Hace un par de días Domingo Villar sufrió un derrame cerebral. Y no sé por qué, pero no tenía ninguna duda de que iba a sobrevivirlo. No le tocaba. No le había llegado su momento de irse. No podía ser. Y hoy, hace unas pocas horas, me llegó el mazazo de la noticia. Ya está. Se acabó. Entre la cascada de emociones que se desplomaron de repente: sorpresa, dolor, incredulidad, una tristeza profundísima... emergió también una suerte de vergüenza por haber confiado, sin pensarlo en realidad, en que la vida se rige por algo parecido a la lógica; en que siempre hay tiempo. Y resulta que no. Resulta que no somos inmortales.
Es mucho más lo que nos quedaba por vivir y por hacer juntos que lo que habíamos hecho. Teníamos un millón de conversaciones pendientes que íbamos a disfrutar ya dentro de poco (en un año o año y medio a lo sumo). Porque a Domingo y a mí nos unía, en realidad, una serie de fracasos que compartíamos con una mezcla de cachondeo, resignación, y con la convicción de que le íbamos a dar la vuelta a la situación. Habíamos intentado adaptar su primera novela al cine y no lo conseguimos. Habíamos intentado adaptar su segunda novela al cine (una obra maestra, por cierto) y no lo conseguimos. Y con esa confianza ciega en que las cosas caen por su propio peso, sabíamos que íbamos a conseguirlo en la tercera.
Llevo todo el día conversando con el Domingo que vive (y seguirá viviendo) en mi cabeza, sobre esta confianza absurda . Y sobre la vida y la muerte y sobre todo lo demás.
Y Domingo, como siempre, dice cosas sensatas, cosas cabales. Que bueno, que qué se le va a hacer. Que es una pena pero que cada cosa tiene su momento, y que cuando no se puede, no se puede. Y que tampoco vamos a sufrir innecesariamente por eso.
Porque siempre fue un tipo sensato. Alguien que, tomándose muy en serio su trabajo como creador era capaz, al mismo tiempo, de no tomarse demasiado en serio a sí mismo. Y de poner en el centro eso tan complicado de intentar ser feliz. Y aprovechar la vida. Sin prisa, sin aspavientos, sin intensidades egocéntricas ni solemnidades ridículas. Disfrutando de esas cosas pequeñas y preciosas que pueblan los bares, las calles y las casas de los amigos. Esos momentiños que inudaron sus novelas de una verdad y una emoción delicadísimas, elevándolas a un lugar desde el que conectamos tantísimos lectores de todo el mundo.
Nos quedan ahora esas novelas para revisitarlo cuando lo necesitemos. Y mientras, yo y muchísimos como yo, seguiremos brindando por ti y por tu amistad.
Gracias, amigo. Te echaremos muchísimo de menos.