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Los panes, los peces y los pisos

Carteles de alquiler en Santiago de Compostela.

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“O sus padres son ricos o pasa droga”. Esta lección magistral la aprendí a los 18 años en Compostela, en una fiesta en un ático del Ensanche. Algunos opinarán que ya iba tarde. Entonces yo no comprendía aún cómo había gente de treinta y pico años que vivía en la ciudad y alquilaba pisos sin tener un trabajo conocido. No sabía tampoco -aún no- lo que era un rentista y desconfiaba ya de la obsesión que todos en el mundo adulto mostraban por tener una vivienda en propiedad (mis padres ya llevaban años sufriendo las consecuencias de una hipoteca precrisis de tipo variable). Claro que estoy hablando del año 2012, cuando alquilar una habitación de estudiantes en Santiago de Compostela andaba por los 100 o 150 euros (a veces más, a veces menos, dependiendo de la zona y de los muebles) y a todos nos hacía gracia que en la inmobiliaria Julio Gerpe hubiese que coger número para ser atendido, como si fuese aquello el supermercado.

Hoy, supongo, aquellos cuyos padres eran ricos, seguirán siendo ricos, y los que pasaban droga... la verdad es que no sé cómo les va a esos. Me preocupan, sobre todo, los que no eran ricos de verdad, los que vivían de unos padres que tenían lo justo para mantener a un hijo “independizado” mayor de treinta años. ¿Habrán encontrado trabajo? ¿Habrán aprobado una oposición y se habrán casado? (les advierto de que solo con aprobar una oposición no basta ya, hacen falta dos sueldos). Aunque los que más me interesan son todos los demás: los estudiantes, la gente joven, las pensionistas, las familias con ingresos bajos. ¿Dónde viven? ¿Qué suelo firme pisan? ¿En qué frágil equilibrio económico, social, emocional se sostienen?

Diría que la política española vive, en cuanto a la vivienda, en su era Carrie Bradshaw. Pareciera que los políticos progresistas en el gobierno -puntualizo esto porque ya paso de comentar los circos de la Xunta de Galicia- aplican al malestar sobre la vivienda la misma ficción que crearon a finales de los 90 los guionistas de Sexo en Nueva York: una puede permitirse vivir en un estudio bonito y céntrico, estando soltera, sin compartir gastos, trabajando poco y pasándoselo muy bien gracias a una única columna semanal en la prensa escrita. No se sabe cómo, pero se puede, ¿no? Vaya, ¿que el mundo dice que no se puede? ¿Que se queja la gente? ¿Que piden medidas concretas para solucionar esta situación? Escribamos un par de tuits. Salgamos a dar un discurso.

Parece claro que el modelo es uno (casi) gobierne quien gobierne. Y eso es triste. Es frustrante. Veo marchar a gente de la ciudad. Veo subir los alquileres. Veo amigas que firmaron contratos hace once meses y a las que ya les van a aplicar la subida del IPC (¿tanto cambió el mercado en once meses?). Leo sobre habitaciones de estudiantes en Santiago a 175, 250 y 300 euros. Veo que el estudio que yo mismo alquilé en septiembre de 2021 en un barrio del centro por 420 euros costaba, cuando me marché en septiembre de 2023, 550 (sin comunidad). 130 euros más en dos años. Y en las poblaciones de la costa, lo mismo: en los mejores casos uno encuentra alquileres de temporada septiembre-junio. ¿Y durante el verano? Pues a vivir de vuelta con tus padres. ¿Y si tus padres tampoco pudieron comprar vivienda en su día y viven de alquiler? Entonces imagino que tendrás abuelos.

Y, por supuesto, en todo esto hay especuladores grandes y especuladores pequeños. Especuladores avariciosos y otros que asumieron que especular es parte del juego y de la supervivencia. La culpa es de todos y no es de nadie. La culpa es de unos pocos, pero no nuestra, parece insinuar el gobierno. Y mientras, no hay leyes que contengan y regulen con eficiencia un mercado contra el que todos nos revolvemos. Mientras, la mayor preocupación de la ministra de Vivienda en los últimos tiempos fue pensar que la gente del sector servicios que trabaja para mantener engrasada la salvaje maquinaria turística de una ciudad o una villa quizás merezca poder vivir en esa ciudad o en esa villa en la que trabaja. Esa decencia mínima, poco más.

La mayor incógnita, entonces, es por qué seguimos soportando todo esto en lugar de mudarnos a cualquier lugar lo suficientemente barato y deshabitado (me aconseja mi madre). Parecen decirnos que está en nuestras manos regular el mercado, redistribuir la riqueza. Parece que nos culpan, ¿no? ¿Por qué no nos rendimos y nos marchamos? ¿Por qué nos quejamos y seguimos esperando el milagro de los panes, los peces y los pisos? Querida Carrie Bradshaw, ¿cómo haces para vivir en A Coruña, en Pontevedra, en Vigo, en Cangas, en Vilagarcía, en Compostela? ¿En qué futuro confías? ¿Qué secretos escondes?

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