Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Trincheras
Una de las frases que más se escucha estos días tras la provocadora actuación o el agresivo discurso de alguno de nuestros políticos es la siguiente: “¿pero cómo es posible que con la pandemia que estamos sufriendo se hagan o se digan estas cosas?...”. Una pandemia no tiene porque conseguir que dejemos de ser lo que realmente somos. Somos un país de trincheras. Lo somos porque nos odiamos. En España, por tradición, sospecho, pero también por pereza, no se razona sino que directamente se odia que siempre resulta más cómodo y además no da mucho que pensar. No es que esta cualidad sorprenda mucho a quienes conocen nuestras costumbres, pero lo que sí llama poderosamente la atención a todos aquellos que en algún momento de sus vidas han sentido la malsana curiosidad de asomarse a nuestra cotidianidad es la constancia, el arraigo telúrico y la consistencia de este odio de dimensiones bíblicas.
Pablo de Olavide, funcionario reformista de finales del siglo XVIII, ministro de Carlos III que tuvo que exiliarse en Inglaterra perseguido por la Inquisición, describía España como “una república compuesta de otras repúblicas más pequeñas, separadas y rivales, que se oprimen y se odian y están en constante estado de guerra. Cada provincia está separada del resto de la nación y concentrada en sí misma... España, en definitiva, es una monstruosa república de repúblicas más pequeñas que se enfrentan entre sí porque el interés concreto de cada una es contradictorio con el interés general”....
El interés general. Nada nos interesa menos que el interés general. La vida siempre nos resulta más llevadera cuando logramos reducir el mundo a la dualidad bíblica del bien o el mal. Nosotros somos el bien y los otros el mal. Así que nada nos alivia tanto la pesada carga de vivir como encontrar un enemigo a quien odiar. Un enemigo nos da la vida, nos realza, nos confirma en nuestras necedades sustanciales y una vez encontrado ya ni siquiera nos importa tanto nuestra derrota o la ruina de nuestra casa si eso conlleva la humillante rendición de nuestro enemigo. No tenemos más propósito, más entusiasmo ciego, que imponer nuestras ideas procurando, a su vez, aniquilar las del contrario, aunque eso nos cueste la ruina total de España.
Ningún otro propósito nos mueve. Ninguno. Tal vez porque en esta tierra de taxistas cabreados, moscas, revistas del corazón, futbolistas tatuados y formidables iglesias alzadas sobre míseros y minúsculos montículos rurales, no hemos hecho otra cosa que buscar un contrario a quien embestir dado que eso nos ha librado siempre de la fastidiosa tarea de pensar. El mundo siempre dividido en dos bandos, dos ideas, dos destinos, dos Españas. Frascuelo o Lagartijo, Cánovas o Sagasta, Manuel o Antonio Machado. La persistencia de esta actitud no solo cansa, sobre todo a cierta edad, sino que también induce a buscar otro lugar en el mundo donde, dios no lo quiera, pasar el próximo confinamiento sin tener que presenciar, de nuevo, en todos los medios de comunicación, esta decidida vocación de los españoles por odiarse de un modo tan fiero, aunque esta actitud, tan lastimosamente infantil, no nos haya conducido, en la historia, más que a un trágico, absurdo y reiterado carrusel de guerras civiles y otras diversas calamidades.
Una de las frases que más se escucha estos días tras la provocadora actuación o el agresivo discurso de alguno de nuestros políticos es la siguiente: “¿pero cómo es posible que con la pandemia que estamos sufriendo se hagan o se digan estas cosas?...”. Una pandemia no tiene porque conseguir que dejemos de ser lo que realmente somos. Somos un país de trincheras. Lo somos porque nos odiamos. En España, por tradición, sospecho, pero también por pereza, no se razona sino que directamente se odia que siempre resulta más cómodo y además no da mucho que pensar. No es que esta cualidad sorprenda mucho a quienes conocen nuestras costumbres, pero lo que sí llama poderosamente la atención a todos aquellos que en algún momento de sus vidas han sentido la malsana curiosidad de asomarse a nuestra cotidianidad es la constancia, el arraigo telúrico y la consistencia de este odio de dimensiones bíblicas.
Pablo de Olavide, funcionario reformista de finales del siglo XVIII, ministro de Carlos III que tuvo que exiliarse en Inglaterra perseguido por la Inquisición, describía España como “una república compuesta de otras repúblicas más pequeñas, separadas y rivales, que se oprimen y se odian y están en constante estado de guerra. Cada provincia está separada del resto de la nación y concentrada en sí misma... España, en definitiva, es una monstruosa república de repúblicas más pequeñas que se enfrentan entre sí porque el interés concreto de cada una es contradictorio con el interés general”....