Feijóo ya estuvo antes en la oposición. Fue en Galicia entre 2006 y 2009, frente a la coalición de PSdeG y BNG que gobernaba la Xunta de Galicia. Y también entonces practicó el método que ahora comienza a desplegar contra el Gobierno de Pedro Sánchez: retórica pactista pero realidad obstruccionista. Lo recuerda Emilio Pérez Touriño en su libro de memorias sobre aquella etapa. “El PP mostró una considerable dureza y agresividad en su forma de hacer oposición”, escribe. Su vicepresidente, el nacionalista Anxo Quintana, va más allá y aventura una hipótesis sobre el Feijóo líder del PP estatal: “Ya adelanto que no habrá pacto sobre el Poder Judicial. Habrá buenas palabras y después múltiples vericuetos para echarle la culpa a los demás”.
Aquel Alberto Núñez Feijóo de hace 16 años asumió el mando del PP gallego empujado por Génova. Le habían hecho el trabajo sucio: defenestrar a Cuíña, su principal rival interno en la sucesión de Fraga Iribarne. Su aura de técnico y gestor, que sigue cultivando pese a que los datos no acaban de avalarlo ni siquiera después de cuatro mayorías absolutas consecutivas, lo acompañaba. La hemeroteca recoge su presunta disposición al acuerdo con el gabinete de Touriño. Llegó a pedir pactos sobre financiación autonómica, reforma del voto emigrante, ejecución del tren de alta velocidad o en la justicia. Nada se materializó. Tampoco las ofertas que salieron de la izquierda y que sí alcanzaron la mesa de negociación. Siempre hasta que Feijóo mandó parar.
El Estatuto congelado
La reforma del Estatuto de Autonomía era entonces uno de los debates políticos principales en la Galicia de los primeros años de siglo. Catalunya o Andalucía habían llevado a sus boletines oficiales las modificaciones de sus leyes fundamentales. Socialistas y nacionalistas gallegos entendían que la tercera de las nacionalidades históricas reconocidas en la Constitución del 78 no podía quedar atrás. El Parlamento autonómico constituyó una ponencia y los trabajos avanzaron. Fue sobre esa base que, en enero de 2007, los tres líderes –Touriño, Feijóo y Quintana– se reunieron para solventar las últimas diferencias, referidas al estatus del gallego, la definición de la comunidad y la financiación. El barco se fue a las piedras y allí se quedó.
Feijóo había jurado y perjurado que su formación no sería un obstáculo. “Los nacionalistas no se arriesgarán a estar otros 25 años fuera de la reforma del Estatuto”, declaraba una semana antes del encuentro final, “[y si esto fracasa, Touriño] sería el presidente que no fue capaz de hacer una reforma del Estatuto en Galicia”. El PP se enrocó en su negativa a que la palabra nación apareciese en el texto, tampoco en el preámbulo y como referencia al Himno Gallego –su letra habla de “nazón de Breogán”. Todo descarriló. Pérez Touriño da su versión en O futuro é posible [El futuro es posible, Galaxia, 2012], sus memorias del período: el líder de la oposición, ya en plena distensión tras la constatación de que no habría reforma del Estatuto, le dijo “Emilio, pero ¿qué pretendías? ¿Que me suicidara? Me estás pidiendo un imposible”.
Quintana sitúa la clave en ese mismo punto. “Es un fiel seguidor de las consignas partidarias, aunque pueda parecer lo contrario. Que alguien me diga una sola vez en que haya contradicho las directrices de su partido”, considera, “y en aquel momento estas decían 'que se rompe España!”. Aunque entonces Feijóo intentó imputar al presidente socialista la responsabilidad “por 25 años” de los sucedido, lo cierto es que los sucesivos ejecutivos populares en Galicia aparcaron toda mención a la actualización estatutaria. Es más, Feijóo ha completado 13 años sin reclamar ninguna transferencia nueva de las competencias previstas en el Estatuto vigente desde 1981. No había sucedido antes.
La ruptura del consenso sobre el gallego
El discurso amable sobre las lenguas cooficiales del que ahora parece presumir Feijóo se levanta sobre un pecado original. Su primer gabinete, el elegido en 2009, logró un hito histórico: fue también el primero de la historia de la autonomía gallega que hizo retroceder por ley la presencia del gallego en la escuela pública. Desde entonces, los estudios registran la reducción de su uso. Pero a ese punto de no retorno llegó el presidente tras haber roto unilateralmente el consenso que, sobre la materia, operaba en la comunidad.
Durante el primer tramo del mandato del bipartito, los tres partidos habían desarrollado el Plan de Normalización Lingüística –aprobado en la etapa de Fraga con el voto de PP, PSdeG y BNG– en forma de decreto en la educación que repartía, a partes iguales, la docencia en gallego y castellano. Touriño recuerda en sus memorias que la portavoz popular en la materia, Manuela López Besteiro, llegó a comparecer junto a la conselleira socialista de Educación para felicitarse por el acuerdo y afirmar que la norma suponía “un avance para el gallego que garantiza el equilibrio con el castellano”. Pero Feijóo dijo no. No solo obligó al grupo parlamentario a desdecirse, también sumó al partido al discurso de una supuesta “imposición del gallego” que enarbolaban asociaciones extremistas. Alfonso Rueda, vicepresidente y uno de los mejor colocados para sustituir a Feijóo al frente de la Xunta, o la ex ministra Ana Pastor incluso asistieron a una manifestación convocada por Galicia Bilingüe, organización contraria a la enseñanza del gallego.
“Aquello fue tremendo”, sostiene, por su parte, Anxo Quintana, “sobre todo porque no partíamos de un disenso, partíamos de un consenso. Pero la estrategia del PP a nivel de Estado era la que era”. También del consenso partía el bipartito en otro episodio, menos mediático, y cuyos detalles también constan en O futuro é posíbel: la llamada ley de los 500 metros, con el que la coalición de Partido Socialista y BNG abrió su mandato en 2005 y que limitaba la construcción en esa franja de costa. El propio presidente de la Xunta había buscado el respaldo de la derecha. La aquiescencia de los alcaldes le parecía fundamental, sobre todo porque la norma establecía una moratoria en la construcción.
La Federación Galega de Municipios e Provincias (Fegamp), entonces presidida por un regidor popular, Xosé Crespo, de Lalín (Pontevedra), negoció con la Xunta. Pero el partido, de nuevo, abortó la operación. Touriño recuerda como el PP dio la vuelta a la situación y acabó usando a los alcaldes de ariete. Incluso repartió panfletos en los que advertían de que el bipartito iba a expropiar fincas en la costa. Y en sede parlamentaria, Feijóo afirmó que la protección del litoral “paralizaría la vida económica de Galicia”. No sería la única vez en que los populares usaron a sus alcaldes como fuerza de choque de la oposición al bipartito. Una de esas veces de manera casi literal. Fue su respuesta al intento de racionalización objetiva del reparto de fondos a los ayuntamientos, hasta ese momento más bien discrecional.
El asalto al Parlamento
Una protesta de decenas de regidores del PP contra la medida los llevó a concentrarse a las puertas del Parlamento gallego, en Santiago de Compostela, en noviembre de 2005. Aquello desembocó en la entrada por la fuerza en el recinto, empujones a la Policía incluidos. Socialistas y nacionalistas cargaron contra el Partido Popular por “violentar la democracia y sus instituciones y coaccionar el diálogo en la sede de la soberanía popular”. Mencionaron el 23-F. Su entonces primer portavoz, Alberto Núñez Feijóo, defendió lo sucedido e incluso se indignó: “Ni somos fascistas ni tenemos que ver con el 23-F”.
Los alcaldes también se pusieron al frente de las críticas del PP al bipartito por la ola de incendios de 2006. Aquel verano ardieron unas 80.000 hectáreas –77.000 según el Gobierno gallego, 86.000 según el español. Hubo además cuatro personas muertas. Touriño lo rememora con amargura en su libro de memorias. A Feijóo lo responsabiliza de “lanzar acusaciones falsas”, entre otras que el presidente estaba de vacaciones durante los fuegos. “Sin dudarlo, el PP empleó a a sus alcaldes para amplificar un clima de protesta y enfrentamiento”, asegura. Nada menos que Alfonso Rueda, vicepresidente del Gobierno gallego y entonces secretario general del PP gallego, admitía años después el papel jugado por los regidores del PP en el desgaste del bipartito. Lo hizo en declaraciones recogidas por Fran Balado en su biografía El viaje de Feijóo (Esfera de los Libros, 2021): “Habíamos tensionado mucho el tema […] Los alcaldes del PP no se han empleado nunca tan a fondo como en aquella ocasión”.
Por el Alberto Núñez Feijóo que aterriza ahora en la política madrileña han pasado 16 años. Pero algunos indicios prueban que no ha olvidado cómo entonces hizo oposición y cómo puede volver a hacerla. “Que nadie espere encontrarse un hombre de Estado”, avisa Anxo Quintana. De momento, ha retomado la comunicación de su partido con Pedro Sánchez pero se ha escabullido de hablar sobre los 11 acuerdos que le propuso el presidente del Ejecutivo central. Y ha avalado la entrada de la extrema derecha en un gobierno, el de Castilla y León, por primera vez desde la dictadura.