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El legado de Ordóñez
Cuando Javier Ordóñez Iribar, hijo de Gregorio Ordóñez, concedió por primera vez una entrevista dio testimonio de cómo ETA le arrebató a su padre. Y dijo: “Los únicos recuerdos que tengo, desgraciadamente, son lo que me cuenta mi familia, las personas que le conocieron, lo que sale en los libros que pueden estar en cualquier casa o incluso en la Wikipedia. Yo no tengo más que eso”. Leer esas líneas me partió el corazón.
25 años después del atroz asesinato de Gregorio Ordóñez, quienes vivimos los años más terribles del terrorismo en Euskadi guardamos un recuerdo imborrable de una figura política y social que fue capaz de liderar una revolución. Una revolución contra el miedo. Fue capaz de demostrar que un hombre con convicciones firmes y la voluntad de mejorar la vida de sus vecinos puede convertirse en un líder incuestionable para miles de personas. De izquierdas y de derechas. Nacionalistas y no nacionalistas. En 1995 Gregorio ya era un símbolo de servicio público que puso en jaque al independentismo más intolerante con palabras. La palabra frente al miedo.
Convirtió la política en un arma al servicio de la ciudadanía, al servicio de la resolución de los problemas de la gente de a pie. Sus vecinos así lo percibieron y le otorgaron su respeto. Y por eso le asesinaron. Porque se erigió en referente de la defensa de los intereses reales de las personas sin que le importase en absoluto a quién votaban esas personas, a quién rezaban o a quién besaban. Gregorio quería ayudar y anunció a los cuatro vientos que no permitiría que nadie entorpeciese el desarrollo de su tierra y de su gente. Nadie, ni si quiera ETA. Ahí despertó a la bestia, una banda criminal cuyo proyecto político totalitario se vio ensombrecido y ridiculizado por la voz sensata de un hombre que ya era un gigante.
Ese es recuerdo que muchos de nosotros tenemos de una figura política clave en la historia de la democracia española. Una figura sin la que no se entendería la importancia de la deslegitimación del terrorismo aunque no mate, la necesidad de aislar a los “pistoleros verbales”, como él les llamaba, para que estos no puedan sembrar la semilla de odio en una tierra que está harta de sangrar. Pero hoy el contexto es otro. Hoy, la ETA del pasamontañas y la pistola en mano ha sido derrotada y asfixiada por la democracia; pero eso no ha conllevado la muerte definitiva de una ETA que aún aspira a convertirse en referente moral, en ejemplo de compromiso con Euskadi y con los vascos. Esa ETA es alentada a diario por la izquierda abertzale, hoy envalentonada, blanqueada y con aspiraciones de configurar una memoria pública en la que etarras como Francisco Javier García Gaztelu, alias Txapote, sea recordado como un gudari merecedor de elogios y Gregorio Ordóñez, como un opresor.
“Los únicos recuerdos que tengo, desgraciadamente, son lo que me cuenta mi familia, las personas que le conocieron, lo que sale en los libros que pueden estar en cualquier casa o incluso en la Wikipedia. Yo no tengo más que eso”. Javier Ordóñez Iribar y una generación entera de jóvenes vascos nos está pidiendo a gritos que los demócratas no renunciemos a continuar la legítima lucha de Gregorio, una lucha que jamás bajaría los brazos ante la necesaria construcción de una memoria digna tras décadas de asesinatos selectivos. Una lucha que en Euskadi mantiene casi en soledad el PP vasco. Una memoria que debe mantenerse viva y activa ante los intentos sistemáticos de un mundo que todavía aspira a instaurar un proyecto político fundamentado en la intolerancia y en la legitimación del fanatismo más brutal.
*Amaya Fernández es secretaria general del PP vasco
Cuando Javier Ordóñez Iribar, hijo de Gregorio Ordóñez, concedió por primera vez una entrevista dio testimonio de cómo ETA le arrebató a su padre. Y dijo: “Los únicos recuerdos que tengo, desgraciadamente, son lo que me cuenta mi familia, las personas que le conocieron, lo que sale en los libros que pueden estar en cualquier casa o incluso en la Wikipedia. Yo no tengo más que eso”. Leer esas líneas me partió el corazón.
25 años después del atroz asesinato de Gregorio Ordóñez, quienes vivimos los años más terribles del terrorismo en Euskadi guardamos un recuerdo imborrable de una figura política y social que fue capaz de liderar una revolución. Una revolución contra el miedo. Fue capaz de demostrar que un hombre con convicciones firmes y la voluntad de mejorar la vida de sus vecinos puede convertirse en un líder incuestionable para miles de personas. De izquierdas y de derechas. Nacionalistas y no nacionalistas. En 1995 Gregorio ya era un símbolo de servicio público que puso en jaque al independentismo más intolerante con palabras. La palabra frente al miedo.