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En los primeros días del confinamiento motivado por la pandemia del coronavirus más de siete mil personas mayores, ancianos sin seguro médico privado en su inmensa mayoría, murieron en las residencias públicas para la tercera edad de la comunidad de Madrid, solos, sin asistencia médica, gritando desesperadas súplicas nunca atendidas y buscando angustiosamente una brizna de oxígeno en un intento, último y desesperado, de hallar algo de aire con el que mantenerse vivos, como si fueran peces boqueando en la cubierta gallega de la lancha de un narcotraficante.

La persona que provocó que estas personas se despidieran de este mundo de una manera tan dolorosa, tan indigna, tan humillante, todos los días, en todos los medios de comunicación, tiene por costumbre hablar a los ciudadanos de este país de cómo hemos de habitar nuestro pequeño mundo. No hay tribuna pública donde no diserte de cómo hemos de construir la convivencia en un país, según ella, libre, católico, medieval, despojado de desarrapados que no han adquirido las suficientes habilidades sociales para disfrutar de un ático en el centro histórico de la capital, además de mostrarse demasiado proclives a relacionarse con gente que todavía no ha comprendido que los españoles ansiamos mucho más las cañas de cerveza que la justicia social.

La bondad es el primer síntoma de inteligencia. La maldad, sin embargo, es de una monotonía mediocre, tediosa, rutinaria. No llama demasiado la atención porque nos hemos acostumbrado a ella del mismo modo que con el transcurrir de los años nos acostumbramos a que las entidades financieras no devuelvan el dinero de su rescate o a vivir dentro de las pantallas renunciando a nuestra vida social y así de renuncia en renuncia renunciamos a la verdad de los hechos para acomodarnos a las mentiras que nos resultan más confortables. Murieron solos. Murieron desamparados. Murieron como nadie quisiera morir. Pero nadie les recuerda. Nadie les procura justicia. Tal vez porque la responsable de que murieran de tal manera controla una ingente cantidad de medios de comunicación que parecen más preocupados de mostrarnos las dudosas cualidades de la lideresa charlatana que de los ancianos que condenó a una muerte tan indigna.

La desfachatez es un síntoma de inmoralidad. Más teniendo poder. Pero hace tiempo que la moralidad pública que demandamos a nuestros dirigentes políticos depende tan solo de nuestra filiación política: la cárcel para los contrarios si no se santiguan al salir de casa, pero los nuestros como si acuchillan niños vietnamitas que no hay cárcel para ellos sino medallas...

En esta época de desinformación, la verdad la modificamos de tal modo que hay personas que están íntimamente convencidos de permanecer siempre jóvenes, ignorando que si en este mundo tenemos algún porvenir no es otro que el de llegar a viejos. Por si acaso logro tal hazaña, en mi testamento vital he dejado dispuesto que mis deudos, dios les procure la fortuna de una vida larga, próspera y plena de carcajadas, que en mis últimos días no me asista un sacerdote para que me libre de la condenación eterna en las calderas de Lucifer, sino de Isabel Diaz Ayuso.