Manuel –nombre figurado– es salvadoreño. “Amenazado” en su país, decidió pedir asilo al Estado español, que se lo denegó. A pesar de todo, en el año 2008 logró un puesto de trabajo en Ourense, donde fue contratado como conserje de la casa sacerdotal, una residencia habitada mayoritariamente por curas de avanzada edad y dependiente del obispado. Firmó un contrato laboral y recibió instrucciones “sobre lo que tenía que hacer”, comenzando por “dormir allí” y siguiendo por tareas detalladas casi hora a hora, “desde las siete y media de la mañana, para esperar por el pan” hasta “las once de la noche”, una jornada laboral de “13 o 14 horas diarias” con un breve descanso a mediodía. Solo descansaba “de las cuatro de la tarde del sábado a las nueve de la noche del domingo”, todo a cambio del “sueldo mínimo” y sin mayores problemas hasta que el trabajador contrastó su situación “con las leyes de aquí, de las que sabía y sé muy poco”, un contraste que le valió el despido, según relata.
“Estuve así durante cuatro años, hasta que mi familia y mis amigos me preguntaron por qué tenía períodos de trabajo tan largos”, explica Manuel, en conversación con este diario. “Un día gente de aquí, de Galicia, me pidió el contrato” y constató que “no tenía por qué dormir en esa casa” y que su jornada era “de 40 horas semanales”, la correspondiente a su salario, y en ningún caso “contemplaba nocturnidad”. Con la información en la mano, el trabajador decidió hacer valer sus derechos, en primer lugar “dejando de dormir allí”. “Mi jefe”, el director del centro, “se enteró y me hizo prometer que iba a seguir durmiendo allí, yo me negué porque mi contrato no lo decía y eso –le advirtió– era denunciable”. A partir de entonces, los “pequeños signos de xenofobia” e intolerancia que Manuel había advertido durante cuatro años en los que lo llamaban “negro, extranjero y cosas de esas” comenzaron a multiplicarse.
“Seguí trabajando las mismas horas, hasta las once de la noche” y cumpliendo, como siempre, con sus múltiples labores: “recoger el pan, trasladar mercancías de una bodega hasta la cocina, llevar a los enfermos al médico, gestionar el control de los medicamentos, hacer la limpieza de todo un piso, cambiar a algunos residentes que tenían que usar pañales...”, detalla. Tras la primera protesta por el exceso de horas, a este trabajo se añadieron otras funciones, como “limpiar tirado en el suelo y a mano”.
En este escenario “hubo dos o tres veces que me quedé dormido, porque el cuerpo llega un momento que no da para más”, ilustra. En ese momento “el jefe me puso una sanción y yo me animé a poner una denuncia para que la Inspección de Trabajo revisara mis horas, porque yo no podía seguir trabajando 80 horas con un sueldo de 40”. “A los dos o tres días de poner la denuncia me dejaron una carta en la portería” del edificio, “amenazándome y diciéndome que dejara el trabajo”. Apenas una semana después Manuel recibía otra carta, la de despido, en la que no se alegaba nada referente a su labor en la residencia, sino “usando la base de que se habían metido en mi Facebook”, en el que tiene el perfil cerrado, y habían visto “comentarios que yo había hecho sobre cuestiones religiosas”. Desde el momento de la contratación “sabían que yo no soy católico” y estos comentarios eran “generales, sobre la Iglesia católica, sin mencionar a la diócesis de Ourense ni a ninguna de las personas que allí trabajan”, como “quien dice que los políticos son corruptos”, ejemplifica.
Proceso judicial
Con el despido disciplinario en manos, Manuel aún tuvo que soportar “el sermón” de uno de los dirigentes del obispado: “me decía que era una barbaridad, que cómo me había atrevido a decir eso” y, al mismo tiempo, dando “por hecho que, como yo era extranjero, me convenía estar en un lugar en el que me dieran techo y comida, para ahorrar”. Según este sacerdote, relata, “los extranjeros vienen a eso” y, si bien “no tenía por qué haber hecho” tantas horas, “tenía tiempo libre y si las hice, fue porque quise”, le argumentaron. De este modo, el obispado se niega no solo a indemnizar a Manuel, dado que fue despedido disciplinariamente, sino también a compensarlo por las horas extras impagadas.
Ya con el asesoramiento de la CIG, Manuel intentó negociar sin éxito la compensación económica y se vio abocado a un procedimiento judicial en el que aún se encuentra inmerso. Tras “hacerme sentir como un esclavo” ahora “me están llamando para que desista de la demanda, me dicen que, de todas formas, voy a salir perdiendo porque ellos tienen la razón”. Desde el sindicato ratifican también la versión del trabajador: “sigue recibiendo llamadas con amenazas, recordándole que es extranjero y que pueden influir en la consecución de un nuevo trabajo”. “Denunciamos la actitud de la diócesis ya no como empresa, sino por el carácter social que debería tener; predican una cosa y después hacen otra, amenazando a las personas, vendiéndoles favores y tratándolas como a miserables”, resumen.