Blogs Opinión y blogs

Sobre este blog

¡SIENTO PENA!

Siento pena, una pena inmensa y profunda. No sé qué pena es más brutal, si la inmensa o la profunda. Es inmensa porque me abarca entero, me sumerge en un pozo de incomprensión y de tristeza que no me permite reaccionar debidamente. Es profunda porque afecta a mis principios. Yo, que nunca he sabido lo que es realmente el alma, siento que en mi interior hay rincones azuzados por la brutalidad, receptáculos que anidan ansias de venganza. ¿Contra quién? ¡Yo qué sé! De todo ello surge una pregunta que no tiene una única respuesta: ¿qué hay que hacer? Y ante una evidencia que solo se fundamenta en los hechos, y no en las interpretaciones, apenas me queda un recurso: llorar. Habrá quien diga que es una respuesta propia de cobardes, pero la valentía no sirve para casi nada en ocasiones como esta, y la intrepidez no sirve para nada.

Siento pena por los muertos y por los heridos. Siento pena por quienes asistieron a tan macabro espectáculo, aunque salieran ilesos de él. Siento pena por quienes tuvieron que hacer un alto en sus vidas y en su ocio para hacerse cargo de la información, para hacer sonar las sirenas de las ambulancias con estrépito. Siento pena de los que sintieron pena, como yo. Siento pena de los que sintieron miedo, de los que aún lo siguen sintiendo hoy porque temen que el terror vuelva a hacer sonar sus alarmas y llene sus conciencias de tinieblas. Y siento pena de los que voceaban que no tenían miedo en las manifestaciones del viernes, porque sus slogans portaban tanta valentía como falsedad. ¿Si no sentían miedo, a qué venían las manifestaciones con los rostros compungidos? ¿Acaso el dolor por los muertos no iba parejo a la rabia contra los asesinos y al resquemor de que todo aquello pudiera repetirse en cualquier lugar del Mundo?

Siento pena por los niños que han asistido a las imágenes televisivas sin que alguien les haya aleccionado sobre los “porqués”, si es que los hubiera. Siento pena por quienes matan y no dicen por qué lo han hecho. Aunque no les asista la cordura, aunque no puedan hacer gala de ninguna virtud, les falta esa entereza que deben mostrar quienes deciden emprender una aventura como esa, tan brutal e innecesaria, tan desproporcionada e incomprensible, tan perversa…

Y siento pena, por fin, de los dioses (unos y otros) que se prestan a disculpar a los desquiciados autores. Si esos dioses son todopoderosos y eternos, tal como obra en los libros divinos de todas las religiones, que tengan coraje para rectificar, que decidan ser justos en lugar de ser justicieros. La culminación de todas las obras divinas, es decir el Hombre, constituye un auténtico fracaso. El Hombre destruye la Naturaleza a pesar de que sea su hábitat, erige monstruos para adorarlos después, se deja llevar por la codicia o la envidia en lugar de ejercer la misericordia o la caridad. Siento pena de ese Hombre que se somete a los dioses y es capaz de matar o herir en su nombre. Siento pena de quienes han convertido la fe en una razón que desemboca en el abandono y la desidia. Siento pena de quienes ahora rezan y suplican que los muertos en el atentado pervivan eternamente en el Paraíso.

Siento pena de mí. Siento pena de Dios… ¡Siento pena!

Siento pena, una pena inmensa y profunda. No sé qué pena es más brutal, si la inmensa o la profunda. Es inmensa porque me abarca entero, me sumerge en un pozo de incomprensión y de tristeza que no me permite reaccionar debidamente. Es profunda porque afecta a mis principios. Yo, que nunca he sabido lo que es realmente el alma, siento que en mi interior hay rincones azuzados por la brutalidad, receptáculos que anidan ansias de venganza. ¿Contra quién? ¡Yo qué sé! De todo ello surge una pregunta que no tiene una única respuesta: ¿qué hay que hacer? Y ante una evidencia que solo se fundamenta en los hechos, y no en las interpretaciones, apenas me queda un recurso: llorar. Habrá quien diga que es una respuesta propia de cobardes, pero la valentía no sirve para casi nada en ocasiones como esta, y la intrepidez no sirve para nada.

Siento pena por los muertos y por los heridos. Siento pena por quienes asistieron a tan macabro espectáculo, aunque salieran ilesos de él. Siento pena por quienes tuvieron que hacer un alto en sus vidas y en su ocio para hacerse cargo de la información, para hacer sonar las sirenas de las ambulancias con estrépito. Siento pena de los que sintieron pena, como yo. Siento pena de los que sintieron miedo, de los que aún lo siguen sintiendo hoy porque temen que el terror vuelva a hacer sonar sus alarmas y llene sus conciencias de tinieblas. Y siento pena de los que voceaban que no tenían miedo en las manifestaciones del viernes, porque sus slogans portaban tanta valentía como falsedad. ¿Si no sentían miedo, a qué venían las manifestaciones con los rostros compungidos? ¿Acaso el dolor por los muertos no iba parejo a la rabia contra los asesinos y al resquemor de que todo aquello pudiera repetirse en cualquier lugar del Mundo?