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Adela, su hijo y su nuera le daban a la señora 450 euros todos los meses. A esa cantidad sumaban otro pico para el agua. La luz estaba incluida. La señora les confirmaba el pago del alquiler devolviéndoles un recibo en el que aparecían su firma y DNI. La rutina se repitió cada treinta días durante más de dos años. Papeles por papel, de mano en mano. Un acuerdo de palabra, sin contrato de por medio. “Pagamos hasta que a la señora, que ya era muy mayor, tuvieron que ingresarla en una residencia”, dice Adela. “Le preguntamos a su hijo a quién debíamos pagar a partir de ese momento y él, muy sorprendido, nos preguntó por qué le estábamos pagando a su madre si ella no era la propietaria ni tenía relación directa con los dueños de la finca”.
Según explica Adela, tanto ellos, como las otras “ocho o nueve familias” que vivían en tres antiguos barracones del Ejército que se habían convertido en viviendas después de que el terreno a las afueras de Eivissa en el que se encontraban perdiera su uso militar, sólo entonces se dieron cuenta de lo que había ocurrido. Aquella anciana con la que, además de compartir vecindario, tenían “una relación de mucha confianza, casi de amistad”, les había estado estafando, según su versión. “El hijo nos contó que a su madre le dejaban vivir allí porque él sí conocía a los dueños y les pidió el favor para que la señora disfrutara su vejez en un lugar bonito, con jardín y un patio muy soleado. Pero ella, según nos dijo, no tenía permiso para realquilar las casas. Nosotros siempre pensamos que lo hacía con el consentimiento de la propiedad. El hijo nos dijo también que él no sabía nada y que no tenía ni idea de qué había hecho su madre con el dinero que pagamos”, comenta Adela.
Aquel sinsabor es “agua pasada” para ella, pero volvió a su cabeza recientemente. Ocurrió al confirmarse el fallo judicial que hacía ganar a los propietarios –una promotora inmobiliaria llamada Ibiza Dalt Developments, con sede en Pozuelo de Alarcón, Madrid– el proceso para sacar de la finca a las personas que vivían allí. El desahucio se produjo el 8 de mayo. No hubo incidentes, pese a que durante el desconfinamiento la población se había multiplicado por tres. De la treintena de vecinos que durante la última década y media había habitado los barracones –varias familias, hubo menores hasta el último día–, se había saltado a más de ochenta personas. Los últimos en establecerse dormían en caravanas, furgonetas o infraviviendas, aparcadas o construidas en la mitad sur de la parcela. La amplitud, 11 mil metros cuadrados, la convertía en el lugar perfecto para que en pocos meses se alzara otro de los poblados chabolistas que hoy proliferan en el extrarradio de la capital ibicenca.
Adela, que no se llama así pero prefiere no desvelar su nombre real, cuenta su historia con un hilo de voz. Lo que “más daño” le hizo cuando tuvo que abandonar la casa por la que pagó un alquiler a quien no debía durante dos años y donde siguió viviendo, después, durante doce más, “es que algunos medios publicaran” que había “pegado una patada en la puerta” para colarse en un hogar ajeno. Que midan “con el mismo rasero a todo el mundo”. Mientras crecía el asentamiento de chabolas, ella sintió que “tarde o temprano” se verían “en la calle”. Pero, insiste, su caso, “y no es el único”, tiene un origen tan peculiar como distinto: “Los recibos que todavía conservo y que pusimos en manos de nuestra abogada demuestran que ni mi familia ni otras personas tuvimos intención de okupar ilegalmente”.
Los recibos demuestran que ni mi familia ni otras personas tuvimos intención de okupar ilegalmente. El hijo de nuestra supuesta casera nos preguntó por qué estábamos pagando a su madre si ella no era la propietaria ni tenía relación directa con los dueños de la finca
“Están pidiendo mil euros por alquilar una cama”
Aunque Adela no está todavía jubilada, ha cumplido los sesenta. Con su sueldo, dice, en Eivissa no puede aspirar a pagar una habitación en un piso compartido. “Están pidiendo mil euros por una cama”. Su red de afectos la sostuvo tras el desahucio: mientras los padres de sus nietos trasladaban a la familia a una caravana, ella ha encontrado acomodo en casa de una antigua nuera con la que tiene “muy buena relación”. “Así vamos tirando, pero lo que tengo claro es que no quiero marcharme de esta isla. No nací aquí, pero soy ibicenca: llegué con seis años”, comenta.
Nunca compró una vivienda y de alquiler vivía cuando, en 2010, por el boca a boca, decidió mudarse a la finca a la que ya no puede entrar. “Primero vino mi hijo con su familia y luego vine yo con otro de mis hijos. Estas casas nos parecieron un paraíso: pagábamos menos alquiler que en el piso donde vivíamos, muy húmedo y oscuro, y teníamos luz, aire libre, espacio para que los niños jugaran, el colegio al que iban estaba a dos pasos, teníamos el mar cerca, se podía ir andando al centro… Fueron unos años muy felices porque, además, todos los inquilinos nos llevábamos muy bien. Uno de ellos se encargaba del mantenimiento, teníamos la finca preciosa e, incluso, en nuestra casa la señora nos dio permiso para que construyéramos un altillo de madera”.
Primero vino mi hijo con su familia y luego vine yo con otro de mis hijos. Estas casas nos parecieron un paraíso: pagábamos menos alquiler que en el piso donde vivíamos, muy húmedo y oscuro, y teníamos luz, aire libre, espacio para que los niños jugaran, el colegio al que iban estaba a dos pasos, teníamos el mar cerca, se podía ir andando al centro… Fueron unos años muy felices porque, además, todos los inquilinos nos llevábamos muy bien
Los días, asegura Adela, no cambiaron mucho cuando desapareció la falsa casera: llamando a camiones cisterna llenaban los depósitos que hacían manar los grifos de las casas y vaciaban la fosa séptica donde se acumulaban la inmundicia que se escurría por las cañerías. “Todo se pagaba a escote, nadie se escaqueaba”. Pero también aparecieron problemas que evidenciaban el limbo en el que se encontraban: dice Adela que hasta que no tuvieron que encargarse de la gestión de la finca no se habían percatado, por ejemplo, de que la luz estaba pinchada.
– ¿Nunca pensasteis que acabaría apareciendo la propiedad y que querría utilizar su terreno?
– Nunca nos negamos a pagar, lo haríamos con sumo gusto si fuera una cantidad razonable, sólo queríamos saber a quién. Nosotros lo que intentamos fue ponernos en contacto con el propietario del terreno, pero no hubo manera. Lo máximo que llegamos a averiguar es que se trataba de un banco irlandés. Era imposible comunicarse con ellos. Pasó el tiempo, nadie vino. Hubo quien decidió marcharse porque encontró algo mejor y más seguro, algo cada vez más difícil porque los precios no hacían más que subir y subir. Por eso, cuando alguien dejaba su casa, rápidamente avisábamos a algún conocido que estuviera buscando una buena vivienda y no la encontraba, y se venía. No había problemas de convivencia: éramos siempre veinte y treinta personas, nos llevábamos muy bien, colaborábamos. Hará unos siete años llamamos a los servicios sociales del Ayuntamiento [de Eivissa] para que comprobaran que estábamos viviendo allí en condiciones más que dignas. También vino la Policía Local. Fue entonces cuando nos empadronamos aquí. En mi DNI todavía no sale la dirección porque no lo he renovado desde entonces, pero tengo el certificado de empadronamiento.
El gabinete de comunicación municipal explica que, efectivamente, ha habido personas empadronadas en la finca. En el momento del desahucio eran tres las viviendas, pero llegaron a ser cinco: dos con informe policial, una con informe de entidad social y dos más con contrato de alquiler. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca, el único colectivo que según Adela “se ha preocupado realmente” por la situación de los inquilinos de la finca, desconoce quién podía estar empadronado con un arrendamiento legal, pero apunta a otro hombre que vive en la finca desde hace más de una década. No dormía en los barracones. Ocupaba una casa mucho más grande, situada en el centro de la parcela, a apenas veinte metros del patio que formaban las otras viviendas, un edificio que había albergado un restaurante y, después, un hotel con sala de fiestas muy conocido en la isla, el Rustic. La misma persona que, en nombre de la propiedad de la finca, presentó la denuncia en los juzgados de Eivissa para activar el proceso de desahucio.
Adela cuenta su versión de los hechos: “Necesitaban su ayuda para echarnos. Creemos que los propietarios, cuando quisieron hacer uso de los terrenos, hablaron con él y lo contrataron como vigilante, falsificando la fecha del contrato para que pareciera que entró a vivir aquí gracias a ese trabajo. Pero nosotros ya vivíamos aquí cuando llegó este chico: el hijo de la señora que nos cobraba el alquiler lo alojó en la casa grande para que le echara un ojo a su madre. Mi familia y yo siempre tuvimos buena relación con él, pero fueron sus asuntos los que nos trajeron problemas”.
La afectada pone un ejemplo: “Él guardaba una moto en un garaje y cuando, después de la pandemia, la zona de abajo del terreno ya se había llenado de casetas y furgos, una de esas personas aprovechó que este chico estaba de vacaciones para abrirle el garaje y meterse allí. ¿Por qué tengo que vivir en una caseta hecha con cuatro maderas si este tiene hasta garaje?, debió pensar. Pero, claro, cuando el otro volvió no le hizo gracia lo que había pasado: fue a buscar al tío que se había metido en el garaje, se pelearon y tuvo que venir la policía. Pero los problemas venían de lejos: al marcharse la señora a la residencia y quedarse a su aire, ya había decidido alquilar las habitaciones de la casa grande”.
Un hombre que vive en un edificio que había albergado un restaurante presentó, en nombre de la propiedad, la denuncia para activar el proceso de desahucio. 'Necesitaban su ayuda para echarnos. Mi familia y yo siempre tuvimos buena relación con él, pero fueron sus asuntos los que nos trajeron problemas', comenta Adela, una de las desahuciadas
“Y cuando nos dimos cuenta de que esa persona no era el dueño y que nadie pagaba por vivir allí dentro, nos negamos a seguir pagándole. Yo tuve que darle 2.400 euros para entrar en la habitación que me alquiló: seis meses por adelantado. Parece poco porque han pasado unos cuantos años y la situación es mucho más grave para encontrar casa en Eivissa. Si tienes animales, como es mi caso, ahora pueden pedirte 15 mil euros por adelantado para alquilar algo decente. Es imposible, en la isla no encuentras nada. Hasta la policía duerme en los coches porque no tiene donde ir. A vecinos nuestros, que intentaron salir antes del desahucio, les han estafado con ofertas falsas”, explica Amanda. Mientras escuchaba el relato de Adela, esta mujer, que tampoco quiere aparecer en el reportaje con su verdadero nombre, asentía con la cabeza. Su situación es calcada a la de la familia de la mujer que era su vecina hasta hace tres semanas: aunque tiene trabajo, el único sitio que ha encontrado para alojarse tras el desahucio es una caravana.
Cuando nos dimos cuenta de que esa persona no era el dueño y que nadie pagaba por vivir allí dentro, nos negamos a seguir pagándole. Yo tuve que darle 2.400 euros para entrar en la habitación que me alquiló: seis meses por adelantado. Si tienes animales, como es mi caso, ahora pueden pedirte 15 mil euros por adelantado para alquilar algo decente
Más suerte, pero mayor esfuerzo económico, están haciendo Aurora (otro alter ego) y su compañero. En el piso que encontraron hace unas semanas pagarán 2 mil euros mensuales. Está en Platja d’en Bossa, en un edificio “muy ruidoso”, lleno de “pisos turísticos, encima de un club musical”. El alquiler está comiéndose casi íntegramente los sueldos de ambos. “Nos quedan unos 400 euros después de pagar la mensualidad”. Esta pareja fue la primera en vivir gratis en los barracones porque entraron en el apartamento donde se alojaba la falsa casera. Lo amueblaron “con gusto” y le hicieron “un mantenimiento profundo”, relata Aurora mientras enseña su viejo apartamento en un vídeo que tiene guardado en la memoria de su móvil. Desde el desahucio lo ha visto varias veces. Cuando le da al play se le escapa alguna lágrima, dice. “¿Cómo es posible que los trabajadores que hacemos posible que funcionen los negocios, de todo el año o de temporada, no podamos pagar una vivienda con nuestros sueldos?”, pregunta Amanda.
No quieren marcharse de la isla
Las tres conversan a menos de cincuenta metros de sus antiguos hogares. Están en el parque donde jugaban los nietos de Adela y al que –según sospechan en la PAH– todavía le faltan algunas piezas de la valla que lo delimita porque acabaron dentro de la finca. Alguien las arrancó para construir en el poblado chabolista un corral donde guardar gallos: las peleas a picotazos eran uno de los negocios al margen de la ley que supuestamente se practicaban en las infraviviendas que se desmantelaron a principios de mayo. Estos jardines, con columpios y toboganes, llevan el nombre del poeta ibicenco más leído entre los que han escrito y escriben en catalán, Marià Villangómez. Quizás, sus versos más famosos son los que invitan a buscar lo imposible para mantener vivo el deseo:
voler l’impossible ens cal (hace falta querer lo imposible)
i que no mori el desig (y que no muera el deseo)
Las tres desahuciadas quieren obedecer esa idea. Amanda reconoce que ha sentido la tentación de probar suerte lejos de Eivissa, pero que, mientras pueda vivir en su caravana, se quedará. Como le ocurre a Adela, Aurora se niega a tirar la toalla. Ha pasado más de la mitad de su vida aquí: se instaló en la isla hace casi tres décadas. Los sucesos de los últimos meses le han afectado “anímicamente”: “He pedido bajas en el trabajo por depresión y funciono a base de pastillas”. “En las redes sociales tienes que leer a personas que nos invitan a marcharnos porque en la península la vivienda no es tan cara. ¿Pero por qué voy a tener que irme? Lo que ha pasado es que la gente se ha vuelto muy egoísta y alquila habitaciones a mil euros”, se lamenta Adela. Y añade: “Señores ricos y famosos, no vengan a la isla. La gente que os cocina y os sirve está durmiendo en tiendas de campaña”.