La portada de mañana
Acceder
16 grandes ciudades no están en el sistema VioGén
El Gobierno estudia excluir a los ultraderechistas de la acusación popular
OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Las nietas de las invisibilizadas viudas de la Guerra Civil: “Mi abuela se quedó sola, ni ropa de luto le dejaron traer”

Esther Ballesteros

Mallorca —
9 de mayo de 2024 22:19 h

0

“Mi abuela esperó a tener a sus cinco hijos criados para morir en un mar de pena”. Maria Antònia Oliver es nieta de Catalina Llompart, cuyo marido, Andreu París, desapareció después de que los fascistas le dijeran que había sido liberado de la prisión franquista de Can Mir. Nunca más volvió a verlo. Entre 1936 y 1937, la actividad más dura e intensa de la represión en Mallorca se centró en los hombres encarcelados en aquel mismo lugar sobre el que, en la actualidad, se levantan los populares cines Augusta, en Palma. Allí se implementó y normalizó la práctica de las 'sacas': cada dos o tres días, los presos eran 'liberados' y, conducidos bajo engaño por grupos de falangistas, acababan fusilados en las cunetas de las carreteras y en las tapias de los cementerios. Las nietas –y nietos, hijos e hijas...– recuerdan a aquellas mujeres que, pese a que lo sacrificaron todo para salir adelante, permanecieron invisibilizadas durante mucho tiempo: “Se quedaron en silencio, rotas por dentro, con una mano delante y otra detrás”, relatan.

Oliver, presidenta de la Asociación de Memòria de Mallorca, se emociona cuando recuerda la historia de su abuela, a la que no llegó a conocer. Fue su madre, y también su tía Catalina, quienes le relataron cómo se llevaron a su abuelo, zapatero, miembro del sindicato La Justicia y “una persona muy activa políticamente” que destacó por la lucha a favor de la clase trabajadora. Era julio de 1936. Manuel Goded, recién proclamado comandante militar de Balears, acababa de declarar el estado de guerra. En Inca, donde residía la familia de Oliver, ya circulaban los rumores de que había personas con poder e influencia que se reunían en un café. Uno de ellos, el que a la postre se convertiría en el notario del magnate y posterior patrocinador del franquismo Juan March. “Eran contrarios a la República y se sospechaba que tramaban alguna cosa”, contaría mucho tiempo después la madre de Maria Antònia, Antònia París, quien tenía entonces once años.

Los rumores acabaron materializándose cuando varios falangistas armados salieron de la iglesia de Santa Maria la Major y tomaron de inmediato el poder. En la calle se palpaba el miedo. De boca en boca se comentaba que había comenzado la guerra en España y las sospechas acerca de si los sublevados habían detenido a unos y a otros comenzaron a correr como la pólvora. En agosto, los guardias civiles llamaron a Andreu París -junto a un cuñado y un tío de su mujer-. No tenía nada que ocultar y, pese a las súplicas de su mujer, se presentó en el cuartel. Desde allí lo llevaron a Can Mir, adonde Antònia le llevaba comida y ropa. Un día, transcurridos siete meses, le dijeron a su hija que no volviera, que había quedado en libertad. “Mi madre se fue de inmediato a llamar a mi abuela, que trabajaba en una fábrica de Inca”, cuenta Maria Antònia Oliver a elDiario.es.

Esperándolo cada tarde en la estación de tren

Hasta la estación de tren próxima al antiguo almacén de maderas reconvertido en cárcel franquista llegó no sólo su abuela con su hija pequeña en brazos, sino también otras mujeres del pueblo que, desesperadas, “comenzaron a ir por todo, a Gobernación Civil y a otros edificios oficiales, preguntando adónde se lo habían llevado”, relata su nieta, quien, transcurridos cerca de 90 años, continúa haciéndose la misma pregunta. Nunca encontraron el cuerpo de Andreu París. En Inca, la más pequeña de las hijas se dirigía cada tarde a las cinco a esperar el tren que llegaba de Palma para ver si veía bajar a su padre. “Le habían dicho que era un hombre muy guapo y que llevaría puesto un abrigo azul marino, que era el que su madre le había llevado a la prisión cuando comenzó a hacer frío”, cuenta Oliver. Pero nunca lo vio apearse de ninguno de los vagones.

A su ausencia se unió el hecho de que la familia nunca tuvo en las manos un documento que certificase que había muerto. Una circunstancia que impidió que la mujer de París, como tantas otras en circunstancias similares, pudiera cobrar algún tipo de pensión. “El falangista que fue a casa de mi abuela no quiso firmar ningún documento en el que constara que su marido había muerto”, recrimina Oliver, recordando que esto también provocó que uno de los hijos del matrimonio se viese obligado a hacer el servicio militar, del que estaban exentos aquellos que demostrasen que debían colaborar en casa ante la ausencia del padre fallecido. Ninguno de los cinco hijos pudieron tampoco ser reconocidos como huérfanos.

A la ausencia de Andreu París se unió el hecho de que la familia nunca tuvo en las manos un documento que certificase que había fallecido. Una circunstancia que impidió que su mujer, Catalina Llompart, como tantas otras en circunstancias similares, pudiera cobrar algún tipo de pensión. Ninguno de sus cinco hijos pudieron tampoco ser reconocidos como huérfanos

La abuela de Oliver se incorporó entonces a ayudar como modista a la madre de los hermanos Sancho Forges, jugadores del club de fútbol Constància que, seguramente como Andreu París, fueron asesinados en el cementerio de Porreres. “Mi abuela lo pasó muy mal. Murió con poco más de cuarenta años, cuando sus hijos ya estaban criados”, recuerda la presidenta de Memòria de Mallorca, quien señala que el dolor de Catalina Llompart “fue el de muchas más mujeres”. “Mujeres que se iban a los cementerios, en silencio y rotas por dentro, y buscaban sin descanso a ver si encontraban a sus maridos, algún trozo de ropa que las condujera a ellos. Las que realmente quedaron heridas de muerte fueron ellas y, pese a ello, tuvieron que sacar a su familia adelante”, sentencia.

Un mensaje grabado en el cinturón

Catalina Aragón fue una de ellas. A su marido, Joan Cunill, militante del sindicato de pasteleros de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), lo fusilaron los fascistas el 23 de octubre de 1936 en El Puerto de Santa María (Cádiz). En una carta, su hija, María Cunill, recuerda los duros momentos que atravesó su familia y cómo, tras el asesinato de su padre, les devolvieron la ropa, un cinturón y la funda de su almohada. Poco después, la viuda descubrió un mensaje en el reverso del cinturón que su esposo había escrito con un objeto punzante o incluso con sus propias uñas: “Nos decías que marcháramos hacia Mallorca, que tu familia de aquí nos ayudaría; ya debías de ver que te podían matar y querías que estuviéramos salvaguardadas y lo mejor posible. Aparte de matarte, padre mío, nos robaron nuestra casa y el horno de Cádiz. 'Sa' mamá, en avanzado estado de gestación, te hizo caso y hacia Palma nos marchamos”, relata.

Como la abuela de Maria Antònia Oliver, la hija del pastelero recuerda que se quedaron “sin nada”, de forma que su madre “tuvo que trabajar mucho”: “Lavaba ropa de sol a sol, con la pena, sin derechos y marcada para siempre”. Cunill alude a la foto en la que aparece su madre “guapa y sana” cuando “todo estaba bien, antes de que los fascistas armaran el golpe de estado contra nuestra República”. Sin embargo, en otra foto posterior, relata cómo había cambiado: “No parece la misma: delgada, triste y sin salud”. La mujer murió cinco años después de que lo hiciera su marido, enferma de tuberculosis.

Las tropelías de los fascistas alcanzaban tal amoralidad que, en el caso de Andreu Sastre Ferragut, fusilado por los requetés el 13 de agosto de 1936, convencieron a su familia de que había fallecido en un accidente de tráfico. Fue su hija, Maria Sastre, quien cincuenta años después, en 1986, logró que un juez reconociera que su padre había sido asesinado por los franquistas. Josep Baño Sastre, nieto de Andreu Sastre y sobrino de Maria, lo relata así: “Segunda madre y tieta mía. No sé cómo lo has hecho, pero desde el 19 de noviembre de 2020 se ha hablado mucho de tu padre, mi abuelo, Andreu Sastre Ferragut (el abuelo que no conocí) [...]. Desde que tuve uso de razón, sé que, desde el 16 de agosto de 1936 en que supiste que los fascistas querían hacer desaparecer la memoria de su nombre, empezaste una lucha para no se perdiera [...], siempre con mentiras de los militares y la poca colaboración del consistorio de Selva, donde nació mi abuelo”.

Sastre, tornero de profesión, fue acribillado a tiros en el kilómetro 14 de la carretera que une Palma y Valldemossa y enterrado dos días después en el cementerio de este último municipio. Su esposa, Antònia Vicens, otra de las mujeres que peleó por sobrevivir sin su marido a los embates de la dictadura, identificó su cadáver tres años después. Sin embargo, fue su hija quien logró destapar el engaño con el que los franquistas envolvieron la muerte de su padre. La asociación por la memoria Arrelam Biniamar Binibona Caimari Moscari Selva llevó a cabo un acto de homenaje en su nombre y logró que éste figure en los memoriales del cementerio de Palma. “Has ganado... ¡después de tantos sufrimientos y tantas batallas!”, agradece Baño en una misiva a su tía.

También Francesca Pasqual recuerda en una carta a su abuelo, Antoni Pasqual Galmés, militante de Esquerra Republicana y propietario del café Sa Bassa. Un día, un grupo de detenidos fueron exhibidos de cara a la pared de ese mismo local cuando uno de ellos, dirigiéndose a Moreó, como se le conocía a Pascual, le dijo que la sed le torturaba. Pasqual no lo dudó y le dio un vaso de agua. Pero ese gesto de altruismo le costó caro: los falangistas lo detuvieron y lo asesinaron en el cementerio de Son Coletes, en la localidad mallorquina de Manacor. Era el 8 de septiembre de 1936 y, durante muchos años, las preguntas atormentaron a su nieta: “¿Era soldado?”, “¿fue una bomba?”, “¿dónde está enterrado?”. “Un fusilamiento no entraba para nada dentro de mi imaginario”, confiesa.

“Había envejecido de repente”

En su misiva, Francisca recuerda que su abuela, del mismo nombre, no hablaba nunca de lo sucedido. “De hecho, ella llevó el luto tan profundamente que murió muy joven, cuando yo solo tenía nueve años. Demasiado temprano para el despertar de mi amodorrada conciencia”, cuenta. “La abuela se quedó sola, con tres niños pequeños, con el disgusto, y nada más. Los fascistas se llevaron su alegría, pero también todo el menaje de la casa. Ni ropa, ni vajilla..., nada: ni ropa de luto le dejaron traer”. La nieta recuerda que en pocos días perdió el color de los cabellos, que “le quedaron blanquísimos para siempre”, e incluso cómo, “a partir de aquel desastre, nunca más volvió a menstruar. Había envejecido de repente”.

Mi abuela llevó el luto tan profundamente que murió muy joven, cuando yo solo tenía nueve años. Demasiado temprano para el despertar de mi amodorrada conciencia. Se quedó sola, con tres niños pequeños, con el disgusto, y nada más. Los fascistas se llevaron su alegría

Desde el asesinato de su marido, Francisca tuvo que hacer “mucho trabajo y mal pagado”, sufriendo además el rechazo de muchas familias que no querían en su casa “a la mujer de un rojo, ni siquiera para fregar la escalera”. Sin embargo, a pesar del dolor, la viuda de Moreó logró sacar adelante a sus hijos “sin contagiar a su familia con el rencor y la rabia que tanto daño ya habían hecho”, como relata su nieta. “Era apacible, dulce y paciente. Nos transmitía paz, leyéndonos fábulas a los cuatro nietos, que nos sentábamos su alrededor, al lado del pino que nos daba sombra mientras esperábamos que bajara el sol del verano”. 

Con los años, Francisca supo que su abuelo había sido ejecutado “vilmente”. Se enteró gracias al Diccionari Vermell, de Llorenç Capellà, quien en 1989 logró identificar con nombres y apellidos a cerca de novecientas víctimas mortales de la represión franquista. La expedición de milicianos republicanos liderados por el capitán Alberto Bayo había reembarcado y, con las prisas, decenas de soldados se quedaron en tierra y acabaron rindiéndose a los fascistas. Antes de matarlos, los exhibieron en Sa Bassa durante horas bajo el sol de septiembre. “Un miliciano se mareó y tú, abuelo, generoso y humano, le llevaste un vaso de agua para aliviarlo. Los fascistas te lo recriminaron y tú proclamaste que el miliciano también era una persona. Un grupo de gente que miraba te apoyó y los fascistas callaron. Pero al día siguiente te vinieron a buscar, armados de fusiles, y nunca te volvimos a ver”.