La exhumación de 15 tumbas de monjas culmina la millonaria venta del convento de Santa Clara a la ciudad de Pontevedra

Daniel Salgado

7 de junio de 2022 06:00 h

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Una funeraria con sede en Santiago de Compostela iniciaba, la semana pasada, la exhumación del cementerio del antiguo predio de Santa Clara, en el centro de Pontevedra. Quince tumbas, donde habían sido enterradas 58 monjas, eran el último rastro humano de la vida conventual en el lugar, una enorme propiedad de 15.500 metros cuadrados en el centro de Pontevedra. Desde diciembre de 2021, en una operación que ha supuesto la segunda desamortización del terreno tras la del sigo XIX, pertenece al ayuntamiento, que ofrece visitas guiadas y ciclos musicales en la iglesia gótica.

Sor Purificación, de 80 años, y sor Sagrario, de 78 y abadesa, fueron las últimas de Filipinas. Abandonaron el lugar en 2017, dos años después de cesar los enterramientos en el camposanto. Entonces, el convento de la orden de las clarisas en Santiago -y mando para territorio gallego- decretó su cierre. Habían pasado casi 750 años desde la primera mención documental al recinto pontevedrés, datada en 1271. Atrás dejaban “una especie de laberinto que se fue contruyendo poco a poco”, en palabras de Manuel Rial, guía y gestor de patrimonio que se encarga de mostrar Santa Clara a los interesados.

“Las clarisas, una orden de clausura que no siempre lo fue, se parecen a los franciscanos. Y, junto a estos y los dominicos, fueron una de las tres órdenes mendicantes que se instalaron extramuros en Pontevedra”, se extiende. Mendicante y con voto de pobreza, sí, pero sin renunciar a ampliar propiedades, producir rentas, valerse incluso del denominado Privilegio Real, concedido en 1312 y renovado hasta 1814, ya en época de Fernando VII. Gracias a esta figura legal, las monjas podían elegir a 20 hombres de las comarcas que iban de Padrón (A Coruña) a Ponte Sampaio (Pontevedra) para que atendiesen sus terrenos. Estas alcanzaban de O Ribeiro, en Ourense, a O Morrazo u O Salnés, en la costa. “Era una especie de cásting”, explica Rial, “y aquellos que aceptaban, libraban de ser movilizados en caso de guerra, estaban menos sujetos a tributos”.

La primera desamortización

Los 10.000 metros cuadrados de jardines y huertos producían unos mil litros anuales de vino. Cada clarisa contaba con una asignación diaria de dos litros. “Para consumo propio”, relata el guía, uno de los mejores conocedores de un lugar todavía por investigar históricamente. Había, y todavía hay, castaños, kiwis, manzanos. Las monjas fabricaban hostias y su especialidad, el dulce de manzana. Y se dedicaban a otros negocios. En 1875 abrieron una escuela que duró hasta el franquismo. Fue una de las contrapartidas exigidas por el cardenal Payá para gestionar, ante el régimen de la Restauración y en concreto ante Alfonso XII, la devolución del convento a las clarisas. Uno de los numerosos, complejos y finalmente revertidos procesos de desamortización lo había depositado en manos del Estado, que lo utilizaba como orfanato. No importó su nueva función, el convento regresó a la orden.

Solo había sido abandonado en 1719, cuando las monjas huyeron debido a los ataques ingleses a la costa. Se refugiaron con la familia de Frei Martín Sarmiento, monje ilustrado y uno de los precursores del renacimiento cultural gallego del siglo siguiente. También la invasión francesa desató el pánico entre las ingresadas. Pero poco más. Rial dice que la Guerra Civil transcurrió sin demasiados sobresaltos y que la dictadura contribuyó a su último período de auge. “Sucedió en todos, también en los seminarios. Hubo un período de recristianización posterior a la victoria del fascismo”, señala. Que condujo al último momento de esplendor vocacional en Santa Clara: unas 50 monjas compartían celdas y clausura en Pontevedra. Y, entre otros labores, ofrecían servicio de lavandería, planchado, doblado y almidonado, del que hacían uso los militares acuartelados en Marín (Pontevedra). “Los buenos tiempos antes del declive final”, añade.

Esa cuesta abajo incluyó negocio inmobiliario -la venta de una parte de los solares para edificar, aproximadamente 7.000 metros cuadrados- y la progresiva desaparición de aspirantes a tomar los hábitos. Hasta 2017, cuando sor Sagrario y sor Purificación dejaron las instalaciones y se marcharon a Santiago. Con ellas se fue también el archivo. El convento permaneció cerrado hasta que, a finales de 2021, lo adquirió por 3,2 millones de euros el Ayuntamiento de Pontevedra. En su interior permanece el órgano, un magnífico ejemplar del siglo XVIII, los retablos o las sillas del coro, este material en cesión. El cementerio, desde la semana pasada, está vacío.

Fue la última de las dependencias ocupadas. Habían comenzado a estarlo a finales del siglo XIX, cuando las medidas higienistas recomendaron que se parase de enterrar a las monjas en los lugares hasta entonces habituales, el coro bajo o incluso el claustro, uno de los elementos más singulares del conjunto arquitectónico. En él todavía se pueden observar algunas lápidas. Pero el Papa de la época autorizó el nuevo camposanto, cuyas tumbas apenas están señalizadas con números. Sin nombres propios. “Son lápidas lisas, en señal de humildad absoluta”, expone Rial. Y ahora vacías, una vez que la funeraria ha trasladado los restos al convento de las clarisas de Santiago de Compostela, sede principal de la orden en Galicia.