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“Jimi Hendrix debe echarnos un cable desde arriba”: el incierto futuro del colmado del rock and roll

Al descolgar el teléfono, escuchó la voz de un periodista de la prensa local:

– Me gustaría hacerte una entrevista. ¿Qué opinas del decreto de alcaldía que ordena cerrar Can Jordi?

– ¿Qué?… ¿Qué?

– Sí, hombre, ¿no lo sabes? 

– ¿Pero de qué me hablas?

– De la denuncia…

El mensaje shockeó a la persona que había recibido la llamada. “Me sabe mal que te enteres por mí”, le dijo el periodista. Sin recuperarse del blancazo, Vicent Marí Torres contestó:

– A mí lo que me sabe mal es enterarme, sea como sea, porque esto es un intento de asesinato, ¿no?

Vicent Marí Torres es el dueño de Can Jordi. En los últimos quince años, este colmado centenario (su historia documentada se remonta a 1914) se ha convertido en un punto de encuentro para los habitantes de Eivissa que aman el blues o el rock and roll.  La noticia que acababa de conocer por boca del periodista no era para tomársela a broma. El Ajuntament de Sant Josep de sa Talaia, el municipio donde se encuentra comercio que es, a la vez, tasca, aferrado al arcén de la carretera que cruza el término de este a oeste, había emitido un decreto para cerrar el negocio por funcionar sin licencia de actividad. 

Ni era un rumor ni cabían posibles interpretaciones: el periodista tenía entre sus manos un expediente aprobado por la junta de gobierno municipal. Las filtraciones son más veloces que las cosas de palacio. Cuando la gestoría con la que trabaja el tendero devenido en promotor de conciertos recibió el expediente a través de los cauces oficiales, la amenaza de cierre que enfrentaba Can Jordi llevaba varios días llenando titulares en los medios de la isla.

“Si el dron vio algo, fue a mí barriendo”

“Revisados los archivos municipales, no consta que el establecimiento Can Jordi disponga de título habilitante para ejercer su actividad”. Así comienza el expediente municipal. Se redactó a partir de un informe técnico –fechado el 28 de noviembre– y se aprobó –el 5 de diciembre– justo antes del puente de la Inmaculada. El documento explica que hay constancia “de comunicaciones periódicas de ambientaciones musicales en vivo”; es decir, de solicitudes de permisos para organizar conciertos de pequeño formato en el colmado. Le da a los propietarios quince días para presentar alegaciones. Y reconoce que el afectado, Vicent Marí Torres, ya intentó legalizar el estatus del negocio en 2016: entonces, dice el expediente, se presentaron hojas de reclamaciones fechadas en los setenta (con el membrete del Ministerio de Información y Turismo franquista). Material insuficiente para conseguir un permiso de autorización turística.

Considerado el asunto, el decreto impone una multa económica (de 16.500 euros) y clausura la terraza del comercio. Es en la terraza, una pequeña explanada de asfalto, donde los jueves al caer el sol y los sábados a mediodía se toca, se canta y se baila. ¿El motivo del cierre? “Priorizar la seguridad de las personas” y reducir “el riesgo que producen los vehículos que transitan por una carretera primaria a escasos metros de distancia”. Es frecuente que no quepa ni un alfiler en la terraza de Can Jordi, sobre todo, los sábados. El informe dice apoyarse en unas imágenes tomadas por dron el 7 de julio pasado. Al mirar la fecha en el calendario, Vicent Marí suelta una carcajada y dice:

– Si vieron algo con el dron debía ser yo barriendo la puerta de la tienda. El 7 de julio fue domingo y los domingos Can Jordi está cerrado.

“Es un faro social y cultural”

Mientras Ariel Rot rascaba el fondo de una paella donde se había cocinado un arroz a banda no imaginaba que, horas antes de ofrecer un concierto con sus músicos en la plaza de Sant Josep, desenfundaría la guitarra acústica para improvisar algún blues en el porche acristalado de un barcito que, cambiando el paisaje mediterráneo por las inmensas plantaciones del deep south, se parecería, como si de un primo lejanísimo se tratara, a un junk joint; ese almacén de ultramarinos que también es taberna, casa de apuestas, y piedra angular de la idiosincrasia afroamericana; un lugar donde se toca, se canta y se baila y que está aferrado al arcén de una carretera que cruza Mississippi, Alabama o Georgia. 

Era abril de 2009. Si la casualidad no hubiera llevado, después de comerse un bullit de peix en un restaurante con vistas al mar, al autor de Me estás atrapando otra vez hasta Can Jordi, el cuento quizás habría sido distinto. Aquella jam session lo cambió todo. Los punteos del ex Tequila y ex Rodríguez enloquecieron al personal. A las escalas pentatónicas y hexatónicas que se marcó el guitarrista argentino le nacieron hijas. Una actuación fue encadenándose con otra. El mismo Ariel Rot volvería a la terraza del colmado, años después, con su acústica. No había entonces en Eivissa demasiados escenarios para que los estilos de raíz americana sonaran en directo. Bolo a bolo, en aquel rincón del sur ibicenco se armó un programa de música en directo que, como la gira de Bob Dylan, nunca se ha detenido. Can Jordi había encontrado un público, una fauna a la que cobijar. 

Los más fieles retratan el lugar como si fuera un santuario. “Can Jordi va mucho más allá de los conciertos. Allí se habla, por supuesto, de música, pero también de literatura, cine… Can Jordi es un transmisor de humanidades: eso es lo que perderíamos si, por desgracia, algún día deja de existir”, dice Albert Oliva, cliente, cantante y guitarrista. Soulman Sal (alias de Sandro Moreno), el líder de la banda Uncle Sal, uno de los grupos locales que actúan habitualmente en el colmado: “Hay bandas que se han formado a partir de que sus miembros se han conocido en la terraza del bar. El tópico de que vas a un bar a evadir tus problemas allí se hace realidad… No hablo de conversaciones de borrachera, sino de verdadera amistad”.

El periodista Xescu Prats, familiar de los Marí Torres, escribió un libro sobre la historia del antiguo negocio de ultramarinos. Conoce de primera mano, entonces, su evolución a lo largo de las décadas: “Can Jordi es un faro social y cultural. Social porque aquí se encuentran los vecinos de la zona, que no tienen otro lugar al que acudir a comprar el pan, una sandía o pienso para las gallinas; a echar una partida de ajedrez, a recoger la correspondencia que les deja el cartero porque sus casas están demasiado diseminadas o a tomar una cerveza con los amigos al caer la tarde, a un precio popular que no se incrementa ni cuando hay conciertos. Y es un faro cultural porque, sin proponérselo, ha congregado una comunidad de artistas impresionante a su alrededor cuya luz alcanza hasta más allá de las reducidas fronteras de Ibiza”.

Uno de los mejores altavoces que ha tenido Can Jordi en los últimos años fuera de la isla ha sido el festival Maldelcap. Las proyecciones de cortometrajes, y los monólogos y conversatorios de este ciclo siempre terminan con un bolo acústico a la orilla de la carretera de Sant Josep. “Organizar un festival contracultural en Ibiza en noviembre es como para volverse loco. Tratar con instituciones, pelear con técnicos… siempre hay algo de sufrimiento y desasosiego excepto en Can Jordi, que es una jugada ganadora”, explican Pedro López e Inma Saranova, los directores de Maldelcap. “Es una experiencia única, algo que solo puede pasar en Ibiza, la Ibiza en la que queremos vivir, no la marca Ibiza que nos va acabar expulsando a todas y todos”, añaden.

El dueño del colmado utiliza una hipérbole para completar el argumento de sus clientes y amigos: “Aquí atendemos a los currelas que vienen a primera hora y a los que aparecen casi a las diez de la noche cuando terminan de trabajar. Yo no puedo cobrar más de dos euros y medio por una mitjana de cerveza. Llegará un día donde la gente normal no encuentre lugares a los que ir en Eivissa. Tendrán que comerse el bocadillo de chorizo en un beach club por 20 euros”.

“Quiero arreglar los papeles, pero es un negocio centenario”

Vicent Roig tiene a su derecha al jefe de la policía local de Sant Josep de sa Talaia y enfrente a concejales de su equipo de gobierno. Detrás de ellos hay varios periodistas, que acaban de escuchar el balance policial en el municipio durante el último año. Cifras, fechas, operativos y, antes del turno de preguntas, un apunte más que introduce el alcalde por voluntad propia: Can Jordi. El alcalde carraspea y empieza a acusar a la persona que ha filtrado el expediente que multa y amenaza con cerrar el negocio por falta de licencia de “haber actuado de mala fe”, siendo “consciente de lo que estaba haciendo”: 

–No es la primera vez que la oposición filtra un documento. (...) La filtración incomoda que técnicamente se pueda trabajar. Este [caso] es uno más y afecta a un tercero; en sus derechos de defensa, explotación, y como propietario.

Vicent Roig advierte de que “queda registro” de las descargas del expediente. Y añade: “Facilitaremos toda la información que necesite la propiedad si quiere hacer una denuncia. (...) Estoy orgulloso de tener un local como Can Jordi en el municipio. Tenemos que garantizar el futuro de esa actividad. Tiene que ir con seguridad y en línea con la normativa vigente. Si ocurriera algo, las aseguradoras no responderían si falta documentación en el expediente de actividad del negocio”.

Los periodistas hacen algunas preguntas, el alcalde las responde. Aplauso de los concejales cuando termina. Fin de la comparecencia.

La rueda de prensa se ofrece un jueves (12 de diciembre), horas después de que Vicent Roig y Vicent Jordi se hayan visto las caras por primera vez desde que se filtró el expediente. Entre medias, se cuentan por cientos los likes que acumulan las publicaciones en las redes sociales del comercio, que es a la vez una tasca, y viceversa, donde explican su punto de vista sobre el asunto. La clientela está indignada, muestra su solidaridad con un espacio que consideran único. Se ha iniciado también una recogida de firmas en contra del posible cierre. “Hemos ido a una reunión con el alcalde de nuestro pueblo. Los problemas son documentales. Pasan los años y uno tiene que actualizarse. Pero buscaremos la manera de solucionarlo. Lo que no haremos nunca será cambiar. Por tanto, seguiremos trabajando y haciendo lo que os gusta. ¡Música!”, se lee en el Instagram de Can Jordi. El alcalde comenta el post desde su perfil personal: “Juntos trabajaremos para daros una solución definitiva a una situación de incerteza, que vosotros y los vecinos, sufrís desde hace demasiados años”.

Pero, ¿hay solución para que la música no enmudezca en Can Jordi? ¿Puede adaptarse una vivienda levantada a principios del siglo XX, que no tiene licencia, en regla, para funcionar como comercio y como tasca, a las normativas del siglo XXI?

“Quiero arreglar papeles, pero deben entender que es un negocio que tiene más de cien años y hay cosas que no se pueden cambiar. Las paredes de Can Jordi no las vamos a tocar, son sagradas. Según el alcalde, la pretensión es ayudarnos: no dependerá de él, porque tiene que pasar por el Consell d'Eivissa, pero nos ha hablado de crear un vial para peatones y que sea así más seguro llegar al bar. Eso nos vendría genial porque tengo que admitir que soy el primer sorprendido de que no haya pasado nunca nada: Jimi Hendrix debe echarnos un cable desde arriba. Salí reconfortado [de la reunión] porque veo que, de una manera o de otra, el alcalde está con nosotros. La ley… no tanto. Pero de una manera u otra se tendrá que resolver. ¿Cómo? Eso escapa de mi ámbito. Según creo yo, las cosas no se hacen así. Si no tienen intención de quitar la multa… Continúo pensando que está mal puesta. Los expedientes están mal hechos y las alegaciones lo explicarán”.

–¿Habrá denuncia por la filtración? El alcalde colaboraría facilitando la información necesaria.

–No, yo no quiero guerra. Levanto la bandera blanca.

–Pero ha sentado mal.

–Tiene tela marinera que se filtre un expediente, con mi nombre, mis apellidos y mi DNI desde una Administración pública, pero lo que me ha sentado mal es lo que dice el expediente, todo eso de la clausura definitiva. No creo que la gente deba tener interés por cerrar un sitio al que sus abuelos ya iban a tomar cafés. Con esta forma de hacer las cosas parece que estemos en el eje del mal. Nosotros ya habíamos enviado la documentación que enviamos ahora, quizás no tan completa, dos veces. Mediante instancias. Y no contestaron nunca. Fue en 2012 y 2016

–¿Por qué no hubo respuesta?

[silencio]

–Eso es lo que me pregunto. Ahora me han dado la respuesta que no quería.

Quiero arreglar papeles, pero deben entender que es un negocio que tiene más de cien años y hay cosas que no se pueden cambiar. Las paredes de Can Jordi no las vamos a tocar, son sagradas. El alcalde nos ha hablado de crear un vial para peatones y que sea así más seguro llegar al bar. Eso nos vendría genial porque tengo que admitir que soy el primer sorprendido de que no haya pasado nunca nada

¿Cómo frenar el ocio sin licencia?

Josep Marí Ribas es uno de los políticos que más poder ha tenido en el PSOE ibicenco desde la restauración democrática. Conocido por el apodo familiar, Agustinet acaba de anunciar que se retirará cuando termine el año. Hasta este mismo fin de semana su trayectoria parecía eterna. Empieza en los ochenta, como concejal en la oposición de Sant Josep, su municipio; sigue en los noventa, como conseller insular de Urbanisme i Turisme, y diputado autonómico; continúa en las décadas siguientes, ya como alcalde josepí y conseller de Mobilitat, Habitatge i Territori en el último Govern de Francina Armengol, que le arropó en su despedida. En los últimos meses, Josep Marí Ribas había dejado la secretaría general de los socialistas ibicencos, pero se mantenía en la oposición del Consell d’Eivissa: su candidatura fue claramente derrotada por el PP en las elecciones insulares de 2023. 

El nombre de Agustinet también está asociado a Can Jordi. Él ya era conseller balear cuando el Govern otorgó a Can Jordi el distintivo de comercio emblemático (2022). Él era alcalde cuando en 2017 el Consell d'Eivissa, también gobernado por el PSOE en coalición con Podem y Esquerra Unida, otorgó el premio al mérito ciudadano al colmado por su contribución cultural. Y también lo era cuando, un año antes, la familia Marí Torres intentó, sin éxito, legalizar la situación de su negocio. 

El grupo municipal del PSOE en el Ajuntament de Sant Josep tampoco ha querido valorar los hechos, pese a que Vicent Roig, el alcalde actual, les señala como posibles autores de la filtración. Agustinet tampoco ha querido participar en este reportaje porque, según explicó su jefe de prensa, “desconoce los detalles de la situación que se está dando”. La situación que se está dando, no obstante, se dio en bastantes ocasiones, en otros lugares, en otras empresas, durante las dos etapas en las que el veterano socialista estuvo al frente del Ajuntament de Sant Josep (2007-2011 y 2015-2021).

En 2008, se cerró DC-10 por exceso de aforo: con una licencia para café-concierto funcionaba como una discoteca multiplicando, al menos, por seis la capacidad permitida (de 65 a más de 400 clientes). En 2017, se suspendió la actividad del Bora Bora (una discoteca sobre la arena de Platja d’en Bossa) y se ordenó “el cese de actividad de Cova Santa”. Este club nocturno funcionaba enmascarado tras una licencia de restaurante, y con el que el dueño de Can Jordi, en nombre de los vecinos de Can Puvill, había sido muy crítico por los ruidos que producía: entre el colmado y la discoteca hay quinientos metros en línea recta. Antes, en 2015, los socialistas de Sant Josep habían iniciado una campaña para revisar las licencias en los locales de ocio: encontraron más de un establecimiento que se “atrevía a trabajar sin ningún tipo de permiso”. La frase es de Paquita Ribas, mano derecha de Agustinet durante sus primeros gobiernos. Acabaron enfrentados, con la teniente de alcalde saliendo del equipo de gobierno, rompiendo su carné del PSOE y montando, en 2019 y sin éxito, su propia candidatura municipalista. 

Uno de los grandes puntos de fricción entre ambos fue la manera de controlar el ocio. El desencuentro más sonado ocurrió durante el verano de 2011. El alcalde estaba de vacaciones y su delfina ordenó precintar los altavoces de Ushuaïa. Miles de personas pagaban una buena suma de dinero cada tarde por bailar y beber en sus fiestas. Al volver a su despacho, Agustinet dio marcha atrás y dejó que la electrónica siguiera sonando junto a la piscina de un hotel que no tenía licencia de discoteca. 

Poco después, la Ley Turística impulsada por el Govern de José Ramón Bauzá (PP) trazó una zona gris para que los alojamientos turísticos pudieran organizar saraos diarios con aforo de festival. Era 2012. Los socialistas ya no gobernaban Sant Josep. Una moción de censura los había descabalgado del poder. Un año más tarde, con el PP al mando, un informe municipal legalizó la terraza de novecientos metros cuadrados que un beach club, el Blue Marlin, había construído con una licencia de obra menor. Sobre la terraza pesaba una orden de derribo. Sobre la terraza también se organizaban fiestas en las que se cobraba entrada. Como si fuera una discoteca. Sin serlo. 

Ahora, el talante de los populares parece ser diferente. Igual que lleva ocurriendo desde hace tiempo (el punto álgido fue el desconfinamiento), la policía visita con frecuencia casas de campo y villas de lujo donde se programan eventos ilegales. Ese tipo de operativos se cuentan por decenas al acabar el año en un municipio que abarca toda la costa sur de la isla. En la rueda de prensa en la que habló de Can Jordi, Vicent Roig destacó que en los últimos meses se habían cerrado un club de playa y una discoteca. “¿Por qué no se han filtrado, entonces, los expedientes con los que hemos paralizado los equipos de música de veinticuatro locales [que no cumplían con la normativa]? ”Porque no convenía. [Filtrando el expediente de Can Jordi] Se buscaba el conflicto. El desgaste político“.

La denuncia parte de una vecina

Cuando se le pregunta por su oficio, Vicent Jordi responde que es “un tendero barato, más payés que un arado con ruedas”. Y pone una coletilla embadurnada de sorna: “Un pringado”. Sus patillas, afiladas, y el tupé que sigue levantando su flequillo le dan más aspecto de rocker que de botiguer. Si se le aprieta, requiebro dialéctico. Considera que él sólo abrió la puerta –“Can Jordi es un garito al que le gusta mucho el blues y sus hijos”– y que, hasta donde le da, trata de controlar que Can Puvill, ese barrio de casas diseminadas donde él mismo nació y del que ejerció de portavoz cuando Cova Santa se pasó de decibelios, no colapse cuando el rythm and blues suena en el colmado. 

No siempre es posible. El aparcamiento de Can Jordi no da abasto y los caminos de los alrededores se llenan de coches y motos. Entonces, se aparca donde se puede. Nueva finta:

– Hasta donde yo sé, el único atasco que se produce es cuando viene el camión cada tres meses a vaciar la fosa séptica. Mi opinión es que esto tiene un gran componente de odio o rencor.

– ¿Por una cuestión personal, ideológica, o por qué motivo?

– Yo no tengo ni ideología ni personalidad. Los músicos le han dado relevancia a un lugar normal y corriente, y la cosa se ha desmadrado un poco. Nosotros somos como hemos sido siempre. 

– Según me han dicho, ha sido una vecina la que ha denunciado al Ayuntamiento que estos conciertos le molestan.

– Sí, sé quién es y es una lástima. Su madre era amiga de la mía, y yo me he criado con ella y con su hermana. No entiendo cómo los mismos vecinos con los que toda la vida hemos tenido buena relación (incluso les labrábamos la finca y los ayudábamos cuando les hacía falta)... No sé qué ha pasado. No creo que seamos unos delincuentes. Yo no envié a mis trabajadores al ERTE durante el COVID porque decidí permanecer abierto. Pensé que le hacíamos falta a los vecinos. Luego hemos tenido que devolver los 4.500 euros de ayuda que nos dio el Consell d'Eivissa (más los 300 euros del interés) porque no constábamos en ningún registro del Ayuntamiento. Entonces, ¿las facturas que tengo aquí, de mi abuelo, que [a principios de los años cuarenta] vendía mil trescientos y pico de quilos de arroz al propio Ayuntamiento, que tienen el sello municipal… ? ¿Y ahora dicen que tenemos que proceder al cierre definitivo? ¡Pero, por favor!

Esas son precisamente, “cierre definitivo”, las palabras que remarca Mónica Fernández. Concejala de Medi Ambient durante el último mandato de Agustinet es actualmente la portavoz de Unidas Podemos en el Ajuntament de Sant Josep. Niega haber filtrado el expediente a la prensa local. “El alcalde dice que no se va a cerrar, pero el decreto dice otra cosa. Lo que tiene que hacer el alcalde en vez de amenazar con el cierre es sentarse y encontrar una solución”.

– Es lo que anunció en rueda de prensa que está haciendo. 

– Tendría que haberse sentado con los propietarios de Can Jordi antes de que ese decreto saliera a la luz. Se hubiese evitado mucha polémica. Pero el alcalde de Sant Josep recula en todo. Primero se tira y luego da marcha atrás, como hizo con el caso del Carrer Margalida Llogat.

– Pero, concejala, ¿cómo es posible que se premie a un establecimiento que funciona sin licencia? Dejando de lado el simbolismo que pueda tener Can Jordi.

–¿Cómo ha podido pasar? Pues porque es muy difícil saberlo todo. Yo creo que es muy importante que los políticos ofrezcamos soluciones. Si aquel premio se le hubiera dado el Ayuntamiento, aunque nosotros estábamos entonces en la oposición, nos habríamos metido más en revisar la documentación de Can Jordi. La normativa está para cumplirla. Sí, por supuesto. Tiene que cumplir Can Jordi, con cien años de historia y con un premio a la ciudadanía, y estando inscrito en los establecimientos emblemáticos del Govern, y tienen que cumplir el Malibú o el Beso Beach, que llevan funcionando sin título habilitante desde la Ley de Costas, y están en un parque natural (en ses Salines). 

La normativa está para cumplirla. Tiene que cumplir Can Jordi, con cien años de historia y con un premio a la ciudadanía, y estando inscrito en los establecimientos emblemáticos del Govern, y tienen que cumplir el Malibú o el Beso Beach, que llevan funcionando sin título habilitante desde la Ley de Costas, y están en un parque natural

Música proscrita

Guitarra, bajo, batería y micrófono: cuatro playmobils tocan en silencio un rock and roll. Algo apartado, un quinto beatle. Recoge un barril plateado y una silla rojiza; podría ser la versión jibarizada del amo del local. A la espalda de los muñecos, una miniatura de la casa: la fachada blanca, el porche acristalado, un cartel amarillo, sobre la barandilla del terrat, en el que unas letras azulonas escriben las palabras Can Jordi Blues Station. Delante de los cinco pares de ojos de plástico, una banda de carne y hueso tocando heavy metal. 

Fuera, un frío muy húmedo. Manos en los bolsillos del abrigo. Dentro, sonrisas, charlas, planes para arreglar el mundo desde unas sillas y unos taburetes de esparto encordado. El vaho empaña los ventanales donde rebotan golpes de batería mezclados con el tintineo de botellines de cerveza y copas de licor. El palo, la frígola, y las hierbas reposan en unas mesas, bajas, donde aterrizan platos de coca de pimientos, de trozos de sobrasada, camaiot o queso, de galletas marineras. La bebida y la comida se sirven entre una barra de madera y un mostrador de charcutería. Junto al inodoro, el hueco en el muro encalado conduce a una habitación. En su momento debió de serlo, cuando Can Jordi era simplemente una casa. Desde hace tiempo ya se ha transformado en un espacio cultural: en esa estancia se organizan tertulias literarias, partidas de ajedrez, expos, como la muestra de ilustraciones relacionadas con el 25-N que cuelgan de las paredes durante estos días.

El resto de las paredes de Can Jordi son como un pórtico gótico. Se pueden leer. Hay fotos, dibujos, carteles, pegatinas, “vendo moto”, variedad de proclamas, una estelada XS, dedicatorias de amor escritas a rotulador, esbozos de viñetas, posavasos en vertical, Jim Morrison observando la escena desde su negativo más famoso, el que le hizo inmortal (los rizos rebeldes, la mirada torva, los pómulos afilados, el torso desnudo cruzado por un collar), versos de músicos, grupos, bandas, solistas tan universales como locales, tan famosos como amateurs. Son las gargantas, los labios y los dedos que interpretan las canciones que se escuchan por los altavoces de Can Jordi cuando brilla el sol y un paisanaje variopinto anima la terraza, tertulias particulares hilvanando un murmullo comunal en la isla del hedonismo exclusivo.

Pero es jueves y ya se marchó la última luz. Hasta nueva orden, siguen sonando dos guitarras eléctricas, una batería y un bajo en el porche acristalado. Ahora la música está proscrita en el exterior. Llegará el finde y la semana nueva traerá una imagen insólita: la terraza de Can Jordi está ahora rodeada por una pequeña valla de madera. Empiezan los cambios para conseguir la licencia.