Periodista mexicana especializada en derechos humanos —
2 de enero de 2022 21:55 h

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En abril de 2016, en el Distrito Federal se realizó un taller que podría catalogarse de surrealista si no fuera porque en México, desde hace unos años, la anormalidad pasó a ser lo cotidiano. Los asistentes se identificaban a sí mismos como miembros de un gremio común llamado “los buscadores”. Eran principalmente madres y padres de familia llegados de distintos puntos del país para compartir sus técnicas de rastreo de fosas clandestinas y exhumación de cadáveres, y para aprender nuevas destrezas con el objetivo de buscar a sus hijos, hijas u otros familiares desaparecidos. 

En la ronda inicial de presentación cada participante mencionaba, no sin voz entrecortada, su nombre, de qué lugar había acudido, a qué persona buscaba y su temporalidad en ese oficio. Así, un hombre norteño presentó en un PowerPoint sus métodos; uno de estos, del que se jactó más, era su ‘expertise’ en sacar información a los cuidadores de chivos que saben dónde hay tambos donde pudieran ser “cocinadas” personas. Otro, de Guerrero, mostró una varilla de metal que entierra en los abultamientos de la tierra y que olfatea al sacarla para ver si tiene el inconfundible olor a muerte, señal de que encontró un cadáver. Una mujer de Coahuila contó que utiliza drones para acceder a terrenos peligrosos, entiéndase espacios controlados por narcos. Otra mujer de Veracruz, a quien el llanto no le permitía hablar, confesó que era novata: su hija acababa de ser desaparecida. 

Durante toda esa semana, estas personas que dedican sus vidas a encontrar a sus desaparecidos, que pierden su salud y gastan sus ahorros en ello, lloraron a la par que intercambiaban saberes y escuchaban a antropólogas forenses, abogados y doctoras que les enseñaban de anatomía, leyes para no cometer delitos al exhumar tumbas y los procedimientos científicos para cavar esos entierros irregulares de los que se ha plagado México. 

El encuentro terminó con un viaje al costeño Estado de Veracruz, famoso por su carnaval, su puerto y sus cafetales, donde los asistentes pasaron de la teoría a la práctica. Tenían que buscar restos humanos. Y esa semana –por supuesto y por desgracia– encontraron cuerpos. El momento en que un sacerdote bendijo los picos, varillas, palas y sogas dio por inaugurada la Primera Brigada Nacional de Búsqueda, brigada que desde entonces se repite varias veces al año con distintos recorridos.

Las madres nunca se rinden

Esto ocurre en el México maltrecho a partir de la estrategia de seguridad militarizada, la llamada “guerra contra las drogas”, declarada por el presidente Felipe Calderón en 2006, y que nunca acabó con la droga pero logró cientos de miles de asesinatos y que se popularizaran palabras como “levantón”, que en la jerga narca significa subir a alguien a la fuerza a un vehículo y no regresarlo. Como respuesta natural a las desapariciones a la fuerza surgieron los buscadores, personas que se dicen muertas en vida, y que dejan todo para dedicarse a buscar a los familiares que les arrebataron, que exigen de todas las formas posibles justicia y verdad a las autoridades; recorren laberintos burocráticos, morgues, cárceles, hospitales y escondrijos de indigentes; gastan en videntes, extorsionadores y policías corruptos que prometen dar pistas; entran a campamentos de sicarios o a los campos de trabajo forzado para buscar a los suyos entre los esclavizados, o caminan a cerro abierto con palas, listos para cavar. 

El oficio generalmente se conjuga en femenino porque es especialmente practicado por madres. No existe un censo de cuántas son. Constantemente, estas madres buscadoras se agrupan unas con otras y crean colectivos con nombres que evocan su misión: Rastreadoras, Sabuesos, Guerreras, Fuerzas Unidas, Solecitos, Cascabeles, Madres Coraje, Colibrís, Enlaces, Alondras, Amores y un sinfín de variantes.

Dedicarse a buscar como único oficio, como destino, como identidad... es un indicador de lo masivas y sistemáticas que son las desapariciones de personas en México (88.596 personas según el registro –siempre en aumento– del día de hoy). El surgimiento de estos colectivos es directamente proporcional a la falta de respuesta institucional ante este delito de lesa humanidad. En un país donde la impunidad pareciera ser política de Estado.

El desbordado fenómeno ha dado lugar a cursos, talleres y escuelas para enseñar a buscar. Las familias toman clases de genética, derecho, nuevas tecnologías. A cada rato se presentan guías para búsquedas, y han surgido películas, muestras en museos, obras de teatro y arte que aborda el fenómeno. Se han creado leyes, mecanismos extraordinarios, protocolos, comisiones nacionales y estatales de búsqueda, comisiones presidenciales, registros públicos, sin que nada detenga esa práctica de llevarse a la gente. Los hallazgos de entierros ilegales son tan cotidianos que hace tiempo dejaron de ser noticia. En 2013 la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) tuvo que inaugurar la carrera de Ciencias Forenses para responder a la demanda de equipos de antropología forense (porque los mexicanos y los de Perú, Argentina, Guatemala, Alemania y Estados Unidos no  dan abasto). En la campaña electoral pasada, una candidata regaló a unas madres palas para excavar –el hecho fue criticado, pero las beneficiarias lo agradecieron–; luego, un candidato a gobernador, ex secretario de Seguridad Pública, regaló una camioneta a otras buscadoras para ayudarlas en sus labores. 

Pero no toda persona desaparecida está muerta: en extrañas ocasiones, alguno escapa de la casa de seguridad donde estuvo secuestrado o de los cultivos de droga donde era forzado a trabajar, o regresa de lugares y situaciones de los que nunca habla.

Bajo la alfombra del México lindo y querido se ha tratado de esconder a este otro México dolorido, lleno de personas que buscan a sus seres queridos entre los vivos y los muertos. 

Las desapariciones han dado lugar a toda suerte de relatos sórdidos, todos ellos verdaderos. Está la historia del tráiler abandonado en la zona metropolitana de Guadalajara, del que salían olores nauseabundos, y en el que, cuando las autoridades lo abrieron por presión de los vecinos, encontraron 273 cuerpos en descomposición en bolsas negras de basura. La Fiscalía admitió que no era cosa de narcos, que era una morgue itinerante donde habían guardado los cadáveres no identificados que saturaban el anfiteatro, y que no era  la única que existía: una caja similar almacenaba otros 49 cuerpos.

Está la historia de las carreteras donde desaparecen personas que se acercan a Estados Unidos, y también la de los autobuses que llegan a las estaciones fronterizas solo con maletas y sin pasajeros que las reclamen. Ocurrió durante varios meses en Tamaulipas, donde todos los pasajeros varones eran retenidos por  el cártel de los Zetas en un mismo pueblo, escoltados por policías municipales; el mismo sitio donde meses después aparecieron 47 fosas con más de 200 cadáveres. Está la historia de aquella cárcel en el norteño Estado de Coahuila, que era controlada por los presos y se convirtió en escondrijo inigualable para desaparecer a enemigos en tambos con ácido. Ese mismo año, en otro pueblo, fueron desaparecidos 300 habitantes por la traición de un narco a otro que decidió exterminar a todas las personas que llevaban sus apellidos (próximamente veremos la historia en Netflix).

39.000 restos sin identificar

Los relatos extraordinarios también abarcan a aquellos que buscan. Como la historia de las norteñas Madres Coraje, encabezadas por la maestra jubilada Letty Hidalgo, quien al buscar a su hijo de 18 años aprendió a exigir expedientes a las autoridades, a hacerles un análisis estratégico de criminalidad, a entrevistar a capos en las cárceles, a establecer alianzas para construir su propio banco genético o a utilizar drones, programas en 3D, información satelital, perros olfateadores y detectores de metales para poder buscar bajo la tierra. 

Están padres increíbles como Fernando Ocegueda, que, en la búsqueda de su hijo en Tijuana, fue pionero en el hallazgo de centros de exterminio. Una tarde, Ocegueda me mandó un mensaje a propósito de una de las búsquedas en que se encontraba.

“¿Cuántos cuerpos encontraron?”, le pregunté, ingenua.

Abrí la fotografía que mandó a mi celular. No entendí. Vi una taza, y en el fondo residuos de café. Amplié la foto: no era café. Eran remanentes humanos del tamaño de lo que queda cuando nos cortamos las uñas. 

“No eran cuerpos. Son fragmentos”, respondió. Su especialidad ha sido rastrear en los terrenos donde trabajó Santiago Meza López, conocido como ‘el Pozolero’, un hombre que salió en televisión confesando que había disuelto 300 cadáveres.

Desde la llamada guerra sucia de los años 60 y 70, la detención-desaparición de personas era un castigo a aquellos que incomodaban al PRI (Partido Revolucionario Institucional), el partido en el poder; en aquella época se contabilizan entre 500 y 1.500 desapariciones; pero la mayoría de las ausencias forzadas ocurrieron a partir de la militarización del presidente Felipe Calderón. Los perpetradores son agentes estatales o miembros de los grupos criminales, quienes muchas veces trabajan juntos.

Quien es desaparecido enfrenta el estigma oficial de “en algo andaba” para que esto le ocurriera; o la culpa porque “estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado”. Aunque todo México es un lugar equivocado, la desaparición se mueve de sitio y, según la ubicación, varía en intensidad. El diario ‘El Universal’ llegó a contar un promedio nacional de 19 personas desaparecidas por día. Un grupo de periodistas llegamos a registrar 2.000 fosas clandestinas encontradas entre los años 2006 y 2018, cuenta que ya superó los 3.000, y descubrimos que el Estado tiene en su poder al menos 39.000 restos humanos que no ha identificado y que pudo haber enterrado en fosas comunes, incinerado, donado a escuelas de medicina, dejado como préstamo en funerarias o escondido en fosas clandestinas. La política de Estado es la impunidad, como se refleja en las ridículas 35 sentencias judiciales dictadas por ese delito.

Para muchas familias, el Día de Muertos, en el que los mexicanos invitamos a comer y a beber a nuestros difuntos que esa noche pasan a visitarnos, no es celebrado. Los duelos se encuentran suspendidos hasta llegar a saber si el familiar vive o muere. En este trágico mundo al revés, el 10 de mayo, día de las madres, en todo el país se abren paso marchas de mujeres que gritan a coro: “¡Hijo, escucha, tu madre está en la lucha!”; “¡Las madres, buscando, también están luchando!”; “¿Por qué les buscamos? ¡Porque les amamos!”.

La indolencia con la que los distintos gobiernos gestionan este problema ha dado lugar a noticias crueles, indignantes, sádicas, que muestran los niveles revictimización de quienes de por sí son víctimas. Una siempre supera a la otra. Como la de la madre que lloró al recibir a un hijo que el Gobierno incineró, y resultó que el suyo estaba vivo y ahora no sabe de quiénes son las cenizas que enterró. La madre que bajó a un pozo y fue sacando pedazo por pedazo el cuerpo de su muchacho, de quien guardó su cabeza en la sala de la casa porque las autoridades –indignadas por aquel desacato– no quisieron ir a recogerlo. La madre que lleva 10 años exigiendo que le regresen el cuerpo de su hijo adolescente al que los forenses enviaron a una fosa común, pero no recuerdan dónde. La madre que se hizo cocinera en un campamento de narcos para buscar al hijo que le reclutaron a la fuerza. La madre de un policía federal que –en cumplimiento de su última voluntad– fue velada en la calle, frente a la oficina del secretario de Gobernación, para que no se olvidara de regresar a su hijo a casa. Las madres acampando en huelga de hambre afuera de las dependencias de Gobierno esperando ser atendidas. La madre que al excavar un entierro ilegal se desmayó del dolor al reconocer en un esqueleto la ropa del hijo buscado. Las madres y los padres asesinados por buscar: como Sandra Luz, en Sinaloa, don Nepo, en Sonora, don Polo, en Durango, Javier, en Guanajuato, a la que se suman otros que mueren de impotencia o de tristeza. 

Hitos de una búsqueda macabra

La historia de las desapariciones actuales cuenta con sus propias fechas clave. 2006 es el año de la estrategia fallida antidrogas que dejó al país sumido en un baño de sangre. En el año 2011 se hizo evidente que faltaban muchas personas a partir de que el poeta Javier Sicilia, que acababa de encontrar a su hijo asesinado, gritó un “Estamos hasta la madre” que se escuchó en todo el país y convocó a una caravana nacional a la que acompañaron los dolientes de todo México y que, a medida que iba avanzando hacia el norte, con rumbo a Ciudad Juárez, en cada tramo sumaba a nuevas familias que llevaban consigo las fotografías de los seres queridos a los que buscaban.

Gracias a esa caravana del dolor, vimos por primera vez y en cadena nacional a familias de personas desaparecidas sentadas junto al presidente, Felipe Calderón. Una de ellas, doña Mari Herrera, buscaba en aquel momento a cuatro hijos; es la misma abuela que, con los hijos que le quedaron, creó las brigadas nacionales de búsqueda. 

2014 fue la fecha en que la tragedia se hizo visible al mundo entero, a partir de que 43 estudiantes normalistas fueron desaparecidos en la ciudad de Iguala, la noche del 26 de septiembre. Se trató de un impresionante operativo en el que participaron narcos apoyados por policías de varios municipios, protegidos y apoyados por policías estatales y federales, y soldados. Todos ellos intentaban impedir que los estudiantes se marcharan a bordo de un autobús en el que se habían montado y que, al parecer, ocultaba droga.

La televisada búsqueda de fosas para ubicar a los 43 estudiantes, que aún están siendo buscados, se convirtió en la señal de arranque para que colectivos de todo el país se dieran cuenta de que el Gobierno no iba a buscar a sus familiares, y se lanzaran al monte a buscar entierros, acciones que derivaron en las mencionadas escuelas para buscadores.

La geografía del dolor no ha dejado intactos los sitios turísticos. En Taxco, la coqueta ciudad colonial famosa por su linaje minero y sus joyas de plata, fueron encontradas minas preñadas con, al menos, 55 cuerpos. Ocultas por las fiestas, los Cabos, Cancún o Acapulco son también lugares de negra memoria. Visto el país con el filtro de este delito, se inauguran también nuevas rutinas. Si viajas por carreteras tienes que enviar tu ubicación, cuidarte especialmente al parar en las gasolineras, mandar un mensaje si te detiene alguna autoridad para revisar tus papeles y evitar ir por ciertos caminos. En algunas carreteras, lo sabemos bien, desaparecen gente. 

El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, estrenado en el año 2018, ha reconocido la crisis humanitaria –una secretaria de Estado llegó a decir que “México es un cementerio, un país de fosas”–, hizo una declaratoria de crisis forense y estrenó un mecanismo extraordinario de identificación. También creó lineamientos y organismos para la búsqueda de los desaparecidos. Mientras esto se echa a andar, las y los buscadores siguen exigiendo que busquen a los suyos vivos, que se apresuren, que les den respuestas, que les regresen sus vidas.