S'Espalmador, el 'triángulo de las Bermudas' balear donde naufragan los barcos por la masificación turística
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Navegar entre Eivissa y Formentera nunca fue sencillo. Sobre un eje norte–sur de cinco quilómetros, los marineros deben andarse con ojo para esquivar una docena de islotes de distintos tamaños. La zona es un campo de minas. Hay corrientes, aguas menos profundas de lo que aparentan y un paso principal de apenas ochocientos metros de amplitud. A ese estrecho lo llaman es Freus y está marcado por dos faros, el de la Illa des Penjats, en el lado ibicenco, y el de la Illa des Porcs, en el formenterense, bien pegado a s'Espalmador. Con sus dos quilómetros cuadrados, es el pedazo de tierra más grande entre las Pitiüses, y bien podría ser bautizado (metafóricamente) como el 'Triángulo de las Bermudas' del Mediterráneo español. Es un caramelo para cualquier dueño de una embarcación de recreo y un santuario para las aves marinas (pardelas, cormoranes, alcatraces, gaviotas de Audouin…), pero, también, el escenario de bastantes naufragios. Algunos, muy recientes.
Quien olvida el sentido común o se despista compra boletos para sufrir un accidente en s’Espalmador. El último ocurrió justo al empezar este verano, la víspera de San Juan. Un barco de dieciocho metros aterrizó sobre la isla después de chocar contra unas rocas. En 2023, la quilla de una lancha mordió unos bajíos cerca de es Gorrinets, una de las puntas que afilan esta costa, y se hundió. Dos años antes, la pareja de tripulantes que pilotaba una lancha de trece metros salió ilesa después de embarrancar en sa Torreta, un islote mucho más pequeño que, en la zona norte de la costa de poniente, forma un canal de cien metros de anchura, el lugar preferido para fondear de los ibicencos que navegan hasta s’Espalmador para pasar el día. Un quilómetro al sur de sa Torreta se encuentra la Illa de Casteví. Apenas una roca, pero cargada de peligro si se peca de inexperiencia o exceso de confianza. Bien lo saben los ferris de línea. En 2020, el Ecolux de la naviera Baleària quedó varado en allí. En 2016, embarrancó un buque de la compañía Aquabus, afortunadamente, con sólo doce personas a bordo. No hubo heridos. En 2012, el Maverick II, también de Baleària, se subió directamente al peñón de Casteví con veintisiete personas dentro del barco.
Los 40 metros de eslora y nueve y medio de manga se convirtieron en un espectáculo: igual que ocurrió con los naufragios anteriores, los pasajeros que viajaban entre los puertos de Vila y la Savina sacaban cámaras y proto smartphones para fotografiarlo cuando pasaban junto al lugar del accidente. Para los isleños, sin embargo, no era una novedad: en 2010, otro barco de Baleària no pudo esquivar los escollos de Casteví, pero al capitán le dio tiempo para virar a babor y embarrancar en la seca de es Pas, el estrecho mínimo que separa s’Espalmador del norte de Formentera, un istmo llamado es Trucadors.
“En verano podría haber una desgracia diaria”
–La confianza mata al hombre. Por eso, aunque tienen radares y sistemas de localización muy eficaces, ha habido tantos accidentes náuticos en los últimos años. Incluso, de ferris. Los capitanes tienen que estar traumatizados haciendo diez viajes cada día [de Eivissa a la Savina] en plena temporada. Hay muchísimo tráfico, la presión es bestial. Las lanchas de veintipico metros, esas que son de señoritos, no se contentan con pasarte a toda mecha por la popa. Te tienen que pasar por proa y te pegan un buen arreón. Está claro que si no tenemos turistas no comemos, pero creo que Formentera –y también Eivissa– se han masificado mucho. En el mar, con el tráfico que hay, ¡no pasa nada! Para lo que podía pasar, claro. En verano, podría haber una desgracia cada día. Este tramo de mar es como una autopista, pero mucho peor porque no tiene carriles, y, por desgracia, a Formentera viene mucha gente a hacer el gilipollas (y perdón por la palabra). Cuanto más grande es la barbaridad, mejor se lo pasan.
Hay muchísimo tráfico, la presión es bestial. Está claro que si no tenemos turistas no comemos, pero creo que Formentera –y también Eivissa– se han masificado mucho. En verano, podría haber una desgracia cada día. Este tramo de mar es como una autopista, pero mucho peor porque no tiene carriles, y, por desgracia, a Formentera viene mucha gente a hacer el gilipollas
Josep Costa, más conocido como Pep d’en Constantino, suelta un “ias” para entregar el bastón y posar para el fotógrafo. Tiene setenta y cinco años y, aunque la salud le obliga a caminar apoyado, sigue saliendo al mar siempre que puede. “La costa de s’Espalmacor era igual de peligrosa cuando yo era joven –recuerdo, por ejemplo, el naufragio [en 1960] del Manolito, el vapor de línea que teníamos para ir a Eivissa–, pero ocurrían menos cosas porque la gente era más marinera. Con toda la tecnología que tenemos ahora, que sabes antes de que ocurra desde donde te vendrá la bofetada, muchos patrones se quedan fondeados donde estaban. Carai, anau-vos a recer! [¡Carajo, poneos a abrigo!] ¡Si el viento viene del norte, poned el barco en el sur y si no hay sitio, tirad para Eivissa! Cuando aprendí a navegar había cartas, pero no las utilizábamos. Los viejos –fueran marineros o molineros–estaban mirando siempre el horizonte. Por la luz, las nubes, o las nieblas, sabían desde dónde soplaría el viento, y si habría temporal”.
En la marina de Formentera tiene Pep d’en Constantino un llaüt de nueve metros –el “gran viaje” más reciente fue una ruta costeando el levante mallorquín y alcanzando las calas del sur de Menorca– y en la memoria, una conexión muy fuerte con s’Espalmador. “Del islote sé bastantes cosas porque mi abuelo por parte de madre se murió allí. Se llamaba Xomeu Lluquinet y trabajaba para los dueños. Era albañil: iba al islote el lunes y el viernes volvía a Formentera. Todas las construcciones de s’Alga, la playa donde ahora está el campo de boyas en el que se puede fondear si las alquilas, las levantó mi abuelo. Incluida la capilla”.
El maestro de obra se fue a dormir una noche y no se despertó. “Un infarto”. Tenía sesenta y dos años; su nieto, cuatro. Suficientes para recordar cómo trajeron el cadáver del güelo a bordo del Cinco Hermanos, una barca de pesca que todavía faena: está amarrada en la cofradía de pescadores de la Savina. Cuando murió su suegro, Constantino Costa –el padre de Pep, de su nombre viene el apodo por el que lo conocen los paisanos de su isla– tomó el relevo. “Mi padre terminó el muellecito de s’Alga; en la parte de arriba del muro, que tiene forma redondeada, está su firma: Constantino Costa, albañil. 1955. De niño lo acompañaba muchos días hasta s’Espalmador. A veces me mandaban a la casa vieja, la del mijoral, donde había muchas mujeres y me vigilaban. Otras veces me dejaban a mi aire y exploraba la isla. Con buenas piernas para caminar, recorrer s’Espalmador es guapísimo”.
Pep describe con facilidad el islote como lo que fue: “Una de las mejores fincas de Formentera”. Estaba habitado por los Mayans, el matrimonio de mijorals [mayorales], que lo trabajaban con ayuda de sus hijos y sus nueras: “Había ganado, mucho ganado: cabras y ovejas; huerta, viña, olivos, higueras… Había pozos para sacar agua de unas cisternas que recogían la lluvia. Los jóvenes, para festejar [ligar], cogían una chalana, cruzaban a es Trucadors y venían caminando hasta Sant Francesc o Sant Ferran. Mi abuelo, que también se dedicaba a pescar, hacía lo mismo para dejar en aquella punta las redes llenas del pescado que recogía. Encendía una pequeña hoguera. Era la señal para que sus hijas, que vivían en una casa que estaba sobre una pequeña loma y podían ver todo s’Estany Pudent y es Trucadors, fueran hasta allí, a pie, y volvieran cargadas de pescado. Más de tres quilómetros de ida y otros tantos de vuelta. En Formentera si no te espabilabas te morías de pena. Si hoy hay poca cosa, imagínate hace setenta años. Entonces todos sabían hacer de todo: mi abuelo era capaz de construir una casa, un molino o un llaüt”.
Como la mayoría de formenterenses de su generación, Pep d’en Constantino se dedicó al turismo. Su familia abrió el primer chiringuito de la Platja de Migjorn, en 1963, y con sus hermanos lo regentó hasta 2007, cuando lo vendió a unos empresarios italianos. Entre medias, al acabar la temporada, las vacaciones las pasaba en s’Espalmador. “Mi colla, unos veinte éramos, nos íbamos allí dos semanas: cargábamos las barcas de provisiones. Acampábamos en plan indio, como si fuéramos Robinson Crusoe. Pescar, cocinar y emborracharnos [ríe]. Eso es lo que hacíamos. Si vas en llaüt y fondeas en sa Torreta puedes cocinar un bullit de peix a bordo porque estás muy protegido, allí no hay riesgo de que te pase un barco grande por al lado y te mande el caldo a tomar por saco”.
“Hasta que prohibieron acampar en s’Espalmador, el islote también estaba lleno de ibicencos. Después de la prohibición, como teníamos buen trato con los propietarios, nos dejaban quedarnos junto a la casa. Ahora nos hemos hecho viejos, y ya no podemos hacer las mismas cosas de la misma forma, pero seguimos yendo a pasar el día a s’Espalmador con nuestras barcas. Hay muchas barcas, demasiadas, pero en la costa del islote todavía hay sitio para fondear. El gentío te lo encuentras frente a ses Illetes: yo no sé cómo los clientes de los charters prefieren echar el ancla allí. ¡Si cada vez que pasa un barco de línea, y pasa uno cada 15 minutos, te levanta una ola que parece un temporal! No puedes hacer nada a bordo, los golpes que te pega el mar son increíbles”.
El gentío te lo encuentras frente a ses Illetes: yo no sé cómo los clientes de los charters prefieren echar el ancla allí. ¡Si cada vez que pasa un barco de línea, y pasa uno cada quince minutos, te levanta una ola que parece un temporal! No puedes hacer nada a bordo, los golpes que te pega el mar son increíbles
Sin máximo de visitantes
Los recuerdos de Pep d’en Constantino se perdieron con el tiempo. Disfrutar en la actualidad de s’Espalmador es posible, pero de una manera muy distinta. Desde 1991, es Freus forma la columna vertebral del Parc Natural de ses Salines d’Eivissa i Formentera. La pesca está restringida. El desembarco en los islotes, también. La joya de la corona es la excepción. Fondeando sobre posidonia –en las ensenadas de s’Alga, en sa Torreta, o en lugares más expuestos– es posible bajar a la orilla. También pueden hacerlo los clientes del único barco turístico que tiene autorización para explotar esta ruta, con la condición de que nunca cargue a todos los pasajeros que podría transportar (su límite está en el 80%). Quien lo intenta cruzando a nado es Pas comete una imprudencia: las corrientes han causado más de un susto (el último ahogado fue un bañista de sesenta y un años que murió en el verano de 2020). Está prohibido, eso sí, vestirse con el fango de la laguna que hay en el interior del islote: hace algunos años, cuando famosos como Paris Hilton o el Principe Guillermo se fotografiaban embadurnados, la imagen daba la vuelta al mundo.
Es posible bajar a la orilla de s'Espalmador, que está rodeado de posidonia, a través de una embarcación propia o de un único barco turístico. Está prohibido vestirse con el fango de la laguna que hay en el interior del islote: hace algunos años, cuando famosos como Paris Hilton o el Principe Guillermo se fotografiaban embadurnados, la imagen daba la vuelta al mundo. No es posible pernoctar
El plan de usos con el que se gestiona el parque natural no fija un límite máximo de visitantes, pero en el documento que la Conselleria balear de Medi Ambient tiene previsto aprobar durante esta legislatura sí está previsto poner un tope para proteger s’Espalmador. En esta mañana de principios de septiembre, se respira tranquilidad. En las dos calas principales, moteadas por el color chillón de alguna sombrilla, hay sitio de sobra para estirar una toalla o un pareo. En la casa a la que se entra desembarcando en el muellecito encalado que construyó Constantino Costa a mediados de los cincuenta, un par de mujeres se mueven por el porche. Pernoctar en un lugar así sería el sueño de cualquiera que quisiera olvidarse del reloj durante un par de días.
Sin embargo, ninguna de las dos casas –en el centro, bien resguardada de los golpes del mar, está la de antigua vivienda de los mijorals; la de es Racó s’Alga era la residencia vacacional de los señores– puede alquilarse. Aunque el reglamento del parque permite ofertar plazas “agroturísticas”, además de las “autorizadas en edificaciones tradicionales”, desde el Govern no tienen constancia “de que ninguna casa se esté usando como alojamiento turístico”. Para conseguirla, la propiedad tendría que solicitarlo a la Conselleria de Turisme que, a su vez, debería pedir un informe favorable al departamento que gestiona el uso del islote: todo quedaría en manos de los técnicos de Medi Ambient.
Comprado por 18 millones de euros
Los Cinnamond colgaron el cartel de se vende en 2016: dos años tardaron en encontrar a una fortuna dispuesta a desembolsar los 18 millones de euros que pedían por el islote. Salgamajoral SL puso el dinero –el sueldo de una temporada para una gran estrella del fútbol– encima de la mesa. Los Cigrang, tres hermanos que, gracias al negocio de la náutica, gestionan uno de los patrimonios más grandes de Bélgica, utilizaron una de sus empresas, con sede en Luxemburgo (un paraíso fiscal dentro de la Unión Europea), para crear esta sociedad limitada que tenía como objetivo la compra del islote.
Terminaban más de ochenta años de propiedad para los Cinnamond. Bernard, el abuelo de los herederos que se deshicieron de s’Espalmador, fue quien se encaprichó de los azules, verdes y marrones de su paisaje, de la arena fina y blanca de sus calas, de las puestas de sol desde la Torre de sa Guardiola, la otra construcción, mucho más antiguas que las casas, la capilla y los aljibes de la isla. En 1933, este comerciante británico establecido en Catalunya pagó 22.500 pesetas a la familia Tur (de malnom, Carlos), dueños desde el siglo XVIII de esta finca insular.
La Enciclopèdia d’Eivissa i Formentera explica que, considerando el importe que se apuntó en el registro de la propiedad, “la cantidad total fuera, probablemente, el doble”. “De niño siempre escuché que s’Espalmador le costó a Cinnamond unas 40 mil pesetas. Eran muchos duros en aquella época, aunque hoy parezcan una tontería”, dice Pep d’en Constantino. Calculando la depreciación de la peseta durante sus últimas siete décadas de vida y la del euro durante sus dos primeras suman 25.400 euros.
La posidonia, la perjudicada
La masificación que, en temporada alta, sufre s’Espalmador, también golpea a las praderas de posidonia. Quique Navarro apaga el motor de la lancha cuando el catamarán está a un centenar de metros. La inercia le deja lo bastante cerca del velero como para fotografiar con el móvil la imagen que quiere captar. Antes de disparar, elevó la voz para preguntar por el patrón o los tripulantes. Nadie respondió. El vigilante –miembro del equipo que patrulla las praderas de posidonia de Eivissa y Formentera– intuía desde la distancia lo que después de un rápido vistazo con el mirafondos acaba de corroborar. Parte de la cadena del ancla de ese catamarán que alcanza los 15 metros de eslora está sobre posidonia. El mar está un pelín picado y, si se mira hacia el norte, hay nubarrones en el horizonte.
“Habrá tenido que soltar unos veinte metros de cadena. Calculo que, al menos, cuatro se han enredado en la planta. Aquí hay una mancha grande y ha fondeado muy al límite. Eso no se puede hacer, pero me parece más grave que no haya nadie a bordo. Como no veo el dingui, la barquita auxiliar, creo que es muy probable que haya llevado a los clientes al islote. Si fondeas en una zona más protegida y más cerca de la orilla, no hay peligro; pero en en esta, que da a levante y es mucho más salvaje, tan expuesta al viento y a los cambios de tiempo, que en septiembre son violentos y llegan de golpe, me parece temerario”, dice Navarro.
El vigilante se explica con calma, la misma etiqueta que trata de mantener con los patrones (y los clientes) de la flota que invita a moverse cuando detecta que han fondeado sobre posidonia. La gama de barcos que echan el ancla sobre el fondo equivocado es amplia: ha tenido que parlamentar con un yate de más de cincuenta metros y con los excursionistas que, sin título, pueden alquilar barquitas a motor de apenas cuatro metros para pasar un día costeando por las Pitiüses.
–¿Hace falta mucha mano izquierda cuando te encuentras en una situación así?
–Sí, claro, es parte de nuestro trabajo, parte fundamental, diría yo. Esta es mi sexta temporada como vigilante y es algo que descubrí muy pronto, por eso se lo intento transmitir a los compañeros que empiezan de nuevas. Todos tienen experiencia en el mar, pero nuestra posición cambia. Nosotros advertimos e informamos, pero no sancionamos. Si el infractor no se quiere mover, simplemente damos parte. No hay que perder los estribos nunca porque, además, noventa y nueve de cada cien embarcaciones que están sobre posidonia aceptan el apercibimiento y se mueven a una zona de arena. Muchos, incluso, te dan las gracias. Ahora estamos mucho más concienciados de que hay que proteger la posidonia que hace una época.
Quique Navarro explica los gajes de su oficio mientras rellena un formulario que, con las imágenes adjuntas, enviará a Marcial Bardolet, el coordinador del servicio de vigilancia (subcontratado por el Govern a la empresa Eulen). El vigilante todavía está tecleando cuando aparecen dos lanchas más en el encuadre. Por popa le alcanza la que pilota Maria Salas, la compañera que está patrullando con él. A babor, desde detrás de unos escollos que tapan la costa del islote, aparece una neumática. La caña del motor fueraborda la sujeta un hombre en bañador. Es el patrón del catamarán. Después de saludarse, se produce esta conversación de barca a barca. Dice el vigilante de la posidonia:
–La notificación que acabo de hacer va un registro interno que tenemos en una aplicación que también ve la Guardia Civil. A la tercera, mandan una denuncia.
–Pues la aplicación de la posidonia [Donia, un software creado y gestionado por una empresa francesa] tampoco está muy bien hecha porque he tirado el ancla donde ponía que había arena y resulta que hay posidonia.
–En el único sitio donde da error la aplicación de la posidonia es en Cala Bassa.
–¡Y en ses Salines también!
–También hay una zona errónea, pero lo están intentando arreglar. Por eso, cuando fondeáis mal allí, no se genera ninguna notificación.
–¿Y si ahora muevo el barco… haces el parte igual?
–Sí, sí, claro.
–¿Entonces para qué voy a moverlo?
–Porque tienes que moverlo: estás sobre posidonia.
–¡Pero moverlo si te vas a chivar igual!
–Yo no me chivo. Hago un reporte interno…
–¡Llámalo como quieras!
–Es mi trabajo, y tengo que hacer un informe cuando veo un barco que está sobre posidonia. Así, de ahora en adelante, intentarás hacerlo de la mejor manera posible. Tienes que moverte o recoger cadena, pero igual te quedas sin fondeo. Lo que consideres.
–De acuerdo.
–¡Gracias, buen día!
Media milla náutica más tarde, cuando Quique Navarro haya doblado la punta norte de s’Espalmador, rodeado la Illa des Porcs, sobre la que se alza el imponente faro –y la vieja casona de los antiguos fareros– y, a unos quince nudos, esté enfilando la costa de poniente, mucho más tranquila, redondeada por varias playas de arena casi tan transparente como las aguas que la bañan (el regalo de la posidonia), volverá a detener el motor de su lancha y se girará, extrañado por no escuchar detrás de él el motor de la lancha de su compañera. La verá a lo lejos, también parada en un mar en calma, pero no sola.
“Qué raro”, dice el vigilante, “esa barca con la que está hablando Maria no parece una de las nuestras, la que tendría que empezar a patrullar ahora para cubrir el turno de la tarde. Es muy pequeña y no tiene toldo”. Unos minutos después saldrá de dudas: Sala arranca y, al llegar a la altura de Navarro, le suelta: “¿Puedes creerte que el patrón del catamarán ha venido a toda leche detrás de mí para decirme que acaba de levantar la cadena y como –eso dice él– no se ha llevado nada de posidonia quiere que le quitemos el parte que has dado?”. “Esto sí que no me había pasado nunca”, dice el veterano, que dobla la edad de la vigilante –él pasa los 60, ella no llega a 30.
A ambos les mueve la misma pasión. Antes de dedicarse a controlar los fondeos, ambos trabajaron como patrón y marinera en charters, y más atrás en el tiempo, Quique fue instructor de buceo y Maria, una niña que tuvo la suerte de tener unos padres con velero propio en el que pasaba las vacaciones de verano. “Sentimos que estamos haciendo lo correcto”, dicen. Ni una, catalana, echa de menos trabajar en el sector del marketing, para lo que se formó, ni el otro, valenciano, volvería a la moda, el mundo donde se movió durante varias décadas. Pese a que el sueldo es bastante más bajo que las cantidades que pagan las empresas de alquiler náutico –y los turnos y horas semanales no son muchos menos–, se sienten libres.
–Quique, ¿crees que este es el perfil de patrón que acaba provocando los accidentes que hay en esta costa casi cada verano?
El vigilante convierte la media sonrisa en sonrisa entera:
–No te sabría decir, pero todos sabemos que en el mar de Eivissa y Formentera durante el verano hay muchísimos barcos y muy pocos medios para controlar y ordenar ese tráfico, empezando por el de línea. La Guardia Civil sólo tiene un par de lanchas para las dos islas. Hoy, que habremos contado unas cincuenta embarcaciones alrededor del islote; esa cifra es una tontería.
–A principios de agosto –añade Maria Sala–, he llegado a contar más de cuatrocientas… sin contar las que fondean en las boyas ecológicas. Aunque la mayoría de los patrones sean responsables y se comporten bien, es normal que pasen cosas aquí. Es un paraíso, todo el mundo quiere ir a s’Espalmador.
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