La primera sensación que se impone a partir del anuncio de la tregua acordada por Israel y Hamás, con la directa mediación de Qatar, Egipto y EEUU, es de alivio momentáneo. Alivio por lo que supone de detención de las hostilidades, cuando ya se han traspasados todas las líneas rojas que nunca debería cruzar ningún Estado que se declare democrático y de derecho y ningún grupo que diga representar a una población que ahora está siendo masacrada. Y momentáneo porque, aun en el supuesto de que todos los actores implicados en el conflicto decidan cumplir lo pactado durante cuatro días, es elemental entender que la violencia proseguirá de inmediato y hasta con renovada fuerza.
A este punto se ha llegado, como ha ocurrido tantas otras veces en el pasado, sólo cuando Israel lo ha considerado oportuno. No es, aunque Washington quiera sostener lo contrario, el resultado de la presión ejercida sobre Netanyahu y sus adláteres, ni tampoco de la que hayan podido ejercer las familias de los rehenes en manos de Hamás.
En esencia, esta tregua se ha producido porque el Gobierno israelí considera que –con la cobertura que EEUU le ha proporcionado diplomática (en la ONU) y militarmente (en Oriente Medio frente a Irán y sus peones locales)– ya ha logrado los objetivos militares previstos en la primera fase de su operación de castigo: dividir Gaza en dos mitades y degradar la capacidad de respuesta militar de Hamás y la Yihad Islámica Palestina hasta el nivel en el que no puedan repetir lo que hicieron el pasado 7 de octubre.
A partir de ahí, esta decisión le sirve para lavar parcialmente su imagen –aparentando que es sensible a las peticiones internacionales para permitir la entrada de alguna ayuda humanitaria–, calmar a las familias de los rehenes –haciéndoles ver que se preocupa por su gente– y darle a Joe Biden algo que pueda mostrar a quienes lo critican por su inoperancia para detener la masacre.
Militarmente también le conviene una tregua para reordenar su despliegue sobre el terreno, refrescar el frente con nuevas unidades y suministrarles el armamento y munición que necesitan para seguir adelante.
Por su parte, a Hamás también le sirve lo acordado para, por un lado, “vender” la entrada de hasta 300 camiones con alimentos, medicamentos, agua y combustible, así como el intercambio de 50 rehenes por 150 palestinos encerrados en cárceles israelíes como un éxito de su estrategia de oposición a Tel Aviv (pasando de largo por el brutal sufrimiento que su ataque del 7 de octubre está provocando a los gazatíes).
De igual modo, al liberarse de esa cincuentena de personas (básicamente mujeres y niños) se quita de encima una carga de difícil gestión logística, mientras procura sobrevivir a los golpes que sus efectivos están recibiendo, contando con que aún le quedan alrededor de otras 150 personas que le garantizan un relativo escudo ante la ofensiva israelí y futuras opciones de negociación para nuevos intercambios.
Militarmente tiene mucho menor margen que las fuerzas israelíes para sacar partido de la pausa porque ni puede trasladar material ni efectivos desde la mitad sur de la Franja, ni mucho menos puede contar con que desde el exterior le llegue ahora mismo ningún tipo de apoyo.
Mientras no hay dudas de que Tel Aviv seguirá adelante con sus golpes, queda por ver si Hamás aprovechará el parón para reforzarse en la medida de lo posible con idea de continuar el combate o si buscará salvar los muebles en hombres y en material, con el propósito de mantener una cierta capacidad de combate para el futuro desde una nueva base fuera de la Franja.
Con lo ocurrido, vuelve a quedar claro que, a pesar del incendiario discurso que manejan ambas partes, los acuerdos son posibles. Otra cosa muy distinta es que de ahí vaya a salir una solución a un conflicto que acumula décadas de sufrimiento y que se alimenta del abierto supremacismo racista de unos y de la iluminada versión del islam y la desesperación de otros.
La experiencia acumulada hace pensar que, en primer lugar, la tregua no va a ser respetada en su totalidad, de tal manera que cada bando tratará de justificar su quebrantamiento acusando al contrario de su incumplimiento. Conviene recordar que mientras que el Gobierno israelí controla plenamente a sus fuerzas armadas, no puede decirse lo mismo de Hamás con respecto a los diversos grupos (y hasta individuos) que no se subordinan a su mandato y que, en consecuencia, operan en función de sus propios criterios.
Pero es que, incluso en el caso de que todos cumplan lo estipulado (sin olvidar que Hizbulá y el resto de los peones iraníes en la zona no se sienten comprometidos en modo alguno), lo que desgraciadamente se puede dar por descontado es que nada ni nadie impedirá que la violencia siga presente en Palestina.