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Epitafio urgente para una aldea devorada por el fuego

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Hace dos meses exactos hacía calor, no tanto como ahora, cuando llegamos agotados a Vilar de O Caurel después de atravesar un bosque que, desde ayer, ya no existe. El fuego se lo ha llevado todo. Una docena de casas de piedra y un abrevadero, a la sombra de un alpendre de madera. Una fuente de un solo caño que vertía agua sobre un cuenco de granito en el que se bañaban tritones, renacuajos y un sapo sentado entre musgos.

Aquel día, mientras rellenaba la botella, una figura delgada surgió sin hacer ruido, como si siempre hubiese estado allí, con una manguera. Empezó a regar las tomateras que crecían apoyadas en el muro de una casa. Luego sacudió las ramas para que el sol no las quemase con una única caricia de manos enormes, llenas de grietas. Era Xan do Vilar.

Había visto un cartel clavado con grapas en una puerta cercana en la que aparecía una fotografía suya tocando una gaita encarnada. Homenaxe a Xan do Courel Quiroga 2019, decía. De repente comprendí, al ver sus manos, que todo lo que me rodeaba era obra suya. El cartel de la fuente; el vía crucis hacia a Capela de San Roque, también levantada por él; el museo etnográfico en cuya puerta, siempre abierta, había visto su foto; la geometría perfecta de los valados; unas mesas y sus bancos de madera en los que sentarse contemplando A Fraga de Vilamor…

El trabajo de toda una vida dedicada al cuidado de su lugar en el mundo que ha quedado reducido a cenizas. Antes de abandonar el pueblo de Vilar, vimos unos bastones cortados a cuchillo apoyados sobre unas rocas. Al lado una caja de latón con algunos billetes y una lasca de pizarra encima, para que el viento no se los llevase. Elegí dos caxatos y añadí un billete. Entonces no sabía que había salvado las últimas obras de Juan Sánchez Rodríguez, Xan do Vilar. 

Hace dos meses exactos hacía calor, no tanto como ahora, cuando llegamos agotados a Vilar de O Caurel después de atravesar un bosque que, desde ayer, ya no existe. El fuego se lo ha llevado todo. Una docena de casas de piedra y un abrevadero, a la sombra de un alpendre de madera. Una fuente de un solo caño que vertía agua sobre un cuenco de granito en el que se bañaban tritones, renacuajos y un sapo sentado entre musgos.

Aquel día, mientras rellenaba la botella, una figura delgada surgió sin hacer ruido, como si siempre hubiese estado allí, con una manguera. Empezó a regar las tomateras que crecían apoyadas en el muro de una casa. Luego sacudió las ramas para que el sol no las quemase con una única caricia de manos enormes, llenas de grietas. Era Xan do Vilar.