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Debemos apostar por el software libre

Dani Gutiérrez

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El software libre, y por extensión las TICs y el conocimiento abierto y libre, son bienes comunes semejantes al aire que respiramos o al agua de un manantial del monte. De uso universal, con libertad para su adaptación y mejora, sin restricciones salvo quizás la de preservar su libertad. Y muchas veces gratis. Algunas demostraciones de este paradigma son la wikipedia, Euskalbar, o el kernel Linux, usado en el sistema operativo Android (a pesar de no ser libre la versión oficial de este sistema), y en 485 de los 500 supercomputadores más potentes de todo el planeta.

Una de sus ventajas es que es una herramienta ideal para el camino hacia la soberanía tecnológica. Hoy en día vivimos en un mundo informatizado y telecomunicado, tanto en lo personal cotidiano como en lo profesional. No hay más que mirar alrededor en cualquier vagón del metro bilbaíno o el sinfín de empresas que no podrían mantenerse al margen de esta realidad. La cuestión es en qué manos o en qué servidores residen el código y los datos que movemos. Esta pregunta cobra más importancia en el caso de gobiernos y entidades de cierto tamaño. No sería razonable que éstas se aten o depositen su información en manos de empresas privadas extranjeras, como a menudo ocurre por el hecho imparable de la nube, por los cantos de sirena en base a la sencillez o comodidad de uso, y por la gratuidad aparente. El software restrictivo o no libre perpetúa la dependencia hacia entidades privadas y con frecuencia externas al país, como es el caso de la multinacional Microsoft con sede europea en Irlanda para pagar menos impuestos, o el todopoderoso Google de quien pocas se libran.

En segundo lugar, el software libre constituye un motor económico. A pesar de que a veces su uso es gratis, en otras ocasiones conlleva oportunidades de negocio para las empresas proveedoras de TICs, especialmente en el caso de micropymes, al ofrecer una batería de productos a coste de licencia cero pero que son revendibles con servicios de valor añadido, bien a la hora del despliegue de soluciones (ej. instalación, formación), bien como piezas sobre las que construir sistemas más potentes. Con el software restrictivo, el dinero dedicado al mismo no es inversión sino gasto, ya que se va en forma de licencias cerradas pero no crea programas para el erario público. Se trataría, por tanto, de cambiar estas licencias por horas de trabajo a poder ser locales. A modo de ejemplo, si algún día en Euskadi se apuesta seriamente por reemplazar un Oracle o un Microsoft Office, presentes en numerosas instituciones públicas, por otras soluciones libres desarrolladas o mejoradas aquí a partir de piezas libres, nos retornaría un flujo de capital significativo. Porque tenemos universidades y empresas suficientemente solventes y capacitadas para ello. Una buena muestra es la treintena de organizaciones que forman ESLE, la asociación de empresas de software libre de Euskadi.

Finalmente, el software libre es una fuente idónea para la mejora continua: los componentes pueden ser mejorados por comunidades, personas y empresas de todo el mundo, quienes a su vez tienen la potestad para dejar a disposición pública sus versiones mejoradas. La velocidad de este mecanismo depende de distintos factores: el interés de las usuarias por cada producto, el compromiso y los recursos de quien está detrás de cada programa, la filosofía de generar mejoras y compartirlas o, a la contra, cerrarlas... Dentro de las mejoras se incluyen también las adaptaciones, asunto crucial en nuestro caso por la necesidad de incluir el euskera en nuestro software; el bilingüismo suele resultar más costoso en tiempo y dinero si se hace en programas restrictivos y no en libres.

Todo lo dicho aplicado a software y también a hardware lo vamos a ir viendo ya en el desarrollo de la IoT (Internet of Things) y las impresoras 3D, próximos hit parade tecnológicos que están a las puertas, y que van a constituir otro hito de impacto análogo al de los smartphones de pantalla táctil, la web 2.0 y las redes sociales.

Uniendo los argumentos anteriores, bueno sería que los organismos públicos y aquellas organizaciones que apuestan por los bienes comunes sean ejemplo tractor de su uso, promoción e incluso hagan aportaciones en forma de productos mejorados, o colaboren con inversiones en dinero o recursos. Esta apuesta no se ha de hacer con una óptica cortoplacista, quizás derivada de otras motivaciones. Al igual que en unos pocos meses no acabaremos con los micromachismos, ni con la cultura del crecimiento económico sin límites, ni con la creencia de que el pleno empleo es algo alcanzable, la transición del software restrictivo al software libre conlleva un cambio no sólo tecnológico sino cultural; que gradualmente se convierta en realidad requiere la dedicación de esfuerzos y recursos durante años. Es una apuesta de país sobre la que reflexionar si queremos llegar lejos y apostamos de verdad por lo “público y de calidad”. Es una apuesta en la que sí caben todas y todos los que quieran hacerla en serio, y pongan por delante el interés del beneficio común.

Dani Gutiérrez es miembro del Consejo Ciudadano de Euskadi de Podemos y trabajador del sector del Software libre

El software libre, y por extensión las TICs y el conocimiento abierto y libre, son bienes comunes semejantes al aire que respiramos o al agua de un manantial del monte. De uso universal, con libertad para su adaptación y mejora, sin restricciones salvo quizás la de preservar su libertad. Y muchas veces gratis. Algunas demostraciones de este paradigma son la wikipedia, Euskalbar, o el kernel Linux, usado en el sistema operativo Android (a pesar de no ser libre la versión oficial de este sistema), y en 485 de los 500 supercomputadores más potentes de todo el planeta.

Una de sus ventajas es que es una herramienta ideal para el camino hacia la soberanía tecnológica. Hoy en día vivimos en un mundo informatizado y telecomunicado, tanto en lo personal cotidiano como en lo profesional. No hay más que mirar alrededor en cualquier vagón del metro bilbaíno o el sinfín de empresas que no podrían mantenerse al margen de esta realidad. La cuestión es en qué manos o en qué servidores residen el código y los datos que movemos. Esta pregunta cobra más importancia en el caso de gobiernos y entidades de cierto tamaño. No sería razonable que éstas se aten o depositen su información en manos de empresas privadas extranjeras, como a menudo ocurre por el hecho imparable de la nube, por los cantos de sirena en base a la sencillez o comodidad de uso, y por la gratuidad aparente. El software restrictivo o no libre perpetúa la dependencia hacia entidades privadas y con frecuencia externas al país, como es el caso de la multinacional Microsoft con sede europea en Irlanda para pagar menos impuestos, o el todopoderoso Google de quien pocas se libran.