Es el último ejemplo de la eficacia y profesionalidad en la Casa Blanca de Trump: el presidente ha despedido por Twitter a su consejero de Seguridad Nacional, el asesor más poderoso del gobierno de EEUU. Con John Bolton ya son tres en menos de tres años. El primero duró menos de un mes y puede ir a la cárcel tras declararse culpable de haber mentido sobre sus contactos con Rusia. El segundo duró algo más, pero también fue despedido por Twitter, la misma red social en la que le había caído ya alguna bronca. Y al tercero lo ha echado hace unas horas, aunque John Bolton dice que no le han despedido, que ha dimitido él porque ha querido. Lo dicho: eficacia y profesionalidad.
El consejero o consejera de Seguridad Nacional es la mano derecha del presidente de EEUU para la política exterior y asuntos militares. Se podría decir que es más influyente que los secretarios de Estado o de Defensa, ya que trabaja en la Casa Blanca y coordina de cerca la toma las decisiones. Además es un puesto de libre designación donde el presidente puede colocar a una persona de su máxima confianza, sea quien sea, ya que no necesita que el Senado confirme el nombramiento como le sucede con el Gobierno. Y a pesar de esto, Trump no logra dar con alguien que no le ponga de los nervios.
El problema de John Bolton y de cualquiera que vaya a ocupar su silla es que el puesto consiste estos días, principalmente, en frustrar los peores instintos de Trump. Hay que controlar las ideas extemporáneas de un presidente que no acepta ningún control y que anuncia giros políticos de 180 grados en su política exterior a través de las redes sociales y sin avisar antes a nadie.
En cualquier momento, la agenda del consejero de Seguridad Nacional puede saltar por los aires con un tuit en el que Trump anuncia un cambio fundamental como retirar las tropas de Siria o le quita importancia a que Corea del Norte pruebe misiles balísticos. Ahí es donde el consejero tiene que decidir si trata de enmendarle la plana (“lo habéis entendido mal, el presidente no quería decir eso”) o por el contrario debe aparentar que todo estaba perfectamente pensado (“por supuesto, llevamos meses trabajando en un plan de retirada”).
Lo de Trump con Bolton siempre pareció destinado al fracaso. Él es un presidente aislacionista que lleva 30 años diciendo que EEUU tiene que hacer menos en el mundo y Bolton es un neocon que todavía no ha encontrado una guerra que no le guste. Uno hizo campaña hablando de la guerra de Irak como “el peor error de la historia” y el otro fue uno de los arquitectos de la excusa barata de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein. Lo único que tenían en común era un odio enorme por el acuerdo nuclear iraní negociado por Obama y el hecho de que a Trump le gustaba cómo le defendía Bolton cuando era analista en la cadena conservadora FOX News. Eso le llevó incluso a superar una aversión personal, ya que cuando al principio de su mandato le propusieron nombrar a Bolton secretario de Estado, Trump lo descartó por su aspecto. Más en concreto, no le gustaba su bigote.
En los últimos tiempos, sus diferencias eran cada vez mayores. Trump se intercambiaba cartas de amor con Kim Jong Un mientras su consejero de Seguridad Nacional denunciaba las pruebas de misiles de los norcoreanos. El presidente quiere retomar las negociaciones con Irán cuando su mano derecha le recomendaba bombardear el país. Y la gota que colma el vaso, según parece, fue la intención de Trump de hablar con los talibanes y celebrar una cumbre con sus líderes en Camp David en pleno aniversario del 11-S. Finalmente la idea descarriló por un atentado, pero unas horas después de conocerse la cancelación y apenas unos minutos después de que el presidente anunciara su destitución (¿o dimisión?), Bolton escribía en Twitter que en el aniversario de la caída de las Torres Gemelas “es importante recordar cómo de lejos hemos llegado combatiendo el terrorismo radical islámico y también cuánto queda por hacer. Estamos contra los regímenes que patrocinan el terror”. Era difícil no ver ahí un mensaje a su jefe sobre los talibanes.
Trump estaba molesto por lo belicoso que era su consejero (“si dependiera de John ya estaríamos luchando cuatro guerras”), pero también por su alto concepto de sí mismo. Trump se había quejado de que Bolton transmitía la idea de que era él mismo quien tomaba las decisiones y al presidente no le gusta que le hagan sombra. En los últimos tiempos le había corregido públicamente sobre Irán y sobre Corea del Norte. Ahora ese trabajo imposible de tener contento a Trump y a la vez evitar que se meta en charcos será una preocupación para otro. John Bolton se marcha, según dicen sus cercanos, presumiendo de que “en sus 17 meses no se han firmado malos acuerdos”. Algo es algo, pensará.