Los últimos días de Pompeya y mi primera exposición inmersiva
De un tiempo a esta parte, la cartelera de ocio y cultura se ha llenado de autodenominadas exposiciones inmersivas. En el momento que escribo, es la primera sugerencia de búsqueda en Google cuando comienzas a teclear exposiciones, y esto algo querrá decir. Recientemente, he estado en la primera de ellas, la que actualmente se programa en Matadero sobre Pompeya. Con semejante pobreza de historial no me atrevería nunca a juzgarla dentro de su género, pero sí a hablar de mi primera vez y a analizar el encaje en la categoría exposiciones, sobre la que escribo habitualmente.
Fui con niños y amigos y, lo primero que quiero decir en aras de la transparencia democrática, es que a la mayoría de los visitantes les gustó la exposición (a los niños les entusiasmó, incluso). Personalmente, me pareció un espectáculo agradable y desaprovechado… que difícilmente cabe en la definición difusa de lo que una exposición es.
Empecemos por la parte descriptiva. Los últimos días de Pompeya explota la tecnología 3D y otras técnicas audiovisuales para introducir al espectador –más que visitante– en la historia de la destrucción de la ciudad romana por la erupción del Vesubio.
La exposición comienza con un preámbulo que justifica, precisamente, el empleo del término. Algunos paneles explicativos, réplicas de las famosas figuras en molde inmortalizadas justo antes de morir por la ceniza, y unas pocas piezas romanas –vidrio romano, alguna lucerna, etc–. Una muestra escueta y de poca relevancia cuyo mayor problema es estar pensado como el vestíbulo de lo mollar.
Pasamos entonces a una sala enorme que deja clara la elección de una de las naves de Matadero para el evento. Allí, sentados, asistimos a la proyección de 1.200 m2 a nuestro alrededor e, incluso, bajo nuestros pies, que recrea Pompeya, su destrucción y descubrimiento en 1748. Personalmente, la pieza audiovisual me aburrió una vez pasado el primer impacto. Uno espera un poco de sentido narrativo, como les debió pasar a aquellos primeros espectadores del cinematógrafo después de ver venir la máquina del tren.
Tras pasar por unas máquinas de vending, hicimos cola para la sala de realidad virtual donde, decenas de personas recorríamos la típica casa romana con gafas 3D puestas. Me pareció la sala que más se ajustaba a una experiencia cultural, con explicaciones acordes a lo que uno estaba viendo y sentido museográfico. Además, los avatares de los visitantes son cabezas de estatuas romanas y resultaban muy graciosos.
Sin embargo, me sucedió lo contrario en la última de las salas. De nuevo con las gafas de realidad virtual puestas y, esta vez todos sentados en una silla, nos vemos dentro de un circo romano. Sin explicación alguna sobre el propio circo, solo para sentir la cercanía tecnológica de unos gladiadores luchando a tu lado y verte sumergido en el coso inundado para una naumaquia. Pura barraca de feria que recuerda que las exposiciones inmersivas también se llaman experiencias, que es una palabra que dice todo y nada, pero que seguramente se acerca más en su indefinición a la descripción de lo que son, al menos en este caso.
Los últimos días de Pompeya me hizo pensar en el potencial de la tecnología como recurso educativo complementario y en la posibilidad de que, como ha sucedido con la industria del videojuego, una narración más sofisticada eleve las experiencias inmersivas de curiosidad efectista a experiencia artística. Un camino que, de todas maneras, el cine lleva experimentando sin mucho éxito casi desde que existe con proyecciones olorosas, en las que la platea se mueve…y en tres dimensiones desde hace décadas.
Una buena exposición –tampoco hay tantas– te acompaña más allá de la tienda de souvenirs y te ofrece la explicación de un fenómeno a través de lo matérico. A la salida de esta muestra, los asistentes, la mayoría satisfechos con el divertimento, comentamos muchas cosas acerca de las gafas de realidad virtual. Pero nada sobre Pompeya.
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