacimientos, edades de plata, modernisismos, ultravanguardias y todo así. Mientras tanto, los grises y torvos científicos, arrastrándose por el barro de lo real, se limitan a inventar la rueda, la pólvora, la máquina de vapor, la luz eléctrica, el automóvil, la penicilina, el transistor, internet, el ordenador de bolsillo y, en general todas esas cosas rastreras que nos alejan del Espíritu y nos acercan al Dinero. El reaccionarismo contrailustrado que para abreviar llamamos Romanticismo los clavó en nuestra retina: son los creadores de monstruos, gólems y robots; los Frankestein que generan nuevas criaturas, desatan el terror nuclear e inyectan (¡oh, grandísimo horror!) ADN en nuestros filetes y nuestros tomates mientras los humanistas tocan el violín, componen una oda y reflexionan sobre si lo que es lo es por sí mismo o porque lo pensamos.