Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Del miedo a la resistencia
Arranca estos días en Bilbao una exposición (“Censuras”) que recuerda la doble persecución que sufrió el artista vasco Agustín Ibarrola, primero por la dictadura franquista y más tarde por el terrorismo de ETA. Pareciera que alguna gente se empeñara en estar siempre en el lado donde se reciben los palos de los siniestros poderosos. Pero más que de una pertinaz mala elección se trata de una inquebrantable defensa de la libertad, de la reivindicación de una vida decente y justa. En los días en que cambiaban el siglo anterior y el presente también cambió la mirada sobre las víctimas y los victimarios. Al brío de aquel “espíritu de Ermua” algunos como Mario Onaindia –que de ese estar en el lado salvaje también sabía- pasaron a reivindicar la libertad frente a la anterior demanda vasca de paz. Nos advertían de lo obvio: la ausencia de paz que forzaba el terrorismo no era sino el instrumento y la consecuencia de su objetivo político totalitario. La negación de la libertad era el origen; la sangre corriendo era su consecuencia.
La sociedad vasca siempre rechazó la sangre, seguro que por ética, por estética o por un punto de humanismo que todos tenemos. No reparó tanto en el desvanecimiento de la libertad civil que sufría. Las bases de una sociedad vivible, decente y justa fueron demolidas por el terrorismo. Aceptamos como normales acertijos imposibles e infames. La televisión pública vasca estuvo a punto de debatir si era adecuado o no que un empresario secuestrado pagara su rescate. En los “años de plomo” un líder sindical no nacionalista y demócrata reprochaba al empresario Olarra preferir gastar en escoltas antes que pagar el llamado “impuesto revolucionario”. Así, como si tal cosa. En ese mundo vivimos todos, lo sostuvimos entre todos.
La naturalización de la violencia política venía de cuando se sentaban en las mismas mesas contra el franquismo organizaciones pacíficas y violentas, cuando se aceptaba que, siendo tal el calibre represor del de enfrente, cada cual estaba legitimado para elegir el procedimiento para combatirlo. Así que no veíamos aquellas víctimas del terrorismo; de haberlas, eran los propios terroristas o todo ese gran contingente de afectados colaterales que generó de manera suicida la dictadura al engancharse al anzuelo de la estrategia acción-represión-acción. Tantos cientos y miles de vascos (y españoles) detenidos, maltratados y torturados en aquella persecución ciega. Tanta gente castigada y sin tener nada que ver en ello.
De manera que las víctimas de enfrente, policías, militares, colaboradores y políticos del franquismo, entraban en la lógica de aquel combate. Menos lógico era que después de 1977, de la amnistía y del inicio de la Transición, se siguiera matando a políticos de las derechas, pero aquel estribillo de Clausewitz de que la guerra y la política se intercambiaban al ser solo “cuestión de medios” –así, como si tal cosa- resultó, por su nueva naturalización, letal.
Algunos, desde las izquierdas, empezaron pronto a reparar en ese desvarío. Lo hicieron más cuando empezaron a verse, ellos mismos, como posibles víctimas. Al principio, cuando los hubo, cuando cayeron los primeros con carné socialista, el “por algo será” lo tapó todo; tapó hasta la estupefacción. Cuando mataron a Enrique Casas en el 84 la cosa empezó a pintar de otra manera. Estaba claro que esas izquierdas españolas eran también el enemigo de ese aranismo revolucionario armado. Se extendieron en los siguientes años las persecuciones con diferentes estrategias: la llamada socialización del sufrimiento, la consecuencia de un Pacto de Estella que invitaba a borrar del escenario público a “los partidos que tienen como objetivo la destrucción de Euskal Herria y la construcción de España (PP y PSOE)” -esto último, por si no quedaba claro-, la violencia de persecución o la caza como conejos del último concejal de pueblo. La sangre, todavía con más claridad, tapaba la evidencia de que se trataba de un intento de homogeneizar por la fuerza el espacio público, haciendo desaparecer a los diferentes. La construcción nacional llevada a cabo sin miramientos.
Para quienes venían de la cultura del antifranquismo aquel intercambio carnavalesco resultaba incomprensible. Sus colegas de unidad de acción los perseguían hasta matarlos y la vieja policía y guardia civil estaban ahí para defenderlos. El viejo anhelo y la lucha por una sociedad democrática se desvanecían por completo cuando el terror y la violencia hacían imposible la libre competencia de opciones políticas. Y como resultado de ello, la sangre, lo único visible. El dedo del sabio, la luna y la mirada del necio.
La historiadora y politóloga Sara Hidalgo acaba de presentar el libro “Los resistentes. Relato socialista sobre la violencia de ETA (1984-2011)” (La Catarata de los Libros). Aplica una de las últimas modas historiográficas, la historia de las emociones, para explicar aquel sindiós. Y no es mal procedimiento. De haber actuado lógicamente, aquellos tipos se hubieran ido corriendo a sus casas o se hubieran echado también al monte contra sus asesinos. Pero no hicieron ni lo uno ni lo otro. Aún más, reactivamente articularon una cultura política soportada más en la democracia y el derecho que en sus propias convicciones partidarias. (Quizás en ello repose en parte algo de su actual decadencia). De manera que mejor aplicar una mirada desde lo intangible que desde lo material o desde los inmediatos intereses.
Y resulta que, visto así, Sara Hidalgo, después de decenas de entrevistas con afectados, descubre de nuevo –ya se hizo aquí con aquella comunidad de la derrota tras la guerra civil (Gurrutxaga, Pérez Agote)- que el miedo común acaba generando unas emociones compartidas capaces de articular una comunidad de resistentes. De esa manera y cada uno a su manera, desde altos dirigentes hasta afiliados de base o simpatizantes y entornos sin carné, todos fueron capaces de crearse un relato que les animaba a persistir cada día y a representar en sus personas esa sociedad vasca diversa y plural que los terroristas no querían ver y querían eliminar. Esa insensata pasión, esa emoción resistente, resulta que salvó nuestra sociedad democrática del acoso del terror y de la tentación de poner fin a este dándoles la pesetica de que solo estuvieran ellos en el escenario. Vamos, asumiendo que había ganado su proyecto totalitario. Un libro interesante, ciertamente.
Arranca estos días en Bilbao una exposición (“Censuras”) que recuerda la doble persecución que sufrió el artista vasco Agustín Ibarrola, primero por la dictadura franquista y más tarde por el terrorismo de ETA. Pareciera que alguna gente se empeñara en estar siempre en el lado donde se reciben los palos de los siniestros poderosos. Pero más que de una pertinaz mala elección se trata de una inquebrantable defensa de la libertad, de la reivindicación de una vida decente y justa. En los días en que cambiaban el siglo anterior y el presente también cambió la mirada sobre las víctimas y los victimarios. Al brío de aquel “espíritu de Ermua” algunos como Mario Onaindia –que de ese estar en el lado salvaje también sabía- pasaron a reivindicar la libertad frente a la anterior demanda vasca de paz. Nos advertían de lo obvio: la ausencia de paz que forzaba el terrorismo no era sino el instrumento y la consecuencia de su objetivo político totalitario. La negación de la libertad era el origen; la sangre corriendo era su consecuencia.
La sociedad vasca siempre rechazó la sangre, seguro que por ética, por estética o por un punto de humanismo que todos tenemos. No reparó tanto en el desvanecimiento de la libertad civil que sufría. Las bases de una sociedad vivible, decente y justa fueron demolidas por el terrorismo. Aceptamos como normales acertijos imposibles e infames. La televisión pública vasca estuvo a punto de debatir si era adecuado o no que un empresario secuestrado pagara su rescate. En los “años de plomo” un líder sindical no nacionalista y demócrata reprochaba al empresario Olarra preferir gastar en escoltas antes que pagar el llamado “impuesto revolucionario”. Así, como si tal cosa. En ese mundo vivimos todos, lo sostuvimos entre todos.