Pagar por vivir en la miseria: así era la vida en el último piso trampa de Vigo desalojado por riesgo de incendio
“Claro que lo aceleró todo. Después del incendio de la calle Alfonso X el Sabio nadie quería más muertos sobre la mesa”. Elena Moredo acaba de cumplir 58 años, padece una dependencia en grado tres y una discapacidad que ronda el 70%, pero fue ella quien denunció la situación infrahumana de los inquilinos de los números 11 y 13 de la rúa Fisterra. Esa notificación al ayuntamiento de Vigo ha acabado provocando que el juzgado decrete el desalojo forzoso del inmueble, una pensión ilegal en la que le cobraban 250 euros mensuales por vivir entre la miseria.
“Eché mi miedo a verme en la calle y mi discapacidad a un lado porque, si no, nos íbamos a morir todos de una infección o de una enfermedad”. Piensa en los mohos y los hongos que salían por paredes y techo, donde el agua desbordaba las cañerías y corría por todas partes; también en el “zoológico” con el que convivían: “ratas, cucarachas, pulgas...”. Pero, desde hace unos días, piensa sobre todo en las llamas. Si en el fuego mortal de hace tres semanas, en el que perdieron la vida una madre y sus tres hijos, la causa fue un chispazo en un cuadro de luces en mal estado –y del que los bomberos habían avisado un mes antes–, aquí, la situación de la instalación eléctrica era, directamente, aterradora. El agua salía por los enchufes y bajaba por las bombillas en habitaciones sin toma de tierra. Con un agravante frente a lo sucedido en Alfonso X: si allí se trataba de un edificio abandonado donde familias sin recursos habían buscado refugio, aquí todos los residentes pagaban alquiler.
El número 11 tiene cuatro plantas útiles. Un sótano “que es como una cueva”, el bajo, primer y segundo piso. La habitación en la que malvivían Elena y su marido –un informático en paro de 61 años que sobrevive con trabajos esporádicos en el puerto– no llegaba a los seis metros cuadrados. Todo el mobiliario era la cama y un cajón “que parecía un armario pero tenía un tubo dentro”. La ropa se guardaba “en bolsas o en cajas”. La única ventana no podía abrirse más que a golpes. Cuando lo consiguieron, introdujeron una cuña y la dejaron así permanentemente para que ventilase.
Pese a la maraña de cables sin toma de tierra, la única luz provenía de una lamparita de mesa porque el agua manaba tanto por la bombilla del techo como por el interruptor. En el único enchufe, con riesgo de sobrecarga, se conectaban la tele, el aparato de teleasistencia, el viejo portátil y los dos móviles. Por toda decoración, en la pared, una grieta que veían crecer día a día. “Empezó en 30 centímetros y ya supera el metro”. El resto de la planta baja estaba ocupada por otras cuatro estancias, todas alquiladas, y las zonas comunes: un largo pasillo, una cocina sin mesa –“comíamos en la cama”– y un único baño para todos los vecinos: un excusado, una bañera desconchada y un lavabo.
A todo eso era a lo que tenía derecho Elena por sus 250 euros al mes, algo más de la mitad de los 480 de su paga, el único ingreso fijo que entraba en aquel zulo. Los alquileres oscilaban entre los 100 y los 350 euros, según la estancia. Pero a los caseros todo aquello debía de parecerles un lujo, así que buscaron nuevas fuentes de financiación. Quisieron cobrar una tasa mensual de 50 euros por habitación para poder usar la lavadora. Cambiaron la vitrocerámica por una cocina de gas y pedían otros 20 euros al mes para comprar las bombonas. Como no funcionó, porque todos se negaron a pagar, comenzaron las intimidaciones, incluidas las visitas de personas “que se hacían pasar por policías secretos”.
La peripecia vital de Elena resume algunas de las grandes crisis de las últimas décadas. Nacida en Venezuela, hija de la emigración, trabajaba como cuidadora en la residencia de mayores Barreiros propiedad de Domus VI, la primera que se vio obligada a intervenir la Xunta durante la pandemia. Poco antes de la llegada del covid, tuvo que abandonar el ático en el que vivía con su pareja porque le redujeron el contrato a media jornada. Tras una búsqueda infructuosa de piso –en muchos casos, le colgaban directamente el teléfono al oír su acento latino– encontró, cree recordar que en internet, un anuncio de alquiler de habitaciones en la rúa Fisterra.
“Obvio que vi que no estaba en buenas condiciones, pero ante la dificultad, no me quedó más opción que aceptarlo para no terminar en la calle”. El 10 de octubre de 2019 acude al Hotel Princesa a firmar el contrato de subarriendo con la sociedad Servihost 2018 SL. Como administrador de la entidad aparece Severino Pedrosa, socio en varias empresas de Cándido Álvarez, propietario del hotel, hoy cerrado. Ambos constan como administradores de Nosolar Princesa, que era la propietaria del inmueble cuando el ayuntamiento impuso sendas multas en 2019 y 2022. Sin embargo, en la actualidad, el dueño del edificio es Centro Finist SL, donde se recoge a Álvarez como administrador único. Aunque hoy aparentemente enfrentados, todo indica que propietario y subarrendador formaban parte de la misma trama. A la hora de cerrar esta información, no ha sido posible contar con su versión de los hechos.
Pero volvamos a finales de 2019, cuando se avecinaba una pandemia y el particular calvario de Elena estaba a punto de empezar.
Primero fueron los contagios en su trabajo. “¿Cómo mantienes la distancia de seguridad cuando tienes que mover a un abuelo? Apenas lo levantas, lo primero que sientes es su carita al lado de la tuya”. Sufrió covid más de una vez, adenovirus y hasta sarna “por faltas de medidas de seguridad”, tanto en Barreiros como en la residencia de Salesas-Teis, la que Domus VI presentaba como “vip” y donde residió hasta su muerte en 2016 el padre de Núñez Feijóo. En 2020, cuando ya vivía en Fisterra, sufrió “dos microictus” en 15 días que le provocaron la paresia de la que aún se está recuperando. Todavía tiene medio cuerpo paralizado, necesita asistencia para ducharse y un andador para desplazarse, pero asegura que, gracias a la rehabilitación, ha “mejorado mucho”. Por ejemplo, excepto alguna sílaba complicada que se le traba, habla ya con total normalidad.
Elena es usuaria del servicio de ayuda en el hogar. Una persona la asiste tres horas diarias de lunes a viernes –no es capaz, por ejemplo, de bañarse sola en esa bañera corroída–, por lo que su situación y la del edificio era conocida por el departamento municipal de asuntos sociales. Sin embargo, el ayuntamiento asegura que nunca recibieron informes que apuntasen a que fuese un riesgo para ellos vivir en esas condiciones. Tampoco lo denunciaba el departamento de Urbanismo. En los últimos años, se multiplicaron los expedientes y las multas, pero fueron siempre “por el estado de conservación”. “Ninguno” de los informes anteriores a la denuncia de Elena “revelaba que estuviese en peligro la seguridad del edificio y de sus moradores”.
El primer expediente sobre los números 11 y 13 de la rúa Fisterra data de febrero de 2015, cuatro años antes de que Elena se mudase a ellos. Por entonces, ya presentaban “deficientes condiciones de seguridad y ornato público” y por eso se ordenaba a los propietarios –entonces, una sociedad llamada Lógica Integral SL– tomar medidas para evitar desprendimientos y asegurar la estructura del inmueble. Dos años después, en junio, de nuevo Urbanismo solicita medidas, ahora ya “urgentes”. Ante la falta de respuesta, en octubre impone la multa mínima: 900 euros por el incumplimiento de las órdenes municipales, una cuantía que irá incrementando progresivamente ante la falta de pago.
Tras la primera sanción cambia el nombre de la sociedad propietaria de los edificios. Ahora se trata de Nosolar Princesa, SL. A ella le caerá la siguiente multa en mayo del 2019, en este caso por impago de las anteriores. En septiembre de 2021, seis años después del inicio del expediente, sin que nada cambie, el inspector señala: “El edificio continúa en muy mal estado de conservación. Como ya se indicó en anteriores inspecciones este edificio se usa a modo de pensión con personas de bajos recursos y se encuentra con graves problemas de salubridad”. Dos documentos, de 2019 y de enero de este mismo año ratifican que carecía de licencia para ejercer el alojamiento y la hostelería. En 2022, cuando a Elena le conceden la ayuda para el alquiler, la Xunta no puede hacer el pago porque la supuesta empresa arrendataria “no existe”.
En 2022 llega una nueva multa y, por fin, ya en este año, aparece una tercera empresa como propietaria de los inmuebles: Centro Finist, SL. A ella le toca recoger las últimas resoluciones. Tras el incendio mortal de Alfonso X, Elena, aterrada, escribe cartas al ayuntamiento y a la Xunta. “Las envié a todo el mundo, desde el que está más arriba hasta el de más abajo”. El 19 de octubre, una semana después del fuego, el ayuntamiento ordena el desalojo urgente de las viviendas. El 24, solicita al juez autorización para entrar en los edificios y proceder al desalojo forzoso, ya que la propiedad y la mayoría de los 40 inquilinos hacen oídos sordos. El juzgado lo concedió días después y ahora se está preparando el operativo, que implica a varios servicios municipales.
Elena y su marido ya no esperaron. Son dos de los 12 residentes que han aceptado ser recolocados de forma provisional en un motel. Con ellos se ha ido un marinero jubilado y dependiente de 66 años al que llaman cariñosamente El Abuelo y del que se han hecho cargo “porque no tiene a nadie más en el mundo”. Alimentándose a base de bocadillos, “es para lo que nos da”, se mantienen a la expectativa de lo que pueda pasar. Aunque las competencias en vivienda son de la Xunta, el ayuntamiento asegura que no se abandonará a nadie mientras dure esta “situación de emergencia”. Algunos ya han encontrado solución por sus propios medios. Otros, se da por seguro que volverán a Fisterra una vez los propietarios solucionen las deficiencias.
Los servicios sociales elaboraron un “perfil” de cada uno para buscar la respuesta más adecuada. En algunos casos, aseguran, pasará por complementar el pago de un alquiler digno. Sea lo que sea, deberá impedir que Elena y su marido vuelvan a afrontar el terror a “quedarnos en la calle y vivir bajo un puente”. El mismo terror que les hizo aceptar las condiciones infrahumanas de los alquileres de la rúa Fisterra.
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