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Año Unamuno
Los territorios de la historia son siempre traicioneros y escarpados cuando se transitan desde el sectarismo. En sus trampas cae todo el mundo político, pero especialmente quienes tienen a la historia –vista a su acomodo: solo en lo que valga para sostener sus tesis- como una de las bases de su doctrina. El último tropezón lo dio hace unos días una edil ‘hachebita’ en el Ayuntamiento de Bilbao a cuenta de Don Miguel de Unamuno. La cosa iba de enaltecimientos: se proponía por parte socialista enaltecer al pensador bilbaíno convirtiendo el que viene en el “Año Unamuno”. Llamó el proponente al rector de Salamanca “icono de la cultura bilbaína antes del Guggenheim”, lo que provoca una estupefacción semejante a escuchar, por ejemplo, “Chillida, icono de San Sebastián después de La Concha”. Son ciertas las dos afirmaciones, pero confunden.
La cosa es que la concejala dijo que Unamuno no era un liberal y sí, por el contrario, alguien que despreciaba el euskera, a Euskal Herria y, “en las últimas etapas de su vida”, la libertad y la democracia.
Unamuno vivió setenta y dos años, pero, siendo como era, viviendo la mitad ya hubiera generado el mismo montón de papel, de ideas y de ruido. Un tipo hierático que no paraba quieto, por no dejar de pensar y de escribir. Analista y reflejo a un tiempo de la profunda crisis de la modernidad en el pliegue de los siglos XIX y XX. Agudísimo pensador, pero también contradictorio hasta las cachas, en muchas de sus expresiones filosóficas –no en lo profundo de ellas- y en la espuma de las mismas: en sus posicionamientos y comentarios en la prensa y en la política.
Se puede recorrer con él buena parte del abanico ideológico de aquel tiempo, con la excepción expresa del integrismo tradicionalista y de los modernos totalitarismos, al margen de su color. Republicano, socialista, anarquista, conservador reactivo, liberal, tuvo también una mocedad marcada por la crisis del 76, de la definitiva ‘abolición foral’. Su primer artículo publicado, “La unión constituye la fuerza”, en El Noticiero Bilbaíno, en diciembre de 1879 –con quince años-, es de un candoroso romanticismo vascongadista. La concejala de Bildu, puesta a quedarse con algo, podía haberlo hecho con una frase de aquella pieza: “Cuando un pueblo, una raza, una nación desaparece, no es por aniquilamiento, es por desunión”.
Don Miguel se fue para Madrid antes de dejar ese artículo en la imprenta, con la idea de escribir una historia del País Vasco, que finalmente encontró sitio en su tesis doctoral: ‘Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca’. El problema es que para entonces el púber “romántico euscalerríako” había tropezado en el Ateneo y en la universidad (1883) con peligrosos profesores krausistas que le educaron en el rigor científico y en el racionalismo positivista. Por ello, Unamuno resolvió apartar todas las leyendas construidas en torno al vascuence y a su consideración de alma del pueblo vasco. Con todo, aquel poso de sentimentalismo que ahora apartaba la razón regresó de diversas formas a su pensamiento futuro. Así, entre 1896 y 1906 publicó sendos artículos donde se mostró partidario de lo que hoy llamaríamos un “socialismo vasquista”. Allí se preguntaba si no “cabría traducir el socialismo al espíritu vasco” ya que “no hay modo de hacer fructificar una doctrina, por universal que sea, sino ingertándola (sic) en sentimientos locales”.
Interesante, ¿verdad? Unamuno da para casi todo si se le compra solo un trozo de su pensamiento y expresión. Haciéndolo con decencia intelectual, da para dar la razón a tirios o a troyanos; si se hace sin ella o con ignorancia, la cosa permite hacer de él poco menos que un fascista, como decía la edil ‘hachebita’. Pero esto es justo lo que no fue, dentro de todas las cosas, etiquetas y posicionamientos contradictorios que acogió en su vida… con perfecta coherencia con el pulso de su pensamiento y reacción a la realidad de cada instante. “Con la fecha debajo de cada pronunciamiento”, que decía Savater.
Contra lo que dice la nota oficial del grupo municipal de Bildu, Unamuno fue un liberal. Arisco, altanero, sabedor de su valía, poco amable, pero liberal. Liberal por beber de la filosofía de ese signo en los años profundamente antiliberales que le tocó vivir. Liberal porque adoptó esa posición política cuando la deriva apuntaba a sumarse a cualquiera de las dos grandes facciones totalitarias, antiliberales, de los años treinta. Liberal por oponerse temprano a una dictadura corporativa e incluso por enfrentarse a un mutilado militar africanista y ya para entonces fascista.
Se puede ser liberal, como Unamuno, y tener ideas propias sobre la relación de las lenguas con sus hablantes. Una y otra cosa no tienen que ver. Se puede estar contra el ‘Año Unamuno’ porque desconcierte tanta contradicción aparente en una sola persona, pero no porque no sea un bilbaíno universal, no porque supiera decir en lengua vasca lo que opinaba del rol de ésta en aquel turbulento ‘fin de siecle’ y menos porque fuera un “antivasco”, aquel que siguió siendo en el fondo tan sensible al romanticismo del terruño. Y sobre lo de liberal, ¿que nos puede enseñar la izquierda abertzale de eso?
Los territorios de la historia son siempre traicioneros y escarpados cuando se transitan desde el sectarismo. En sus trampas cae todo el mundo político, pero especialmente quienes tienen a la historia –vista a su acomodo: solo en lo que valga para sostener sus tesis- como una de las bases de su doctrina. El último tropezón lo dio hace unos días una edil ‘hachebita’ en el Ayuntamiento de Bilbao a cuenta de Don Miguel de Unamuno. La cosa iba de enaltecimientos: se proponía por parte socialista enaltecer al pensador bilbaíno convirtiendo el que viene en el “Año Unamuno”. Llamó el proponente al rector de Salamanca “icono de la cultura bilbaína antes del Guggenheim”, lo que provoca una estupefacción semejante a escuchar, por ejemplo, “Chillida, icono de San Sebastián después de La Concha”. Son ciertas las dos afirmaciones, pero confunden.
La cosa es que la concejala dijo que Unamuno no era un liberal y sí, por el contrario, alguien que despreciaba el euskera, a Euskal Herria y, “en las últimas etapas de su vida”, la libertad y la democracia.