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Lento, pero seguro

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Leo a Irene Vallejo en 'El futuro recordado' un razonamiento que comparto plenamente: “En nuestras vidas ajetreadas nos apresuramos demasiado. Nos esforzamos en llegar a tiempo a nuestra siguiente meta. Con la vista siempre puesta en lo que sigue, malogramos el presente (…) Séneca pensaba que los días se deberían vivir uno por uno y aun minuto a minuto, sin impacientarse”.

¡Cuánta verdad! Vivimos en tal estado de excitación, pendientes de nuestro trabajo, de las relaciones sociales con el entorno, de la educación de nuestras hijas e hijos, de las vacunas, del indicador diario de contagios de nuestro municipio, de tantas cuestiones que al final nos retiramos a dormir completamente estresados/as, sin ganas de dialogar y pensando cómo será el día siguiente. Entramos en un torbellino incontrolable en el que cada vez ahonda más la sensación de tener una vida ajena, descontrolada de las cuestiones fundamentales que, como seres humanos, alguna vez, pensamos en completar. Hay quien lo llama la asfixia del vacío. Esa sensación de tener constantemente una actividad profesional o de ocio realizada o prevista que nos deja escaso tiempo para pensar, para confrontar, incluso para desperdiciar.

Y es que hemos topado con la palabra tabú: tiempo. Lo que se nos escapa entre los dedos, lo que anhelamos como si dependiera de otras personas, como si alguien se empeñase en robárnoslo, sin culpa por nuestra parte. Lo que pensamos inagotable, pero siempre acaba escapándose entre los dedos. Y es esa sensación de pérdida la que provoca decisiones precipitadas, confusas, escasamente elaboradas.

Recuerdo un relato de Isaac Rosa en su última obra, 'Tiza roja', real como la vida misma, que narra las peripecias de una mujer separada, madre de familia y periodista de profesión que llega tarde y mal a todos lados, a su trabajo, a recoger al crío de la escuela, a mejorar sus relaciones con las amistades. Por más que se empeña, no consigue cambiar rutina y se encamina tristemente hacia una depresión de caballo.

También con nuestros hijos e hijas optamos por mantener una velocidad de vida acelerada, inadecuada, carente de sentido, que acabamos transmitiéndoles. El resultado, el esperado: insatisfacción por las tareas realizadas, escasos momentos de reconocimiento, multiplicación de actividades extraescolares, angustias inadecuadas.

Y es que hemos topado con la palabra tabú: tiempo. Lo que se nos escapa entre los dedos, lo que anhelamos como si dependiera de otras personas, como si alguien se empeñase en robárnoslo, sin culpa por nuestra parte

El mundo educativo tampoco es ajeno a este ajetreo desestabilizante. Son cada vez más las y los educadores que sienten que su tiempo profesional se les escapa sin haber sido plenamente aprovechado; que el exceso de trabajo burocrático les impide completar su labor formativa; que los temarios inabarcables les privan de conocer mejor al alumnado con el que conviven; que la dureza de las calificaciones les aleja de las preguntas que quedan sin contestación; que las exigencias familiares les convierten en meros receptores/cuidadores de niñas y niños y no de seres humanos.

Es necesario frenar el ritmo, ralentizar el tiempo educativo. Estamos construyendo personas, no robots. Somos facilitadoras/es de oportunidades a nuestro alumnado, no cumplidoras/es exclusivas/os de unos temarios insufribles. Transmitir credibilidad en los aprendizajes que desarrollamos requiere de pausas, de espacios de experimentación y comprobación, de ensayos y errores. Trabajar intentando evitar que nadie se quede atrás, que cada cual reciba su parte formativa que mejore sus carencias de partida es una tarea ardua que requiere de paciencia administrativa y familiar. Educamos para la vida, no sólo para enseñar destrezas que les conviertan en profesionales futuros.

Como profesionales de la educación, tenemos la obligación de enseñar el valor real del tiempo: No se trata de trabajar despacio, a cámara lenta, sino de distribuir el tiempo educativo en base a la actividad pedagógica que cada cual necesite.

Hace ya más de una década, Joan Domenech realizó un alegato de la Educación lenta. Diseñó para ello quince instrucciones en las que condensaba los principios que debían modificar el ritmo educativo. “Educar para la lentitud -decía- significa respetar el ritmo de cada niño y el tiempo de aprendizaje”:

1. La educación es una actividad lenta.

2. Las actividades educativas tienen que definir el tiempo necesario para ser realizadas, y no al revés.

3. En educación, menos puede ser más.

4. La educación es un proceso cualitativo.

5. El tiempo educativo es global, y está interrelacionado.

6. La construcción de un proceso cualitativo debe ser sostenible.

7. Cada niño –y cada persona– necesita un tiempo sostenible para aprender.

8. Cada aprendizaje debe realizarse en el momento oportuno.

9. Para conseguir aprovechar mejor el tiempo, hay que priorizar las finalidades de la educación y definirlas.

10. La educación necesita tiempo sin tiempo.

11. Hay que devolverle tiempo a la infancia.

12. Tenemos que repensar el tiempo entre personas adultas y niños.

13. El tiempo de los educadores se tiene que redefinir.

14. La escuela tiene que educar el tiempo.

15. La educación lenta forma parte de la renovación pedagógica.

Podemos estar en acuerdo o desacuerdo con estos postulados, pero no deberíamos ignorar que en este mundo líquido que parece escapársenos de entre las manos, el sosiego, la calma y las actuaciones razonadas deben ser valores al alza, aunque nos parezca actuar contra corriente.

Es necesario frenar el ritmo, ralentizar el tiempo educativo. Estamos construyendo personas, no robots. Somos facilitadoras/es de oportunidades a nuestro alumnado, no cumplidoras/es exclusivas/os de unos temarios insufribles

Hace ya mucho tiempo que la Escuela -especialmente la Pública- adoptó la obligación no solo de enseñar, sino también de educar. Como claro espejo de la realidad social, la escuela recibía un alumnado cada vez más diverso culturalmente hablando, de familias acomodadas y necesitadas, con amplias o escasas experiencias. Y a todos, a todas, debía ofrecer las mismas opciones, mejorar sus expectativas.

Jaume Funes lo explica de forma convincente en 'Ser maestro cuando parece que nadie sabe para qué sirve': “Cada día rescatamos niños de la esclavitud educativa familiar (también de las ”buenas“ familias) y ofrecemos oportunidades que no todas las familias pueden dar. Pero, hace tiempo que tenemos mucho mar de fondo en la relación. Nos sigue quedando la permanente necesidad de descubrir cómo aprender a educar juntos, a hacer escuela juntos. Quizás debamos empezar por acordar que ”educar no es nunca hacerlo todo bien, sino poder pararse a pensar si la próxima vez lo podríamos hacer de otro modo. Tanto los padres y madres como nosotros dudamos, probamos, innovamos, aprendemos a educar“.

Atribuyen a Confucio aquella frase de que no importa lo lento que vayas mientras que no te pares. Desconozco si es de aplicación en nuestra cultura occidental hiperventilada y fagocitadora de pasados. De lo que no hay duda, no obstante, es de que las y los trabajadores de la enseñanza estamos llamadas/os a perfeccionar el valor de nuestro tiempo escolar si queremos que el aprendizaje que practicamos esté conectado con los saberes del alumnado, se adecúe a la realidad y deje margen para la mejora.

Como educadores/as estamos obligados/as a trabajar en una futura escuela más serena, que genere tensión, pero no insatisfacción entre el alumnado, que impulse preguntas y ayude en las respuestas, que personalice más el aprendizaje, que no renuncie nunca a la responsabilidad de formar en ciudadanía democrática.

Nuevamente nos lo recuerda Irene Vallejo en el libro mencionado: “(…) Cada mañana, dejamos a los niños en los colegios para que aprendan y estrenen los viejos nombres de las cosas. Lo hacemos como un acto cotidiano, sin ser conscientes de su auténtica dimensión”.

Deberíamos añadir que nadie se sienta traicionado/a de esa confianza que depositan entre nosotras/os.

Leo a Irene Vallejo en 'El futuro recordado' un razonamiento que comparto plenamente: “En nuestras vidas ajetreadas nos apresuramos demasiado. Nos esforzamos en llegar a tiempo a nuestra siguiente meta. Con la vista siempre puesta en lo que sigue, malogramos el presente (…) Séneca pensaba que los días se deberían vivir uno por uno y aun minuto a minuto, sin impacientarse”.

¡Cuánta verdad! Vivimos en tal estado de excitación, pendientes de nuestro trabajo, de las relaciones sociales con el entorno, de la educación de nuestras hijas e hijos, de las vacunas, del indicador diario de contagios de nuestro municipio, de tantas cuestiones que al final nos retiramos a dormir completamente estresados/as, sin ganas de dialogar y pensando cómo será el día siguiente. Entramos en un torbellino incontrolable en el que cada vez ahonda más la sensación de tener una vida ajena, descontrolada de las cuestiones fundamentales que, como seres humanos, alguna vez, pensamos en completar. Hay quien lo llama la asfixia del vacío. Esa sensación de tener constantemente una actividad profesional o de ocio realizada o prevista que nos deja escaso tiempo para pensar, para confrontar, incluso para desperdiciar.