En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.
Anuncian que pasamos de fase y me pregunto si soy la única que prefiero quedarme como estoy
A mitad de febrero viajé a Italia por trabajo, a un pueblo diminuto entre Roma y Pescara. Me acuerdo de comentar con asombro: “Woaooo han anunciado que suspenden el MWC en Barcelona”. Mi hermana mayor es médica, y yo soy un poco hipocondriaca, por lo que nuestro tema de conversación favorito llevaba días siendo el nuevo coronavirus, que si había que tener miedo o no, que si los chinos conseguirían pararlo ahí. La verdad que parecía que sí, que así sería.
A los pocos días, ya de vuelta en Barcelona y estando en la empresa, recibí un email, me enviaban a casa por haber viajado a Italia. Me sentí extraña, tendría que hacer teletrabajo durante dos semanas. No había más indicaciones pero yo tenía preguntas: ¿puedo hacer vida normal?, ¿debo ponerme en cuarentena estricta y no salir de casa? Nadie sabía nada, recogí mis cosas y me fui con la sensación de ser la apestada de la oficina. Esa misma tarde me avisaron de que había sido un error, yo no había estado en el norte de Italia. Al día siguiente de nuevo en la oficina, nos reímos de la cuarentena más corta de la historia.
Siguiente semana, siguiente cuarentena fallida. Otro email, esta vez avisando de que había un caso positivo en la empresa y de que, a pesar de que la persona había estado una sola hora en su puesto de trabajo durante toda la semana, nos mandaban a todos para casa hasta próxima orden. Esta vez no me preocupó, ya no era la única, además tenía la casa entera para mí, mi novio estaba en Lisboa por trabajo, y de ahí se iría a un retiro de meditación. Un día duró esta vez, pronto informaron que desinfectarían el edificio durante el fin de semana y el lunes volvimos.
En aquel entonces la recomendación general era lavarse las manos, todo lo demás era propio de 'pirados', yo misma desconfié de alguno suelto que vi en el metro llevando mascarilla. En fin, no había que preocuparse más de la cuenta, pero yo ese fin de semana tenía un viaje a Pamplona para ver a mi familia que anulé. Para ser sinceros no fue mi decisión, seguí el consejo de mi hermana aunque con cierta resignación.
De pronto, saltaron las alarmas. Esa semana, el martes, al salir del trabajo, fui al fisio y de ahí a casa, me dolía un poco el cuerpo pensé “es normal con la machacada que me acaban de meter en los músculos...”. Pero por la noche tuve fiebre, bueno febrícula, como me dijo quien me atendió en el 112. “Pero en mi trabajo ya ha habido casos de coronavirus, contesté yo asustada. Me transfirieron con otra persona.”¿Has estado más de 15 minutos a menos de dos metros de la persona infectada?“. Le respondí que no y se despidió con un ”que te mejores, debe ser otra cosa, es tiempo de catarros y gripes“. Acto seguido mandé un whatsapp a mi novio y otro a mi hermana: ”Estoy infectada, tengo fiebre“. Y así comenzó mi cuarentena anticipada. Leo, ese día entraba en su retiro y ya no lo podría contactar en los próximos 10 días.
Pasé tres días de fiebre, durmiendo y arrastrándome por la casa. Me subió a 38,5. Me medía la temperatura como 50 veces al día registrando las medidas, buscando cualquier nuevo indicio para volver a llamar a urgencias. Pero la verdad es que no tenía tos, y no fue a más. Al tercer día anunciaron el cierre de centros educativos en toda España. Me despertó la llamada de Leo: “Cierran el retiro vuelvo para casa”.
Aterrizó en Barcelona en uno de los últimos vuelos el día antes de que iniciaran el estado de alarma. En mi caso, fue él quien se puso en cuarentena, se metió en el cuarto pequeño y solo salía de ahí con mascarilla, hablábamos de lejos y en la terraza, pero aún así se sentía bien la compañía. Entonces la cuarentena general llegó, no había otra forma de pararlo. Nos concienciamos, más o menos rápido, seguro que a unos les costó mas que otros, pero el miedo al colapso sanitario nos mantuvo en casa.
Yo mejoré, pero mi suegro, que llevaba unos días con tos, empeoró. Le subió la fiebre, le duró días. Pronto se pasará, pensábamos, tiene 69 años pero ninguna patología previa, ademas buenos pulmones, nadador toda la vida. Pero no fue así. Llamaron a urgencias varias veces, pero nada, de momento quedarse en casa y paracetamol. Hasta que no hubo otra que llevarlo a urgencias, ingresó por neumonía grave bilateral, lo más probable causada por la COVID-19. Y así comenzaron cinco semanas complicadas, con muy poca información y muchos nervios. Su madre sola en su casa, probablemente infectada también, nosotros en la nuestra, y su padre aislado en el hospital.
Las noticias llegaban a cuentagotas. No fui consciente de la gravedad hasta que pasados unos días lo ingresaron en la UCI, intubado y sedado, última opción. Esto es como una subida al Everest, es un esfuerzo continuo y prolongado. Lo que tiene que hacer es aguantar, nos dijo la doctora. Por suerte así fue, después de 18 días su cuerpo retomó fuerzas y gracias a todo el equipo del hospital aguantó, y salió. Esos días estar encerrados era la menor de nuestras preocupaciones. Al despertarse no podía hablar, por la traqueotomía, pero el primer mensaje que mandó decía: “Escuchen mi voz, ahora soy Frankestein”.
Hoy anuncian que en Barcelona pasamos de fase y me pregunto si soy la única que prefiero quedarme como estoy. ¿Será que tengo el síndrome de Estocolmo y por eso prefiero quedarme en mi prisión? No sé, es solo a ratos que tengo esta sensación, no quiero que vuelva el miedo ni la angustia por el colapso sanitario. Me he acostumbrado a madrugar y dar paseos en bici. A llevar siempre la mascarilla y el bote de gel en el bolso. A ver a poca gente y pasar muchas horas en casa, a hacer mis propias galletas, pan y croquetas y hasta me envalentoné con un ramen.
La normalidad a medias asusta un poco.
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