Son tantos los rumores que circulan en relación con Boko Haram y tan escasas las evidencias —con la inquietante salvedad de sus cada vez más frecuentes actos violentos— que no resulta en modo alguno sencillo analizar con cierta precisión sus orígenes, su evolución y hasta sus verdaderas intenciones. Puestos a la tarea, resulta más fácil caer en la tentación de novelar y fabular sobre los perfiles personales de sus dirigentes, su ideología y su estrategia, que pretender desbrozar el poco grano realmente contrastado sobre su andadura de la mucha paja que se ha ido generando tanto de manera inconsciente como interesada.
Así, tomando el camino que conduce directamente al chascarrillo se puede optar por pintar a su actual líder, Abubaker Shekau, como un iluminado anacrónico que sostiene que la tierra es plana, que Darwin no sabía de qué hablaba cuando formuló la teoría de la evolución y, ya puestos, que la lluvia no responde a la condensación del vapor de agua contenido en las nubes sino que es un regalo de Alá. De ahí a considerarlo, junto a todos los miembros del grupo, como una caterva de locos que viven una ensoñación delirante no hay más que un paso. Un paso a todas luces equivocado porque, nos guste o no y más allá de los problemas de orden psicológico que puedan tener algunos de ellos, no hay más remedio que partir de la idea de que el yihadismo violento que ejercen responde a un planteamiento muy fundamentado a lo largo de décadas (aunque bien cabría hablar de siglos), racionalmente planificado y ejecutado y con sobrada voluntad para persistir en el empeño de imponerse por la fuerza a quienes no compartan su visión.
Otra cosa es que en su camino hayan ido incorporando a individuos que, por muy diferentes razones, se sienten identificados con sus métodos; contando con que no todos los que se suman a sus filas deben ser considerados correligionarios en términos ideológicos. Como nos enseñan muchos otros ejemplos de grupos yihadistas en diferentes partes del amplio mundo árabo-musulmán, junto a los auténticamente convencidos de ser una especie de enviados divinos para restaurar un supuesto orden ideal perdido, hay que contar también con los que no están en sus cabales, los que desean vivir aventuras extremas, los que pretenden vengar una afrenta personal o comunitaria, los que no tienen nada que perder, los simples mercenarios, los ingenuos, los buscavidas, los que no tienen otra opción vital para poder comer tres veces al día, los engañados, los…
En lo que corresponde a Nigeria y desde la perspectiva de sus casi 180 millones de habitantes, la existencia y actividad de Boko Haram es solo una más (y no necesariamente la principal) de las fuentes de inquietud e inseguridad que definen su cotidiano vivir. Lo mismo cabe decir para sus vecinos más próximos, afectados por una inestabilidad general que se extiende a lo largo de todo el Sahel, derivada de la fragilidad estructural de unos Estados escasamente capacitados para satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos y para garantizar su seguridad ante la deriva violenta que hoy se manifiesta por doquier.
Desde el exterior, sin embargo, Boko Haram aparece hoy (junto a Daesh) como la encarnación más actualizada del mal, convertido a marchas forzadas en una amenaza que algunos se empeñan en presentar como existencial. Una percepción exagerada que, despreciando otras variables, solo ha tomado cuerpo a partir de los indicios de su vinculación con la red terrorista Al-Qaeda, primero, y, desde marzo de este año, con la decisión de su líder de declarar su lealtad (bay’a) a Daesh, reforzada con el cambio, a finales de abril, del nombre oficial del grupo por el de Estado Islámico de la Provincia de África Occidental.
Antes de esos publicitados gestos, en buena medida vacíos de contenido operativo alguno, Boko Haram era apenas un asunto menor en la agenda internacional de seguridad. Ahora, sin embargo, si nos dejamos llevar por el alarmismo dominante, parecería que está en condiciones no solo de hacer colapsar a Nigeria sino también de cuestionar la seguridad del continente africano y más allá. En función de esas diferentes percepciones no puede extrañar que también las respuestas implementadas hasta ahora para eliminar la amenaza que representa Boko Haram sean igualmente dispares.
Para los primeros, lo fundamental no es tanto la eliminación de lo que perciben como uno más de los grupos violentos activos en el país (lo que no significa que esto no cuente, en todo caso), como lograr que el Gobierno central (Abuya) atienda las generalizadas demandas socioeconómicas de una población crecientemente frustrada con un proceso democrático que hoy ha perdido su impulso, en un contexto sociopolítico crecientemente polarizado y sectario que deriva en una generalizada inestabilidad del país.
Para los segundos, sin olvidar la defensa de los intereses geoeconómicos ligados a la explotación del petróleo nigeriano, la prioridad es la supresión de la amenaza de un grupo que ya ha mostrado sobradamente su voluntad de alcanzar sus objetivos por la fuerza bruta. En el contexto general de lo que algunos siguen empeñados en definir como una “guerra contra el terror”, Boko Haram se ha convertido en un ejemplo destacado del yihadismo transnacional y solo cabe plantear su eliminación completa por vía militar.
En un intento por no perder el rumbo en un panorama tan complejo y crispado como lleno de nebulosas apenas perfiladas con precisión, las páginas que siguen pretenden aportar tanto información como una opinión personal sobre el proceso de conformación de este grupo yihadista —analizando sus antecedentes, características y evolución—, así como explicar sus objetivos y su estrategia para alcanzarlos.
Igualmente, se trata de examinar las respuestas que tanto los nigerianos como el resto de los actores externos implicados en el tema han desarrollado hasta hoy, con idea de valorar su idoneidad para poner fin a la amenaza que Boko Haram representa para todos ellos. En último término, y adelantando la idea central del texto, se trata de comprender que, aunque la amenaza de Boko Haram es bien real, está sobredimensionada como resultado de una lectura securitaria que pretende convencernos de que el terrorismo yihadista es la principal de las amenazas que nos afectan y de que solo los instrumentos militares pueden anularlo.
A pesar de su creciente envite violento, Boko Haram no tiene (ni es imaginable que llegue a tener) capacidad real para poder provocar el colapso de Nigeria como Estado, ni para hacer lo propio con ninguno de los países vecinos. Puede, eso sí, seguir matando y haciendo sufrir a quienes habitan los territorios en los que vienen actuando últimamente. También, a buen seguro, seguirá provo - cando fuertes dolores de cabeza a quienes tienen la tarea de reducir o eliminar su letalidad. Pero bajo ningún supuesto realista cabe considerar que nos enfrentamos a una amenaza inmanejable, que exceda las capacidades de quienes tanto en Nigeria como en la región y en el resto del mundo deban hacerle frente.
En última instancia, el hilo conductor del texto es la idea de que Boko Haram no es más que la expresión belicista de una realidad sociopolítica y económica enquistada desde hace décadas, que tiene muchas otras manifestaciones y a la que, por tanto, no será posible poner fin mientras no se atiendan las causas estructurales que le sirven de caldo de cultivo. Por definición, un esfuerzo de esa naturaleza implica necesariamente activar conjuntamente instrumentos sociales, políticos, económicos y, obviamente, militares y policiales (entendiendo que estos últimos no pueden ser ni los únicos ni los principales, más que en momentos puntuales de todo el proceso). Como corolario inmediato de lo anterior solo queda por decir que una tarea de esas dimensiones impone necesariamente una reforma en profundidad del aparato estatal nigeriano y una implicación sostenida en el tiempo de la comunidad internacional.