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Poemas frente a los insultos

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Comparto lo que hace unos días propuso el expresidente Rodríguez Zapatero: “A quien insulta –vino a decir- enviémosle un poema”. La propuesta puede parecer un poquito extraterrestre, pero se entiende bien el fondo del mensaje. Porque lo peor del insulto, al menos en la vida política, es que vaya acompañado por otro de respuesta. Cuando la estrategia de un partido (Vox, por ejemplo, o el PP o lo que aún queda de Ciudadanos) se basa en ofender al adversario (el actual Gobierno y sus apoyos), quien reacciona en el mismo tono empieza a perder, porque demuestra debilidad; y engorda, además, el discurso de quien trata conscientemente de embarrar el debate sobre los asuntos públicos. Al ahondarse en esta dinámica, se llega al momento en que nadie sabe quién ha insultado a quién ni quien insultó primero. ¿Resultado final? El reforzamiento de la idea, cada vez más extendida socialmente, de que “los políticos sólo saben insultarse, porque van a lo suyo y no se preocupan de los problemas de la gente”.  

¿Qué hacer, entonces? Es difícil, por no decir imposible, prohibir el insulto. Pero a lo mejor es posible aislarlo, evidenciando, así, cuáles son las fuerzas políticas que lo utilizan por sistema. Es preferible que el que insulta quede como un imbécil a que se lo llamemos directamente. Un chiste oportuno que ayude a distender el ambiente o una sabia utilización del ninguneo, pueden contribuir mucho más a poner en ridículo a quien perpetra la ofensa verbal, que el derroche innecesario de palabras gastadas que ya nada dicen, precisamente por eso, porque están gastadas y ya uno las oye como quien oye llover.

¿Pero es que se puede ofender sin lanzar palabras ofensivas? Por supuesto. Y yo creo, además, que hasta se ofende mejor. Y se contribuye de paso a elevar el nivel intelectual del debate político. La inteligencia da para mucho. A Borges, que admiraba la poesía de Manuel Machado y despreciaba la de su hermano Antonio, un periodista le preguntó que pensaba de éste último. Y el escritor le respondió: “No sabía que Manuel Machado tuviera un hermano que también fuera poeta”. Un vivo ejemplo de que es posible decir maldades sin tener que mancharse los labios. Con elegancia y sentido del humor.

Unas buenas reservas de lenguaje son la mejor defensa frente a discursos incendiarios y demagógicos empeñados en embarrar la vida pública

Que es precisamente lo que se echa de menos en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Entre otras razones, por un manejo deficiente, y cada vez más incorrecto, del lenguaje. Diría incluso que el problema principal del debate que se maneja en nuestras instituciones parlamentarias no es otro que la ausencia de una buena literatura. Y mucho me temo que, cada vez en mayor medida, faltan palabras adecuadas (con sello personal, más allá de los argumentarios de partido) para defender con acierto y precisión las políticas propias, criticar las ajenas y responder con altura a quienes sólo saben insultar. Unas buenas reservas de lenguaje son la mejor defensa frente a discursos incendiarios y demagógicos empeñados en embarrar la vida pública. Y para evitar el borrado de lo que tú quieres defender, llevado por el ardor guerrero del momento de bronca.

Lo peor de responder airadamente al insulto es que, al hacerlo, apartas el foco de donde lo querías poner, para colocártelo en tu propia cara. Eso es, y valga de ejemplo reciente, lo que le ocurrió a la ministra Irene Montero en su discutida y abroncada intervención parlamentaria del pasado 30 de noviembre. Si en ella se hubiera limitado a criticar las campañas institucionales de los Gobiernos de Galicia y Madrid (responsabilizando indirectamente a las mujeres de la violencia que sufren), la ministra de Igualdad habría conseguido poner de relieve un asunto de gravedad necesitado de aclaraciones por parte del PP. Pero al acusar, acto seguido, al principal partido de la oposición de “promover la cultura de la violación”, desvió totalmente la atención de lo que supuestamente se quería poner en primer plano. La denuncia política de la ministra quedó en blanco.

Podría ser ésta una de esas tantas situaciones indeseadas que están buscando quienes, por puro y simple interés electoral, tratan de elevar el nivel de ruido en las instituciones, para que pasen desapercibidos realizaciones políticas claramente beneficiosas para el bienestar general de la ciudadanía y el progreso del país. De ahí que una buena porción de paciencia democrática frente a ciertos discursos fomentadores del odio y la desinformación no está en absoluto reñida con la contundencia necesaria para defender las propias ideas y proyectos. Con argumentos serios, que siempre son a la postre mucho más eficaces que los insultos. Que se lo pregunten, si no, a Núñez Feijóo, cada vez más desdibujado y menos creíble, tras sus debates en el Senado con el presidente del Gobierno.

Comparto lo que hace unos días propuso el expresidente Rodríguez Zapatero: “A quien insulta –vino a decir- enviémosle un poema”. La propuesta puede parecer un poquito extraterrestre, pero se entiende bien el fondo del mensaje. Porque lo peor del insulto, al menos en la vida política, es que vaya acompañado por otro de respuesta. Cuando la estrategia de un partido (Vox, por ejemplo, o el PP o lo que aún queda de Ciudadanos) se basa en ofender al adversario (el actual Gobierno y sus apoyos), quien reacciona en el mismo tono empieza a perder, porque demuestra debilidad; y engorda, además, el discurso de quien trata conscientemente de embarrar el debate sobre los asuntos públicos. Al ahondarse en esta dinámica, se llega al momento en que nadie sabe quién ha insultado a quién ni quien insultó primero. ¿Resultado final? El reforzamiento de la idea, cada vez más extendida socialmente, de que “los políticos sólo saben insultarse, porque van a lo suyo y no se preocupan de los problemas de la gente”.  

¿Qué hacer, entonces? Es difícil, por no decir imposible, prohibir el insulto. Pero a lo mejor es posible aislarlo, evidenciando, así, cuáles son las fuerzas políticas que lo utilizan por sistema. Es preferible que el que insulta quede como un imbécil a que se lo llamemos directamente. Un chiste oportuno que ayude a distender el ambiente o una sabia utilización del ninguneo, pueden contribuir mucho más a poner en ridículo a quien perpetra la ofensa verbal, que el derroche innecesario de palabras gastadas que ya nada dicen, precisamente por eso, porque están gastadas y ya uno las oye como quien oye llover.