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Walter Benjamin en Ibiza: de la fascinación por la isla virgen a exiliarse por el nazismo

Nicolás Ribas

Eivissa —
17 de noviembre de 2023 23:17 h

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Walter Benjamin, el filósofo y escritor alemán de origen judío, no tenía mucha idea sobre qué se iba a encontrar exactamente cuando decidió viajar por primera vez, en abril de 1932, a la isla de Eivissa. Era el periodo de las repúblicas democráticas. En el país germano se vivían los últimos meses de la República de Weimar, el régimen democrático que sería abolido por el nazismo del Tercer Reich. En España, hacía poco más de un año que se había instaurado la Segunda República. Así, Benjamin dejó atrás una vida más o menos acomodada en grandes metrópolis europeas como Berlín, su ciudad natal, para adentrarse en un lugar prácticamente desconocido. Esta pequeña isla del Mediterráneo se encontraba en la antesala del desarrollo turístico, un lugar en el que todavía no había llegado la modernidad, ni nada que se le pareciera.

Benjamin, asociado a la prestigiosa Escuela de Frankfurt y que contaba entre sus miembros al sociólogo Theodor W. Adorno, vivió en Eivissa durante dos períodos comprendidos entre abril y julio de 1932 y abril y septiembre de 1933, según ha documentado el escritor ibicenco Vicente Valero en Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza (Editorial Periférica, 2017). En estos meses, el filósofo alemán, que pasó por varias crisis de carácter personal, se sintió ligado a la isla de una manera muy especial. Al igual que Benjamin, a la isla habían llegado –o estaban por llegar– otros artistas e intelectuales como Raoul Hausmann, María Teresa León y Rafael Alberti, Albert Camus, Will Faber, Gisèle Freund o Elliot Paul, entre otros. Sin embargo, en aquella época, el turismo era un fenómeno anecdótico.

“Es gente que viene de entornos urbanos, con formación cultural, ideología progresista y con preocupaciones artísticas”, resume Maurici Cuesta, investigador de Historia Contemporánea de Geografía e Historia del Turismo de las Pitiüses. “Visitan Eivissa como un lugar de Europa, que hace frontera con África. Un sitio arcaico, que representa las esencias perdidas de una Europa que la industrialización ha hecho desaparecer de muchos lugares como Países Bajos, Bélgica o Alemania”, añade. Eivissa era, además, un lugar muy barato para los extranjeros. En el caso de Benjamin, el filósofo podía vivir de sus colaboraciones en prensa y radio y de algún proyecto literario, aunque sin ningún tipo de lujo ni “comodidades burguesas”, como él mismo reconoció en el legado que dejó.

En su trayecto hacia la isla, Benjamin cogió un billete a bordo del mercante Catania el 7 de abril de 1932 desde Hamburgo, llegando a su destino, Barcelona, once días después. Arribó a Eivissa el 19 de abril, recomendado por su amigo Felix Noeggerath, filólogo y traductor, que había descrito la isla como un lugar de “tranquilidad absoluta” y con unos precios “increíblemente bajos”. En primer lugar, el escritor berlinés se da cuenta de que ha llegado a un territorio donde parecía que “el tiempo se había parado”. Era una impresión compartida por los visitantes de la época: los viajeros descubrían un mundo “insólito”, en proceso de descomposición. Un territorio donde el progreso no había llegado, en el que la mayoría de los ibicencos vivían sin agua corriente ni electricidad. Un lugar regido por la tradición y las viejas costumbres.

A partir de mayo, Benjamin estuvo alojado en una vieja casa rural situada en la bahía de Sant Antoni de Portmany, casi pegada a la costa, junto a un viejo molino cerrado, y cuyo lugar se llama Sa Punta des Molí. Esta casa se ubicaba junto a una más grande en la que vivía el propietario de la finca con su familia. “Lo más bello que hay en ella es la vista, que permite contemplar el mar desde la ventana y una isla de rocas cuyo faro me ilumina por la noche”, escribió el escritor berlinés sobre ella.

Benjamin vivía del periodismo y la literatura

El filósofo alemán dedicaba la mayor parte de sus días a la lectura y escritura. Vivía sin agua corriente ni luz eléctrica, disfrutaba de los baños en el mar a primera hora del día y de los largos paseos que hacía. En ellos, descubría un paisaje de ensueño que prácticamente se había mantenido intacto a lo largo de los siglos. Benjamin describió sus paisajes como “los más vírgenes que he visto en tierras habitables”. Antes de las grandes transformaciones que trajo la construcción ligada al desarrollo turístico, la isla destacaba también por el aspecto primitivo de sus casas rurales –cuya arquitectura era muy atractiva para los miembros de la Escuela de la Bauhaus alemana– y el modo de vida ancestral de sus habitantes.

Eivissa era, en comparación con sus vecinas Mallorca y Menorca, la isla más pobre del archipiélago balear. Este factor económico se convirtió en un atractivo para los extranjeros, que podían vivir de su arte sin lujos pero con cierta solvencia. “Se entiende de suyo, por todo ello, que la isla se encuentra al margen de los movimientos del mundo, incluso de la civilización, y que sea preciso también renunciar a todo tipo de comodidades”, describió Benjamin a su amigo Gershom Scholem, en la primera carta que escribió en Eivissa. Según él, la estancia le costaba entre 60 y 70 marcos alemanes al mes.

Sant Antoni, el pueblo en el que vivía, era uno de los núcleos de la isla. Todos ellos –también los de Formentera– constaban de una iglesia, alrededor de la cual había un par de bares y unas pocas casas. A diferencia de Menorca, el resto de la población vivía de forma dispersa en el campo, en fincas con un modo de vida basado en la tradición y la economía de subsistencia. Los campesinos realizaban tareas agrícolas y ganaderas, elaboraban su propio pan y vino, cortaban leña, hacían carbón y cazaban, entre otras actividades. En la zona antigua de la isla, así como en el puerto, empezó a aparecer una incipiente clase burguesa ligada a las navieras y a otras actividades industriales.

El filósofo influyó en la configuración del “mito” de Ibiza

El escritor berlinés, cuyo pensamiento estaba influenciado por el idealismo alemán y corrientes asociadas al marxismo, también contribuyó a la creación del mito internacional de Ibiza. Precisamente él, que había llegado a la isla para huir de la ciudad y que disfrutaba de este nuevo estilo de vida contemplativo, alejado de las comodidades de la vida burguesa. Así, entre los años veinte y treinta del siglo XX, convivieron en la isla, por primera vez, dos mundos antagónicos entre sí: el más antiguo y el más moderno.

Fueron artistas e intelectuales como Benjamin –aunque muchos de ellos no lo pretendieran– quienes ayudaron a configurar este mito cultural y turístico basado en la posibilidad de vivir “una vida diferente”, en contacto con la naturaleza y con una libertad que permitía desarrollar la creatividad artística. El filósofo alemán estaba fascinado por esta isla virgen impregnada de un mundo arcaico que estaba a punto de transformarse para siempre. Para él, la casa de campo ibicenca definía con exactitud las diferencias entre los modos preindustriales de construcción y la arquitectura de su tiempo.

Cuando Benjamin llega a la isla, se encuentra con un ambiente cultural e intelectual surgido en torno a esas casas tradicionales. Como el paisaje mismo de Eivissa, prácticamente intacto, las casas payesas eran un elemento arquitectónico que conectaba a la antigua Ibosim –nombre que hacía referencia al dios Bes, cuando la isla estuvo colonizada por los fenicios– con lo “primordial”. Para el filósofo alemán, en cambio, la arquitectura moderna transformaba el espacio vital “deshumanizándolo”, lo que implicaba también la pérdida del “aura”. El aura, para el escritor, significaba belleza, singularidad y, a veces, tradición. Su pérdida era el precio que había que pagar para entrar en el mundo moderno. Durante sus tres primeros meses en la isla, el filósofo vivió con intensidad la experiencia de aquel mundo antiguo en proceso de disolución.

Benjamin conoció los primeros hoteles de la isla

En aquellos años, en Sant Antoni había únicamente dos fondas, a las que se sumarían dos más en 1933. El primer gran hotelero del municipio –y uno de los primeros de la isla– fue José Roselló Cardona. Fue un hombre adelantado a su tiempo, alguien que percibía que el turismo podía ser una industria transformadora para Eivissa, como así terminó siendo. Nacido en una familia de campesinos ricos, Valero le describe como un hombre que “hablaba varios idiomas, tenía estudios de enología en Valencia y había viajado por Europa”. Conocía, entre otras ciudades, París, Londres y Berlín, algo impropio para el hombre de su época. Dichas experiencias, sin embargo, le permitieron vislumbrar las potencialidades del turismo.

Benjamin, que conoció a José Roselló, le definió como “un hombre progresista”. Una persona interesada en provocar transformaciones para su pueblo. Las obras del Hotel Portmany empezaron en octubre de 1931. Pese a que Roselló pensó que el hotel abriría sus puertas en verano de 1932, no lo hizo hasta un año después. Al mismo tiempo, en 1933, se inauguraron otros establecimientos emblemáticos en la isla: el Hotel Buenavista, el Gran Hotel y el Hotel Isla Blanca. Este fue un año clave para la industria turística ibicenca.

Roselló, que era un hombre viajado, había aprendido de sus visitas “en algunos de los mejores hoteles de las capitales europeas”, según recoge Felip Cirer, licenciado en Filología Hispánica, en el libro Hotel Portmany (Editorial Mediterrània Eivissa, 2017). El empresario de Portmany atrajo a una clientela con un poder adquisitivo desconocido hasta ese momento en la isla. El 12 de julio de 1933, día de su inauguración, los Noeggerath, que acogían a Benjamin, estuvieron entre los invitados. Por este motivo, cabe deducir que el filósofo alemán también asistió a la apertura del Hotel Portmany, aunque su nombre no figura en las crónicas periodísticas de la época.

Problemas de salud y exilio

La segunda etapa de Benjamin en la isla fue menos feliz que la primera. Vuelve en abril de 1933 forzado por el clima totalitario que se vive en Alemania. En el contexto del auge de los fascismos, Adolf Hitler se estaba haciendo con el poder absoluto en el país. Benjamin, que era marxista y de origen judío, era un enemigo para el nazismo. Después de recalar por segunda vez en Eivissa, el filósofo alemán abandona Berlín de forma definitiva.

En una carta remitida a su amigo Gershom Scholem, el 1 de septiembre de 1933, le explica que está enfermo, que tiene la pierna hinchada, y que no es posible encontrar médicos ni medicamentos porque vive a media hora del pueblo de Sant Antoni. “El hecho de que apenas pueda mantenerme en pie, la imposibilidad de hablar el idioma de aquí y la necesidad adicional de tener que trabajar todo lo que pueda me conducen a veces, en condiciones de vida tan primitivas, a los límites de lo soportable”, relató. Benjamin llevaba un tiempo con un estado de salud delicado, debido a una alimentación deficiente y unas condiciones de vida precarias.

A partir del 15 de septiembre, su situación empeora, de modo que tiene que dejar su vida en el campo para instalarse en la ciudad, y así acudir al médico. Benjamin, que padecía infecciones, fiebre y debilidad generalizada, supo tiempo después, cuando se instaló en París, que había contraído la malaria. Fue el 26 de septiembre cuando abandonó definitivamente la isla, rumbo a París, a través de Barcelona. Antes de marcharse, terminó de escribir “Crónica de Berlín”, uno de los proyectos literarios que tenía entre manos en ese momento.

Benjamin murió, exactamente, siete años después. El escritor necesitaba salir de Francia para viajar hacia Estados Unidos. Un año antes de que se declarara la Segunda Guerra Mundial, estuvo ingresado en un campo de concentración como alemán no nacionalizado en Francia. Después estuvo internado en un centro de trabajadores voluntarios, en Clos–Saint–Joseph, en Nevers, de donde salió con la ayuda de amigos franceses influyentes. Para llegar a EEUU, tenía que entrar primero en España.

El escritor berlinés llegó a Portbou (Alt Empordà, Catalunya) desde la localidad francesa de Port Vendres, guiado por la escritora y activista antinazi Lisa Fittko –ayudó a muchas personas a escapar de la Francia ocupada por los nazis–, quien narró la experiencia en un capítulo de su libro Escape a través de los Pirineos. Estaban acompañados, además, de la fotógrafa Henny Gurland y su hijo. Llegaron al atardecer del 25 de septiembre de 1940. Sin embargo, Benjamin fue interceptado por la policía franquista porque carecía de la visa requerida. Su amigo Adorno le había ayudado a obtener visas de tránsito en España y de entrada a EEUU –donde le esperaba–, pero no disponía del permiso francés para salir del país. Otros de sus compañeros sí lograron pasar para continuar su trayecto.

Benjamin sabía que si volvía a Francia iba a ser atrapado por la Gestapo, la policía secreta de la Alemania nazi. El filósofo viajaba siempre con una dosis de pastillas de morfina para situaciones desesperadas como la que le tocó vivir. “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Estoy en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse”, escribió. “Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno, y que le explique la situación a la cual me he visto conducido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir”, fueron tal vez las últimas palabras que Walter Benjamin, uno de los pensadores más brillantes e influyentes del siglo XX, dejara por escrito.