'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.
Verónica
Verónica era una joven como muchas otras de su edad. Quizás su peculiaridad era que su familia había tenido un status económico muy alto, status que ella solo pudo disfrutar en su infancia, puesto que la crisis de los 70 les golpeó duramente. Desde entonces, pasaron a ser una familia relativamente normal. A su madre, una vez perdido el trono de una vida muy acomodada, le tocó mantener a la familia con lo que vendía en una pequeña tienda de regalos, abalorios, pañuelos y sombreros de señora que había puesto con el poco dinero que quedó de la venta del solar donde estuvo ubicada la empresa de su marido, tras pagar todas las deudas acumuladas.
Con eso y con la ayuda que recibían de su abuela, consiguió sacar adelante a sus cinco hijos. Una de las inversiones imprescindibles que realizaron los padres fue pagarles una carrera universitaria. “Nunca se sabe si la suerte te sonreirá, pero si te cultivas, tienes muchas posibilidades de tener un modo de vida mejor que si no lo haces”, les repetía una y mil veces el padre. Bueno eso y todo lo que aportaba “a tu personalidad y a tu actitud ante la vida, si tienes una carrera y una buena cultura”.
En el último octubre empezó a estudiar la carrera de Informática en la Universidad. Sin embargo, a lo largo de los meses de invierno, su idealizada carrera había ido defraudándola poco a poco: aquellas asignaturas, aquellos profesores… la proyección de aquella carrera no era lo que ella había pensado. Se lo tendría que decir a sus padres, pero, antes que nada, tenía que tener claro qué quería hacer.
Llegó el mes de mayo y, en lugar de estar agobiada por los exámenes, como el resto de sus compañeras, los primeros rayos de sol le invitaron más a realizar otros planes distintos a encerrarse en una habitación con apuntes y libros. Precisamente eso es lo que le dijo a su madre que haría en casa de una amiga durante un fin de semana.
Pero ella, en realidad, lo que hizo fue organizar un divertido fin de semana en Madrid. Verónica era una joven guapa, resuelta y con una facilidad innata para relacionarse con la gente. Aunque tenía claro que Ginés era su íntima amiga, no existía límite para conocer, sonreír, saludar… a quien tuviera oportunidad de hacerlo. Esto le facilitó la posibilidad de reunir a un grupete para ir a Madrid, pero… al final, casi todos sucumbieron a las obligaciones estudiantiles o a las imposiciones familiares y sólo se apuntó Alazne, una chica que conocía del grupo de natación donde Verónica tenía varios amigos.
Con 20 años, no mucho dinero y todas las ganas del mundo por comerse Madrid, cogieron el bus para la capital. No hacía falta mucha cosa para que todo saliera redondo. Sobraban ganas y para pagar una habitación, comer algo y tomar alguna copa, les llegaba con el dinero que llevaban. Ese mismo viernes tomando una cerveza en Malasaña conocieron a dos chicos. Desde el principio, uno de ellos y Alazne se gustaron y esa situación les llevó a continuar con ellos un par de bares más. Ya a cierta hora se despidieron, pero ‘los tortolitos’ se intercambiaron los móviles y el firme ‘propósito’ de verse al día siguiente. Efectivamente, el sábado a las 20’00 h. habían quedado con ellos en un bar de la Plaza de Santa Ana.
Unos vinitos con algo para picar, una copa en un disco-bar de la zona y, tras unas risas y bailes, tocó la hora de retirarse. Alazne le indicó a Verónica su intención de compartir la habitación con el chico que le gustaba y Verónica, en un acto típico de generosidad y de ‘modernez’, aceptó compartir la habitación con el otro amigo por el que no sentía absolutamente ningún tipo de atracción. Pensó “Aquí no pasa nada. Yo soy una tía moderna y echada para adelante y comparto habitación con este tío como si todo fuera natural”, aunque para ella no fuera en absoluto natural, ni agradable.
Se acostó y, enseguida, se durmió, pero la tranquilidad de su sueño se vio bruscamente interrumpida cuando se encontró encima al tío con el que compartía habitación. “Hostia, ¿qué pasa? ¿No jodas? ¿Qué pretendes hacer? Vete de aquí. Déjame en paz. Apártate. Por favor, déjame en paz ¿Qué haces? Tío, hostia, déjame en paz. No, no, no, no, no… Déjameeee”.
En milésimas de segundo, aquella mole le arrancó el pijama y la agarró de tal manera que era imposible moverse. Tenía todo su peso encima y las manos cogidas… era imposible librarse de nada. Nunca olvidaría esa sensación de absoluta impotencia. Lo intentó, luchó con todas sus fuerzas por zafarse de aquel ser, pero tenía muchísima más fuerza que ella. No había manera de separarle ni un centímetro. Le hacía daño. Le rogaba una y mil veces que le dejara, que no lo hiciera con un tono de voz que solo sale de tu cuerpo cuando estás absolutamente aterrorizada y te ahoga la angustia, la amargura y la impotencia. Olía muy mal el tío.
Ese olor… “¡Qué daño!”... “¡Por dios, que no ocurra esto!” Al parecer, nuestro cerebro cuando siente mucho dolor y no puede soportarlo más, como modo de defensa, lo que hace es desconectar. Te disocias. No puedes más y te vas. No estás. Eso es lo que vivió Verónica. Luchó con todas sus fuerzas por librarse de aquel hombre que la violaba, pero era imposible moverse ni defenderse. Sentía un dolor tremendo, pero no podía hacer nada, nada más que ‘dejarse hacer’, dejar que la violara, huir lo más lejos posible hasta que aquella bestia terminara la violación. Así, tuvo que dejar su cuerpo de 20 años en manos que aquel violador que lo tomó sin ningún respeto, sin pudor, solo pensando en liberar su ¿necesidad de follar?, su ¿necesidad de violar, de tomar lo que no te dan aunque sea el cuerpo de otra persona, aunque sea una de las partes más íntimas del cuerpo de una mujer?
A pesar de tratar de huir, Verónica siempre recordará el ruido de los muelles de la cama, los jadeos de su violador, las lágrimas que brotaban de manera autónoma de sus ojos y su deseo de que terminara cuanto antes aquella tortura. Por fin, terminó. Se marchó a su cama y se durmió. Entonces Verónica inició un llanto que nunca terminó. Entró en la ducha con la confianza de que el agua le arrancara la piel que había tocado aquel animal. Se sentía sucia hasta lo más dentro de sí. Sucia y sin nada que pudiera lavar esa herida. Amaneció un domingo soleado precioso, como si el mundo no se hubiera enterado de lo que le había ocurrido. Los chicos las llevaron en coche al autobús y mantenían una conversación fluida y jovial sin que nadie reparara en su profundo silencio. En la despedida, el violador le dijo:
- Jo, ya lo siento, es que lo de beber…
¿Pretendía justificar lo que le hizo como una consecuencia de la bebida? Verónica sabía perfectamente que habían bebido una copa o dos, pero que no habían terminado borrachos ni nada parecido. Era la burda justificación con la que trataba de acallar su propia conciencia. Pero no era la bebida lo que le llevó a hacer aquello.
Esa era la excusa. La verdad es que lo hizo porque estaba predispuesto a hacerlo. Se creía en derecho de satisfacer sus deseos sexuales esa noche y no iba a dejar que nadie se interpusiera entre él y sus deseos, ni siquiera la persona necesaria para ello. En el fondo, lo que obtuvo no fue una satisfacción sexual, a no ser que se considere como tal un simple ejercicio mecánico. Lo que obtuvo fue la satisfacción del poder, del dominio absoluto a través de la fuerza, del sometimiento de otro ser humano a sus deseos.
Verónica ni lo miró a la cara, ni le llamó cabrón, ni dijo nada, absolutamente nada. Bajó la mirada y subió al bus ¿Sería ella la culpable de lo que sucedió? ¿Habría hecho algo que diera pie a que aquel tipo se creyera con derecho a penetrarla en contra de su voluntad? Se fue a la parte trasera del bus y buscó la compañía del llanto e inmersa en aquella amargura se preguntaba por qué no había gritado. ¿Sería por vergüenza de quedar ante Alazne y los dos chicos aquellos como una mojigata, poco ‘echada para delante’? ¿Pensaría que en realidad los otros no le salvarían de su violador? ¿Qué le paralizó? Miles de preguntas y de temores le asaltaron durante todo ese interminable viaje como si buscara esa certeza que le permitiera salir de aquel pozo. Quería marcharse, quería salir de allí sin reparar en que era imposible alejarse de aquello de lo que huía. Ni los kilómetros que puso con Madrid, ni los que puso con Alazne con la que no volvió a quedar nunca más -otra pérdida sobrevenida-, ni el tiempo que tardó en poder vivir como si ‘eso’ no hubiera ocurrido, pudo borrar de su ser aquel acto de violación. Era como si aquel viaje de vuelta nunca hubiera terminado.
Ella regresó físicamente, pero una parte de la ingenuidad, de la confianza y de la fe en las posibilidades que se ofrecen en el horizonte de la juventud, se quedaron en aquel triste camastro, donde un desaprensivo se embozó en el equívoco de una situación y del alcohol para atacar de la manera más ladina y repugnante. La vida seguía igual, como si nada hubiera ocurrido. Esa normalidad hasta le dolía. ¿Cómo podía salir el sol, cómo podía pasear la gente por la calle, cómo…?
Para ella todo era ya distinto. Desde entonces, Verónica siente distorsionada la expresión ‘hacer el amor’ porque un día, un canalla, la forzó. En ocasiones, cuando escucha a alguien decir que se ha acostado con un tío casi desconocido, no puede evitar retrotraerse a aquel episodio de su vida cuando un desconocido que se metió en su cama y la violó. Verónica piensa que muchas mujeres, especialmente muchas jovencitas, han sufrido violaciones parecidas a la suya, con más o menos violencia.
Se descompone cuando imagina que, cada día, ocurren situaciones como la suya con toda normalidad. Conoce casos de amigas y conocidas que en una situación de especial vulnerabilidad como la recién estrenada juventud, se encuentran con hombres a los que “tienen que” satisfacer sin ellas quererlo. Se ven obligadas a realizar actos sexuales sin ellas desearlo por la simple razón de que el hombre lo requiere. Ese tipo de hombres está perfectamente integrado en nuestra sociedad. Son hombres que se emboscan en la normalidad, a la espera de que la circunstancia o cualquier excusa se lo ponga fácil. Desde entonces, Verónica no soporta que le obliguen a hacer algo. Le irritan los imperativos y la falta de libertad. Entiende que todo el mundo tiene que hacer cosas que no quiere, pero no soporta que le obliguen a hacerlas. No puede con el sí por el sí, con la imposición. Cree que la cultura imperante es la machista, en la que todo está diseñado para satisfacer al varón y, posiblemente, esa fue la causa principal de lo que ella sufrió con 20 años. Todo está dispuesto para que ellos puedan ver colmados fácilmente sus deseos.
Verónica empezó a estudiar Psicología. Quizás pretendía encontrar explicación a lo vivido, quizás buscaba una solución a la herida con la que tendría que vivir el resto de su vida… Lo cierto es que, en adelante, su vocación fue ayudar a los demás a buscar recursos para ‘salvar su vida’ y, de paso, encontrar los recursos necesarios para afrontar la suya.
Verónica era una joven como muchas otras de su edad. Quizás su peculiaridad era que su familia había tenido un status económico muy alto, status que ella solo pudo disfrutar en su infancia, puesto que la crisis de los 70 les golpeó duramente. Desde entonces, pasaron a ser una familia relativamente normal. A su madre, una vez perdido el trono de una vida muy acomodada, le tocó mantener a la familia con lo que vendía en una pequeña tienda de regalos, abalorios, pañuelos y sombreros de señora que había puesto con el poco dinero que quedó de la venta del solar donde estuvo ubicada la empresa de su marido, tras pagar todas las deudas acumuladas.
Con eso y con la ayuda que recibían de su abuela, consiguió sacar adelante a sus cinco hijos. Una de las inversiones imprescindibles que realizaron los padres fue pagarles una carrera universitaria. “Nunca se sabe si la suerte te sonreirá, pero si te cultivas, tienes muchas posibilidades de tener un modo de vida mejor que si no lo haces”, les repetía una y mil veces el padre. Bueno eso y todo lo que aportaba “a tu personalidad y a tu actitud ante la vida, si tienes una carrera y una buena cultura”.