En línea recta no son más de 500 metros los que separan el Pavillón Municipal de Santa Isabel de uno de los centros universales de la cristiandad, la Praza do Obradoiro de Santiago de Compostela, donde la catedral alberga –supuestamente– la tumba del apóstol. A pie se pueden recorrer en cinco minutos. El mito y la realidad olvidada en apenas medio kilómetro: el solar que hoy ocupa el concurrido complejo deportivo público, que cuenta con piscina cubierta, gimnasio y canchas, lo ocupó, hasta 1973, un cuartel militar. Entonces se encontraba en ruinas, pero entre 1939 y 1946 fue una de las prisiones más pobladas del universo concentracionario del primer franquismo. Vecinos e historiadores han contado ahora con el Ayuntamiento para instalar un monolito en las inmediaciones e intentar que la zona deje de ser un “lugar de amnesia”.
Unas 1.500 personas, el 98 o 99% presos políticos, llegaron a ocupar las instalaciones en el año 1940. Procedían sobre todo de Levante y de las provincias orientales de Andalucía, las últimas regiones de la península en caer bajo la bota fascista. Jornaleros, profesionales liberales, sobre todo. Algún gallego, pero testimonial. Solo existen datos concretos de ese año, los que se conservaron en el Archivo Municipal de la ciudad y en el que figuraban como “1.500 transeúntes”. “Esa es la foto fija de la cárcel”, relata a elDiario.es el profesor Antonio Míguez Macho, decano de la Facultade de Xeografía e Historia de Santiago de Compostela y miembro del grupo de investigación Histagra, uno de los impulsores de recuperar esta memoria, “porque la información penitenciaria del franquismo”, sobre todo en ese tramo inicial de la dictadura, “es muy fragmentaria. En el cuartel solo había algunas fichas sueltas”.
Lo que conocen mejor los especialistas es la historia del edificio, construido en el siglo XVIII y de valor dentro de la denominada arquitectura militar. A lo largo de los siglos, funcionó intermitentemente como cuartel. Las condiciones no eran las mejores: húmedo y frío, cercado por dos ríos, el Sarela y el de los Sapos. De hecho, en 1925, pleno régimen de Primo de Rivera, los militares se trasladaron al Pazo do Hórreo –actual sede del Parlamento de Galicia– y el cuartel de Santa Isabel, también llamado cuartel dos Sapos, quedó inactivo. En los años de la República sufrió un incendio. Incluso durante la Guerra Civil, con Galicia sometida a los alzados desde casi el inicio, el bando golpista no lo usó. La prisión en la que encerraron a demócratas, obreros y legítimos representantes de las izquierdas estaba entonces en los bajos del Pazo de Raxoi –en la actualidad sede del Gobierno local y de algunas dependencias de la Xunta de Galicia–, en el mismo Obradoiro, enfrente a la catedral. La temida Falcona.
“Son los propios internos de la Falcona los que, obligados a trabajos forzados, se encargan de convertir en prisión el cuartel de Santa Isabel a partir de 1939”, relata Míguez Macho, “la derrota republicana hizo que el franquismo necesitase espacios penitenciarios más grandes”. En 1940, la administración fascista eleva Santa Isabel a prisión central, lo que le da mayor entidad dentro del sistema represivo de Franco, y la sitúa como una de las más grandes en Galicia. No existe documentación de quien la dirigía. “Sobre el mundo de los carceleros hay un enorme vacío. Pero en un lenguaje universal, lo que hubo allí fue un campo de concentración”, argumenta Míguez Macho, “instalaciones que tenían como fin dar salida a importantes contingentes de población reclusa”. A pocos kilómetros de Santiago hubo otro, el de Lavacolla, cuyos internos construyeron –de nuevo trabajos forzados– las pistas del aeropuerto. Hay una tesis, de Rafael García Ferreiro, que estudia la violencia franquista en Santiago de Compostela.
La ayuda de los vecinos a los presos
A Santa Isabel llegaban, ya se dijo, condenados de las últimas provincias resistentes. “Muchos sufrían un periplo penitenciario”, explica, “la política del franquismo era de dispersión. Quería apartar a los presos de su zona de origen, y que no permaneciesen demasiado tiempo en el mismo sitio”. La situación en el cuartel, “dantesca”. Algunos testimonios así lo corroboraron. Por ejemplo, el de Francisco Bejarano, un médico nacido en Valladolid, militante del Partido Comunista, condenado a muerte e indultado, que había pasado por el campo de concentración de Trasancos, en A Guarda, y que, tras su liberación, completada en 1945, se instaló en Ourense. “Él mismo atendía a otros presos durante su estancia en Santa Isabel”, recuerda Míguez Macho, “y relataba una situación de hambre generalizada, problemas sanitarios, dos, tres o cuatro muertes diarias por inanición o enfermedades”.
No se sabe el total de personas que murieron en Santa Isabel. Es más, resulta complejo calcular incluso cuántos presos murieron en las prisiones franquistas. “Los reclusos son víctimas de la misma violencia que fusilados o paseados, de los que existe un cálculo más fiable”, aduce el historiador. Histagra, el grupo de investigación de la Universidade de Santiago de Compostela del que forma parte, coordina en estos momentos la elaboración de un censo estatal de víctimas, por encargo de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática y en cumplimiento de la ley sobre la materia aprobada en 2022.
La “memoria traumática” de Santa Isabel –así la califica Míguez Macho– se había prácticamente disuelto. “La decisión de trasladar la prisión desde Raxoi significaba también expulsarla fuera de la ciudad, ocultar su presencia”, considera. Eran 500 metros, pero, en aquella época, suponían pasar del corazón del casco histórico a un descampado. Los vecinos más próximos estaban en el barrio de Vista Alegre. Fueron ellos los que prestaron algún tipo de auxilio a los internos, mantas, alimentos. Ninguno contaba con familia ni allegados en las proximidades. Cuando el régimen franquista clausuró la cárcel, en 1946, eran 1.000 los presos que sobrevivían en su interior.
Había finalizado la II Guerra Mundial y Franco estaba interesado en asear su imagen exterior. La dictadura se recolocaba en el tablero internacional al tiempo que se dibujaban los bloques de la Guerra Fría. “Hubo entonces muchos indultos con dos objetivos: reducir la población reclusa y limpiar la imagen del país”, dice, “porque había sido aliado del nazismo y el fascismo italiano”. Liberados o trasladados a otras prisiones sus inquilinos, el cuartel de Santa Isabel nunca volvió a ser utilizado. Los niños de la zona jugaban en el misterioso edificio abandonado. En los 60 se levantó en una finca adyacente el primer estadio municipal de fútbol, de nombre también Santa Isabel. En 1973, el cuartel sucumbió a los aires del desarrollismo tecnócrata y a su piqueta. “Era el final del franquismo, y el régimen quería sacarse de en medio determinado pasado más turbulento”, entiende Míguez Macho.
La idea de erigir un monolito en el lugar la impulsó la plataforma vecinal del barrio de Galeras. Histagra se sumó a la iniciativa. Los tres últimos gobiernos municipales –de Compostela Aberta, de Partido Socialista y de BNG con Compostela Aberta– lo asumieron como propio y hace unas semanas lo inauguró la alcaldesa Goretti Sanmartín. Asistieron representantes de todos los grupos municipales. “Queríamos que ese lugar de amnesia pasase a ser un lugar de memoria democrática”, resume el historiador.