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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Tiempo de zozobra, tiempo de arrojo

Ignoro ahora mismo en qué va a quedar la formación del nuevo Gobierno de España. Unos y otros mantienen sus posiciones rotundas e inamovibles. Durante, ya, cuatro meses todo han sido noticias absurdas sobre las actitudes de los líderes políticos y de sus respectivas formaciones. Ni los vencedores ni los perdedores han demostrado ser conscientes de que debían hacer una lectura responsable de los votos para que sus reacciones posteriores, a la hora de decidir la formación del nuevo gobierno, no movieran al desprecio de sus opiniones respectivas.

El resumen es que, cuatro meses después, España sigue sin un Gobierno estable (ni inestable) que pueda administrar el nuevo tiempo que se avecina. Ciertamente, a la vista de los números, no resulta nada fácil llegar a la cifra de 176 escaños que es necesaria para entronizar al nuevo Presidente, pero lo más difícil está resultando ser doblegar la porfiada intransigencia de los líderes derrotados (Casado, Rivera e Iglesias), que tiran de oportunismo para convertir al líder más votado, -y, por tanto, preferido por la mayoría de los españoles-, en una especie de muñeco de pimpampum, a lo que en alguna medida colabora él mismo con su escasa contundencia para tomar la decisión más correcta.

Resulta ridículo ahora mismo apelar a la distinción entre izquierdas y derechas para dibujar el futuro. El nuevo Gobierno, en las condiciones actuales, no puede ser exclusivamente de derechas o de izquierdas, sin más, porque el número de escaños de las fuerzas políticas no da para tal. Si PP, C´s y VOX constituyen la derecha española, ésta solo alcanza 147 escaños de los 176 que serían necesarios. Además, no es justo aceptar con nitidez que VOX sea una fuerza política de derechas del modo y manera que lo son PP y C´s, ello a pesar de que hayan culminado acuerdos entre ellos tan absurdos como improcedentes en algunas regiones y comunidades autónomas. Del mismo modo, PSOE y UPodemos solo alcanzan 147 escaños, bastante alejados de los 176 necesarios. A unos y a otros se pueden añadir escaños cuya vocación, de uno u otro lado, estaba muy clara incluso antes de la celebración de las Elecciones: PNV, CC, NA Suma, Compromís y PRC tenían su destino marcado casi a fuego, aunque a algunas de dichas formaciones hayan inclinado la balanza de sus voluntades en uno u otro sentido en anteriores elecciones según las conveniencias. Pero las fuerzas catalanistas (22 escaños) y los cuatro escaños de EH Bildu presentaban más difícil su adscripción porque el rigor y la conveniencia de las formaciones podría chocar con el buen sentido político de la construcción y gobierno del Estado.

El Estado para el que se dirime el futuro Gobierno en las Elecciones y posteriores acuerdos (acéptese también el término “cambalache”) es España. Así se llama y, en cuestión de nomenclatura, no admite otras nominaciones. Pues bien, su Gobierno debe ser, y estar formado, por quienes no pongan objeciones insalvables a priori. De modo que las adhesiones de EH Bildu, y de las fuerzas catalanistas, a un Gobierno PSOE-UPodemos hay que verlas con las debidas reservas. Si de lo que se trata es, únicamente, de desplazar a las fuerzas derechosas, vale la operación pero ¿qué actitud tendrán las fuerzas catalanistas cuando se hagan públicas las sentencias aún pendientes del Procès, si estas no fueran satisfactorias para sus intereses, tal como se prevé? Más aún, ¿cuál será la actitud de UPodemos cuando tales sentencias sean ya vigentes?

En asuntos mucho menos espinosos la formación de Pablo Iglesias (Turrión, que no Posse) suele mostrarse mucho menos condescendiente con el PSOE que con la derecha. Sirva como ejemplo el último debate parlamentario, celebrado en el Congreso, con motivo de la crisis del barco “Open Arms”: a pesar de los esfuerzos del Gobierno socialista por ofrecer algunas soluciones, -ciertamente algo remisas, pero soluciones-, la portavoz de UPodemos se ensañó de forma encarnizada, recurriendo a exageraciones y falsa verdades cuando fue preciso, con la Vicepresidenta Calvo, llegando UPodemos a recurrir a un juego de letras que convertía a la Señora Calvo en “Calvini”, pretendiendo de este modo equipararla al deslenguado político italiano Salvini.

No debemos pasar por alto las palabras de Pablo Iglesias cuando ha afirmado ahora que “si (Pedro Sánchez) vuelve a hacer la misma oferta (del mes de julio), el acuerdo puede alcanzarse en cuestión de horas”. La frase es tan provocativa como absurda. Desde luego que los ciudadanos españoles deberían tentarse la ropa en caso de que tal cambalache llegara a producirse. Ahora mismo son más importantes (y valorables) las intenciones ocultas de los líderes que las voluntades explícitas. ¿Qué oculta Pablo Iglesias tras de sus palabras, acaso ha abordado las negociaciones para la formación del nuevo Gobierno como si se tratara de una especie de subasta? ¿O su intención, entonces y ahora, sigue siendo la misma, es decir, debilitar la confianza que los españoles y españolas otorgaron al PSOE concediéndole más del doble de los escaños que concedieron a la segunda formación clasificada mediante el recuento de las urnas?

Lo cierto es que la situación es harto complicada, y la solución difícil. Los líderes de los cuatro primeros partidos son neófitos y están poco consolidados porque los cuatro, aunque lo hayan hecho en diferentes circunstancias, han llegado a lugar privilegiado que ocupan mediante artimañas o vicisitudes poco solventes. Dos han llegado tras profundas crisis acontecidas en el seno de sus propios partidos. Y los otros dos, oportunistas y traficantes de voluntades y votos de defraudados, y han llegado tras alimentar en exceso el descrédito que ha afectado a los partidos tradicionales, contagiados por el ambiente de corrupción generalizada del que ellos, cada cual en su medida, también fueron avezados alimentadores. En esta situación los ciudadanos, que son los protagonistas en Democracia, no deben temer que puedan volver a ser preguntados. Previamente, tienen pleno derecho a criticar a quienes no han sabido ni interpretar los resultados anteriores, pero no deben por eso aborrecer el ejercicio, noble y democrático por excelencia, de volver a las urnas.

Estaría bien que, parejo al esfuerzo de repetir unas elecciones que se pida a la ciudadanía, los responsables de este desaguisado, los osados líderes actuales, se declaren culpables y, si son valientes, sopesen su papel en el futuro e incluso dimitan. Y si no quieren verse en esa tesitura que lleguen a acuerdos… pero no a acuerdos inexplicables.

Ignoro ahora mismo en qué va a quedar la formación del nuevo Gobierno de España. Unos y otros mantienen sus posiciones rotundas e inamovibles. Durante, ya, cuatro meses todo han sido noticias absurdas sobre las actitudes de los líderes políticos y de sus respectivas formaciones. Ni los vencedores ni los perdedores han demostrado ser conscientes de que debían hacer una lectura responsable de los votos para que sus reacciones posteriores, a la hora de decidir la formación del nuevo gobierno, no movieran al desprecio de sus opiniones respectivas.

El resumen es que, cuatro meses después, España sigue sin un Gobierno estable (ni inestable) que pueda administrar el nuevo tiempo que se avecina. Ciertamente, a la vista de los números, no resulta nada fácil llegar a la cifra de 176 escaños que es necesaria para entronizar al nuevo Presidente, pero lo más difícil está resultando ser doblegar la porfiada intransigencia de los líderes derrotados (Casado, Rivera e Iglesias), que tiran de oportunismo para convertir al líder más votado, -y, por tanto, preferido por la mayoría de los españoles-, en una especie de muñeco de pimpampum, a lo que en alguna medida colabora él mismo con su escasa contundencia para tomar la decisión más correcta.