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Ponencia de autogobierno, manzana envenenada

Preocupa el perfil bajo que algunos partidos vascos mantienen tras constatar cómo el PNV, a través de su última propuesta de ruptura estatutaria, ha radicalizado su discurso sentando las bases de un nuevo Plan Ibarretxe en Euskadi. Pero preocupa más aún que un partido constitucionalista que además es socio de gobierno del PNV asuma que el nacionalismo vasco cumplirá la legalidad cuando, de hecho, ya fundamenta su propuesta de Estatuto sobre la base de una contradicción insostenible: una “nación” vasca con “identidad propia” que mantenga una “relación bilateral” con el Estado en el marco de la Constitución Española. Insostenible.

Insostenible jurídicamente e insostenible políticamente en una Euskadi que conoce bien las consecuencias de aventuras rupturistas e identitarias. Tanto las conoce, que las rechaza de plano. Acertó la secretaria general del PSE cuando, en 2015 y en Barakaldo, mi ciudad natal, advirtió de que “el derecho a decidir no paga facturas ni hipotecas”. Aplaudí entonces aquel argumento. Aún lo hago. Pero precisamente porque lo hice y porque aún lo hago creo que ha llegado el momento de que todas las formaciones constitucionalistas desarmemos al nacionalismo de dos modos. Primero, abriendo la puerta a la consecución de acuerdos que mejoren la vida de los vascos y que evidencien que el proyecto España garantiza la necesaria estabilidad y la cohesión social. Segundo, dando un portazo a cualquier atisbo de aventura secesionista, ruptura social o inestabilidad. Pese a que los constitucionalistas estamos de acuerdo en lo primero, parece que no del todo en lo segundo. Al menos no en los hechos.

PNV y PSE sacaron adelante su propuesta para constituir la ponencia de Autogobierno allá por 2014. Lo hicieron, en principio, para valorar el “estado actual del desarrollo estatutario” y para, “ de acuerdo con las normas y procedimientos legales y desde el máximo consenso posible”, intentar acordar “las bases para su actualización”. El PP vasco alertó entonces de que el foro tenía todas las papeletas para convertirse en una manzana envenenada para la estabilidad de los vascos en la medida en que, si bien se presentaba como una herramienta de revisión, el nacionalismo la utilizaría para abordar el mal llamado derecho a decidir –autodeterminación–, que choca con la legalidad y vulnera el sentido de la propia ponencia. Esas papeletas las pagó el PSE y fueron vendidas con fines partidistas por el PNV.

El tiempo nos ha dado la razón. Nos la ha dado porque hoy el PNV, de nuevo, contradice sus propias palabras. En 2014 prometió a los socialistas que el texto pactado no aspiraba “a reducir la voluntad del pueblo vasco”, sino a “canalizarla”. Cuatro años después el PNV se coloca frente al espejo soberanista y propone un preámbulo de reforma estatutaria que incluya la concepción de Euskal Herria como una “nación” dividida en siete territorios, que tiene “derecho a decidir” y que aspira a una relación “bilateral” con el Estado español.

¿Así se canaliza la voluntad de un 77% de vascos satisfechos con nuestro nivel de autogobierno o la del 14% que aún ve con buenos ojos la independencia? ¿Cómo se canaliza la voluntad de la ciudadanía optando por mecanismos que prevén destruir la Constitución, garantía última de los derechos históricos que tanto queremos proteger los vascos?

La propuesta jeltzale hace aguas porque ignora u obvia que el principio de legalidad es una de las manifestaciones del principio democrático. Porque la dimensión bilateral se olvida del marco constitucional. Porque los derechos históricos tienen vigencia en la medida en que son compatibles con la Constitución y precisamente porque la Carta Magna les aporta la legitimidad constitucional necesaria. Porque la inclusión del derecho a decidir –que es lo mismo que incluir una previsión de la posible secesión de un territorio– es incompatible con el propio concepto de Constitución; un oxímoron jurídico porque ninguna Constitución puede prever mecanismos que faciliten su propia destrucción.

Aún resuenan las palabras que uno de los padres del Estatuto de Gernika pronunció hace no tanto en el seno de la ponencia de Autogobierno. El ex senador de UCD y luego dirigente del PP vasco Alfredo Marco Tabar dijo esto: “No hay más alternativa al Estatuto que el soberanismo”. Y anunció los riesgos de “abrir la caja de los truenos”: “Os pido que no seáis temerarios; que el Estatuto ha servido y sirve”, resaltó añadiendo que si se profundiza en las aspiraciones del nacionalismo vasco, reaparecerán las “fórmulas disgregadoras”.

Quienes aún ven con buenos la reforma del Estatuto de Gernika deberían recordar las palabras de Marco Tabar. Las suyas y las de quienes hace cuatro años prometían canalizar la voluntad de los vascos y hoy pretenden hacerlo contra los vascos.

Preocupa el perfil bajo que algunos partidos vascos mantienen tras constatar cómo el PNV, a través de su última propuesta de ruptura estatutaria, ha radicalizado su discurso sentando las bases de un nuevo Plan Ibarretxe en Euskadi. Pero preocupa más aún que un partido constitucionalista que además es socio de gobierno del PNV asuma que el nacionalismo vasco cumplirá la legalidad cuando, de hecho, ya fundamenta su propuesta de Estatuto sobre la base de una contradicción insostenible: una “nación” vasca con “identidad propia” que mantenga una “relación bilateral” con el Estado en el marco de la Constitución Española. Insostenible.

Insostenible jurídicamente e insostenible políticamente en una Euskadi que conoce bien las consecuencias de aventuras rupturistas e identitarias. Tanto las conoce, que las rechaza de plano. Acertó la secretaria general del PSE cuando, en 2015 y en Barakaldo, mi ciudad natal, advirtió de que “el derecho a decidir no paga facturas ni hipotecas”. Aplaudí entonces aquel argumento. Aún lo hago. Pero precisamente porque lo hice y porque aún lo hago creo que ha llegado el momento de que todas las formaciones constitucionalistas desarmemos al nacionalismo de dos modos. Primero, abriendo la puerta a la consecución de acuerdos que mejoren la vida de los vascos y que evidencien que el proyecto España garantiza la necesaria estabilidad y la cohesión social. Segundo, dando un portazo a cualquier atisbo de aventura secesionista, ruptura social o inestabilidad. Pese a que los constitucionalistas estamos de acuerdo en lo primero, parece que no del todo en lo segundo. Al menos no en los hechos.