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Europa se debate entre ser o no ser
He leído con atención, y algo de desolación, el denominado Libro Blanco sobre el futuro de Europa presentado por Jean-Claude Juncker en su calidad de presidente de la Comisión Europea. El documento Juncker presenta -después de un preámbulo con pretensiones de diagnóstico en formato Reader Digest- cinco posibles escenarios para el futuro de la Unión Europea. Un primer escenario plantea seguir como hasta ahora. El segundo sugiere concentrarse solo en el mercado interior. El tercero, que parece que es la opción preferida por sus impulsores ideológicos, propone construir una Europa a dos velocidades. El cuarto formula hacer menos, pero más eficazmente. Finalmente, un último escenario, improbable en las circunstancias actuales, supondría el salto federalista para formar los Estados Unidos de Europa.
La Europa a varias velocidades no es nada nuevo. De hecho, la Unión Europea lleva funcionando así muchos años. En el euro solo participan 19 de los 27 estados miembros. En el espacio Schengen participan 22 países de la UE, más otros cuatro que no forman parte de la Unión. Incluso el tratado prevé un procedimiento de mayorías reforzadas que de alguna manera consagra esta Europa de geometría variable. Es tan proceloso este procedimiento que, en los últimos años, el Consejo Europeo ha optado por firmar acuerdos o tratados intergubernamentales con el objeto de ser incorporados con posterioridad al acervo europeo. El Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), un instrumento para gestionar las crisis financieras de la zona euro, o el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria (Pacto Fiscal) son buenos ejemplos de ello.
Es, no cabe duda, un escenario realista, pero poco ilusionante y, para el ciudadano, un auténtico galimatías de acuerdos, siglas y organizaciones que les aleja cada vez más del proyecto europeo. Al querer superar la división norte-sur, ya se preocuparon los muñidores del proyecto que Mariano Rajoy y Paolo Gentilone (primer ministro italiano) salieran en la foto de la cumbre de Versalles, corremos el riesgo de crear una nueva fractura este-oeste, si los países del centro y del este se quedan al margen de las nuevas iniciativas europeas.
A mi juicio, la Europa a dos velocidades debilita económica y políticamente el proyecto común. Incluso podemos añadir que, como le gusta recordar a Joschka Fischer, ex ministro alemán de Asuntos Exteriores, es absurdo pensar que las Naciones-Estado de la vieja Europa puedan afrontar los problemas políticos, económicos y tecnológicos globales del siglo XXI. Cuando los economistas argumentamos que los países de la UE no tienen margen de maniobra para controlar su propia economía, ni escala para impulsar grandes proyectos industriales o tecnológicos, debemos señalar que Europa es precisamente la palanca que puede actuar como solución.
Lo que le falta al documento de Juncker es precisamente la ambición de integrar lo cultural, lo político y lo económico en el proyecto europeo. Los que nos educamos entre el catecismo y el materialismo histórico necesitamos certezas. Marx nos ayudaba cuando decía, en el célebre prólogo de Contribución a la crítica de la economía política, que la estructura económica es la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política, a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. En otras palabras, los mitos, valores y creencias, y las normas jurídico-políticas que de ellas emanan, están determinadas por las relaciones de producción y sirven para legitimar el sistema. Con el tiempo hemos aprendido que las cosas son algo más complicadas.
La historiografía moderna defiende que los valores condicionan las instituciones políticas y económicas y éstas afectan a la evolución de la economía. Nos da fe de ello, el ensayo precursor de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, las aportaciones de Daron Acemoglu sobre el papel de las instituciones en el desarrollo económico o las de David Hackett Fischer que ha documentado cómo las diferencias de valores de las distintas oleadas de emigrantes a los Estados Unidos entre los siglos XVII y XVIII generaron diferentes tipos de instituciones allá donde se establecieron.
Esto nos lleva a la cuestión de si existe una identidad cultural europea y cómo puede afectar ésta a la construcción europea.
El historiador Fernand Braudel decía que Europa se definió entre los siglos V a XIII. Una historia con siglos de pactos y alianzas entre monarquías. Una historia común - religiosa, literaria, artística, política -muchas veces trágica, plagada de guerras, acuerdos efímeros y revoluciones, que ha ido forjando la identidad europea. Hay quienes niegan la mayor. Son aquellos mismos que quieren destruir el proyecto europeo. Lo tiene claro, por ejemplo, el líder ultranacionalista húngaro, Viktor Orban, cuando declara que “no es fácil ser un buen europeo cuando eres al mismo tiempo centroeuropeo. Porque la Europa central tiene una historia diferente, diferentes tradiciones y diferentes valores tradicionales.”
No es para nada verdad. Basta leer el libro de Claudio Magris, El Danubio, para confirmar que tenemos una historia y fronteras comunes. La Mitteleuropa es el corazón de Europa. Estos países han actuado siempre como frontera geográfica (y mental, en el sentido que lo utiliza Tony Judt) frente al enemigo exterior. Y culturalmente, ¿quién puede negar la identidad europea de un escritor judío, Kafka, nacido en Praga que escribía en alemán? ¿O del reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el poeta polaco Adam Zagajewski? ¿O del Premio Nobel de Literatura, también polaco, Czeslaw Milosz? ¿O de la poetisa polaca Wislawa Szymborska y la escritora rumano-alemana Herta Müller, ambas también Premios Nobel? ¿O del músico húngaro Bela Bartov? ¿O de cineastas como Andrzej Wajda, Miklós Jancsó, Roman Polanski, Andrzej Żuławski o Béla Tarr? Y así podríamos seguir hasta la extenuación.
Revise la obra y biografía de todos ellos. Son parte de la historia de Europa. Solo alguien con una herida muy profunda podría haber escrito estos versos:
'Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.
Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres'
(Wislawa Szymborska, Fin y principio)
No puedo más que sentirme muy próximo a alguien que empieza su novela así: “Estoy citada. El jueves a las diez en punto. …Hoy llevo en el bolso una toalla pequeña, un cepillo de dientes y dentífrico. Y ningún pañuelo, porque llorar no quiero. …. Paul no intuyó cuanto miedo tengo de que Albu pueda llevarme a la celda que hay debajo de su despacho. … Al saludarme, Albu me besará la mano dejando en ella saliva, como siempre.” (Herta Müller, Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma).
Europa tiene una identidad marcada con claridad. El preámbulo del Tratado de Lisboa reconoce que el proceso de integración se ha inspirado en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa. Más adelante afirma, en el artículo 2, que la Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Y añade que estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres.
Independientemente de los malabarismos hechos por sus redactores para evitar una referencia explícita al cristianismo o a la ilustración, y de que muchos de estos valores no son exclusivamente europeos, estas declaraciones inciden en la idea de la diversidad y respeto al que no es, no habla o no piensa como nosotros.
Europa arrastra una herencia jurídica y política común: la Escuela de Salamanca, Maquiavelo, Tomás Moro, Descartes, Hobbes, Locke, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Hegel, Marx, Gramsci, hasta Altiero Spinelli a quien se cita en el mismo Libro Blanco de Juncker o los padres de la moderna construcción europea, forman parte de un mismo legado. Un hilo argumental largo y complejo pero cuya trazabilidad es posible rastrear.
También existe una tradición cultural común. Fácil de reconocer en la pintura, música o filosofía. También en la literatura, a pesar de la diversidad de lenguas. Esta diversidad es, lo hemos aprendido con el tiempo, una parte de nuestra riqueza. Incluso en el actual momento de uniformidad y de predominio de las nuevas tecnologías en el ámbito cultural (cine, música, moda,), la cultura europea, integrada en el ámbito de la civilización occidental, tal como entiende Samuel P. Huntington el concepto de civilización, se diferencia de la cultura norteamericana en numerosos ámbitos. Pensemos en nuestra posición sobre la abolición de la pena de muerte o el derecho a la posesión de las armas de fuego. Basta comprobar también la diferente articulación y modo de vida de las ciudades europeas y norteamericanas para añadir un elemento más de diferenciación.
Ciertamente, flaco favor hacen a este concepto de identidad europea las declaraciones de responsables de alto nivel, como las del holandés Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo, o las del ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble, poniendo en duda la fiabilidad de sus socios del sur, siempre tan poco trabajadores y tan dados a gastarse el dinero en “ licor y mujeres” o siendo capaces de considerar a Grecia, cuna de nuestra civilización, como una rémora para la Unión Europea y algo de lo que mejor sería desprenderse
Pero, en cualquier caso, todo esto es insuficiente. Disfrutar de una identidad común es una condición necesaria, pero no suficiente para construir Europa. Una identidad cultural común que no fuera capaz de traducir sus valores en resultados políticos no nos llevaría a ningún lugar. Hoy, sin embargo, tras mucho esfuerzo, disponemos de instituciones políticas asentadas. Hemos logrado que lo que nos une sea más que el mercado interior o la moneda única. La herencia no es, pues, tan mala. Muchas veces se trata de pequeñas conquistas, pero muy simbólicas. Para una generación ya algo mayor, cruzar las fronteras sin que nos pidan el pasaporte todavía nos asombra. Otras conquistas responden a proyectos con más carga de profundidad, como no tener que hacer cálculos con el tipo de cambio cuando pagamos en un restaurante de París, Berlín o Viena.
El programa Erasmus ha hecho mucho más que las grandes políticas y declaraciones por la cohesión y la integración europea. Ha contribuido a que una generación se sienta parte de Europa. Este sentido de pertenencia es la fuente que debe alimentar la defensa de las instituciones. Sirve, en definitiva, para legitimarlas. El Año Europeo del Patrimonio Cultural 2018 debiera ser una oportunidad para relanzar la idea de Europa desde esta perspectiva identitaria.
El contexto de la firma del Tratado de Roma en 1957, que dio origen a la Comunidad Económica Europea, más comúnmente conocida entonces como Mercado Común, era muy diferente del actual. El trauma de dos grandes guerras todavía estaba muy presente. Hoy la situación es distinta pero también muy compleja. Hemos sustituido las guerras mundiales por guerras económicas de las que Europa tiene difícil salir ganadora si no se presenta política, económica y culturalmente unida en la escena internacional.
Es irremediable que algo se avance. En el caso del euro, la integración fiscal y bancaria es necesaria para su buen funcionamiento. Así lo asume el reciente Documento de reflexión sobre la profundización de la Unión Económica y Monetaria presentado por la Comisión Europea. La política beligerante del presidente Trump en relación a la OTAN y sus aliados europeos probablemente obligue a adoptar una política de defensa europea más agresiva. A pesar de la polémica actual sobre el tratado CETA, la política de apertura comercial es una fuente de creación de riqueza y empleo. Hay quienes piensan incluso que el Brexit puede ser una buena oportunidad para mejorar la integración.
Parafraseando a Carlos Marx me atrevería a decir que la conciencia humana condiciona la conciencia social y ésta la estructura económica. Esto significa que habrá que pensar en construir Europa desde abajo, lejos de la consideración del proyecto europeo sólo como una idea de las elites intelectuales y políticas. El camino pasa por una mejor comunicación del proyecto europeo y sus ventajas, más democracia y participación y, en fin, menor desigualdad económica y social. La victoria de Macron en Francia y la nueva posición de Alemania abre una perspectiva muy sugestiva. No cabe duda que se presentan años apasionantes.
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