Vuelve a estar en el candelero la situación de los profesores de religión en nuestro sistema educativo. Permítaseme afirmar, primeramente, que no deberían ser compatibles los ámbitos educativos modernos con la existencia de lo que se ha dado en llamar “educación religiosa” o “enseñanza religiosa”. No lo puedo comprender, aunque sea creyente, pues también soy docente. Por una parte, la religión como tal no se puede ni se debe enseñar, al tratarse de una cuestión de sentimiento, creencia y fe privada y personal; se puede descubrir, sentir, afianzar, lo que quieran. Es decir, ocurre todo lo contrario a lo que se constituye en disciplina científica como tal, y que en ese sentido se ha estudiado en las academias desde la antigüedad, en el currículo medieval y en el moderno.
Es falso, sesgado y plagado de intereses políticos el argumento que impone la existencia de la necesidad de una formación religiosa; aunque la misma está constituida de valores, mayoritariamente positivos y que tendrían cabida en la formación integral del alumno, no entran en el ámbito de lo que se entiende por materia o disciplina que pueda enseñarse como tal. Los valores se desarrollan, imbuyen las actuaciones educativas, son un credo que favorece que la educación alcance un sentido global, pero nada más.
Si bien hemos de aceptar que desde la antigüedad el poder religioso ha ostentado el poder de formar y educar a las clases más pudientes, sugestionándolas con su espíritu, la propia religión como tal nunca ha formado parte del currículo educativo de la antigüedad greco-romana en occidente, sino que se trataba de una cuestión aneja al desarrollo de la enseñanza y del ámbito particular. Hay que recordar que en la Edad Media la Iglesia, y fundamentalmente las congregaciones religiosas monásticas, eran garantes de la transmisión cultural y educativa, negada al resto de la población y que únicamente era accesible a una escasa élite. Ya entonces disponían de la información y del conocimiento, y la información es poder.
Ya en el siglo XX, tanto antes como durante la dictadura franquista, con excepción de la II República española, la asignatura de religión católica fue obligatoria. Además la religión formaba parte del ideario general de la organización escolar, y estaba presente hasta en los crucifijos de las aulas. Una vez concluyó el régimen franquista, la Iglesia y el gobierno de Adolfo Suárez forjaron, el 3 de Enero de 1979, el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales. Se reformaba así el Concordato nacionalcatolicista de 1953, para adecuarlo a la proclamación de la aconfesionalidad del Estado por la Constitución española de 1978. El mismo indica en su artículo II: Los planes educativos (…) incluirán la enseñanza de la religión católica en todos los Centros de Educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales. (…) Por respeto a la libertad de conciencia, dicha enseñanza no tendrá carácter obligatorio.
Hay que decir que a lo largo de los años ningún gobierno ha modificado de forma sustancial, o derogado, estos acuerdos con la Santa Sede, aunque sí hayan formado parte del discurso político de forma recurrente. Lo que sí se ha modificado es el estatus de la materia en el currículo propio de cada Ley educativa; desembocando en la actualidad en una asignatura optativa, en horario lectivo, y evaluable para la nota con la actual Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE).
En primer lugar, es preciso desmarcar esta asignatura del horario lectivo ordinario, pasando a ser una asignatura en horario extraescolar: ello evitaría tener que ofertar otra materia para aquellos que no deseen cursarla. En segundo lugar, es preciso dejar de contar su evaluación para la nota académica del alumnado: si bien la libertad de elección religiosa está reconocida constitucionalmente, ello nunca puede ser mérito o demérito en un expediente estrictamente académico. En tercer lugar, es conveniente transformar la asignatura en un tratamiento histórico de las religiones y de educación en valores que permita analizar con objetividad los contenidos curriculares a impartir. Y finalmente, es intolerable que la selección del profesorado que la imparte no se realice sobre criterios objetivos, públicos y de concurrencia competitiva, sino discrecionalmente por cada obispado.
Existen además diversos conflictos laborales con el profesorado de religión. El último parte de la intención de la Consejería de Educación y Empleo de “compensar” las horas que el personal laboral de Religión pudiera perder con la aplicación del nuevo decreto de currículo de secundaria en Extremadura. Está sobre la mesa la propuesta de que dediquen esas horas a coordinar las bibliotecas, o a ser los coordinadores de convivencia. Personalmente, mi opinión es que se dedicaran en esos intervalos horarios a prestar apoyos docentes en las especialidades para las que han estudiado, dado que las van a percibir como horas de docencia impartidas y no como actividades complementarias en su horario. Sería lo lógico y lo justo.
Sea como fuere, debemos transformar nuestra educación en un proyecto para un nuevo mundo del siglo XXI, o seguiremos anclados en viejos sistemas educativos de corte medieval influidos por las nocivas ideologías del siglo XX. Sistemas educativos aconfesionales, científicos e independientes de la política y de la religión se hacen más necesarios que nunca para alcanzar la calidad docente y el éxito escolar. Ninguna de esas dos circunstancias se dan en nuestro país, que continúa logrando las más altas cotas de descrédito y pobreza de resultados en los informes de la OCDE; porque no se mira lo importante, se pervierte el sentido original del estudio y la enseñanza, se obvia el conocimiento y se premia a la creencia antes que a la razón. Así nos va.