A Dios rogando y con el mazo (de la sentencia) dando

Chema Álvarez

La reciente, repentina y espectacular bajada de pantalones del Gobierno de la  Junta de Extremadura ante la exigencia de los obispos de reponer las horas de religión en la ESO y en el Bachillerato, evidencia quién sigue mandando en este país  de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María.

Allí donde dije digo, ahora la Consejera de Educación dice diego, y en vez de esperar la resolución al recurso de casación interpuesto ante el Supremo, corre que se las pela a acatar el mandato del TSJEx, alegando obediencia debida a la par que dobla la cerviz ante una sentencia dictada a la sombra de la cruz.

Pero el significado de la sentencia de marras va más allá de la disputa acerca del derecho del alumnado a una hora más o una hora menos de religión. El espíritu de esta resolución tiene que ver con el poder que aún ostenta y predica la Iglesia Católica en nuestra sociedad, defensora a ultranza de la Fe, la Doctrina y, de paso, del derecho laboral de un colectivo de profesores y profesoras puesto a dedo en los centros públicos por el obispado de referencia, al que están obligados y obligadas a rendir cuentas por encima del mismo ente educativo.

Mientras buena parte de la parafernalia religiosa católica, exhibida mediante símbolos e iconos, ha desaparecido de los edificios públicos, la misma continúa estando omnipresente en los centros educativos, sobre todo en los de Infantil y Primaria. No hay colegio que se precie, ya sea público o concertado, que no albergue en sus instalaciones tales símbolos en los espacios comunes: crucifijos que quedan aún en muchas aulas y despachos, estampitas de vírgenes o de santos  a quienes rinde devoción el maestro o maestra de turno (y que guían celestialmente su faena pedagógica), calendarios del Sagrado Corazón de Jesús o de la Inmaculada Concepción, celebraciones marcadas por conmemoraciones religiosas (Navidad, Semana Santa, mayo con sus flores a María, comuniones, etc.), e incluso imágenes procesionales en el vestíbulo del edificio (éste que escribe las ha visto), por no hablar de ese nomenclátor de colegios de titularidad pública con el que el PSOE extremeño, en su día, bautizó colegios e institutos de nuestra región conforme se iban construyendo: toda una ofrenda y reconocimiento público y oficial a la labor de la Santa Madre Iglesia en Extremadura.

Así, no es de extrañar que, por lo general, cuando un alumno o alumna pasa de Primaria a Secundaria tenga más clara la idea de la Santísima Trinidad que el hecho (no teoría) de la evolución de las especies mediante la selección natural, algo que a veces ni le suena. Alumnos con más de 18 años me he encontrado yo a quienes al explicarles las teorías darwinistas provoqué un tremendo shock ideológico e intelectual, tan tranquilos como estaban ellos en su creencia del mito de Adán y Eva.

En definitiva: seguimos en las mismas que hace años con la religión y su martingala en la escuela. ¿Qué pensaríamos si en vez de crucifijos, estampitas de la Virgen, santitos y celebraciones pedagógicas encontráramos en los mencionados centros como parte del decorado símbolos de ideología política y mítines electoralistas? Seguro que otro gallo cantaría antes de que los negáramos tres veces, y por eso no me sirve para justificar la presencia de la oferta religiosa en el sistema educativo la necesidad de dejar al libre albedrío la elección del pupilaje, porque ese libre albedrío no es tal y viene más que condicionado por un contexto de currículo oculto que predispone a la genuflexión y al rezo.

Mientras la religión siga presente en la enseñanza, difícilmente podrá ésta librarse de rémoras y mermas al librepensamiento. Ya lo dejó escrito el filósofo Bertrand Russell en 1957 (Por qué no soy cristiano, Edhasa, traducción de Josefina Martínez Alinari):

“En todas las fases educativas la influencia de la superstición es desastrosa. Un cierto porcentaje de niños tiene el hábito de pensar; uno de los fines de la educación es curarlos de dicho hábito”.