Para aquellos que piensan que nadie codicia lo ajeno y que nadie tiene ansias irrefrenables de dominio y poder sin ajustarse a las normas éticas y legales que nos hemos dado, la existencia misma de los ejércitos como instrumento de disuasión y de último recurso es inadmisible y hasta innecesaria. Para el resto, partiendo de la idea de que todos los Estados tienen derecho a la defensa para salvaguardar sus legítimos intereses, contar con unas fuerzas armadas encargadas de garantizar la seguridad de sus ciudadanos es un imperativo inexcusable.
Visto desde la privilegiada plataforma de la Unión Europea, hace ya mucho tiempo que cada uno de sus Estados miembros ha comprendido que resulta imposible garantizar ese altísimo nivel de bienestar y seguridad contando únicamente con sus propios medios. En el marco definido por una globalización tan desigual y cuestionada somos conscientes de que nos enfrentamos a amenazas y riesgos que superan con creces las capacidades individuales de cada uno de los Estados miembros. Por eso, aun con matices diferenciales entre los llamados europeístas y atlantistas, una gran mayoría de ellos ha buscado acomodo en coaliciones supranacionales porque entienden que les proporcionan una cobertura que ellos mismos no pueden darse en solitario. Y los que no lo han hecho –los neutrales Austria, Chipre, Irlanda y Malta– no por ello están desmilitarizados.
Subordinación a EEUU
Durante décadas, para muchos la referencia central de su defensa ha sido la Alianza Atlántica. De hecho, si se produce finalmente la entrada de Finlandia y Suecia en la organización, 23 de los 27 miembros de la UE lo serán también de la OTAN. Una muestra muy clara de que para la mayoría –más allá de la diversidad cultural, los niveles de desarrollo, la historia y las orientaciones políticas de sociedades tan heterogéneas– esa innegable cesión de soberanía nacional les parece sobradamente compensada por los beneficios de un paraguas de seguridad que cuenta en última instancia con las garantías que proporciona Washington a sus aliados europeos.
El problema, en todo caso, es que esas mismas garantías llevan aparejadas servidumbres y una evidente subordinación a los dictados estadounidenses. Una subordinación que para quienes ahora parecen empeñados en lograr la autonomía estratégica resulta cada vez más incómoda.
Por eso en paralelo se ha ido avanzando en la Europa de la Defensa, que arrancó en 1993 con la Política Exterior y de Seguridad Común y ha llegado hasta la Brújula Estratégica (aprobada en marzo de este año), sin que en ningún caso quepa decir que la UE ya se ha dotado de una voz única en el escenario internacional, realmente autónoma y con voluntad política para dotarse de los medios militares y la base industrial necesarios para defender sus intereses.
Es sobre todo gracias a factores externos tan potentes como el creciente desencuentro con Washington –que llevó a Angela Merkel a concluir que EEUU ya no era un socio fiable–, la profundidad de la crisis económica y la pandemia –que han mostrado las insuficiencias nacionales frente a impactos globales– y la asertividad militarista de Putin cómo se han ido venciendo las reticencias nacionalistas para analizar de forma conjunta las amenazas a las que nos enfrentamos y cómo podemos/debemos responder. Y es la percepción de las carencias existentes –a pesar de que la UE sería la segunda potencia militar del planeta si sus capacidades respondieran a una agenda común– lo que parece ahora, con Ucrania como incentivo de última hora, acelerar aún más la dinámica comunitaria en el terreno de la política exterior, de seguridad y defensa.
No hace falta gastar más
Eso no significa necesariamente ni que la creación de unas fuerzas armadas europeas esté a la vuelta de la esquina, ni que sea necesario gastar más en defensa. Por un lado, porque un ejército es solo un instrumento que debe venir precedido de una visión compartida, algo de lo que los 27 todavía carecen. Por otro, porque solo si se logran superar los anacrónicos instintos nacionalistas que ahora rebrotan con fuerza sería posible pensar en cómo atender en común a necesidades comunes (dejando de apostar por maquinarias militares e industrias de defensa nacionales, disfuncionales e insostenibles por definición, para establecer una división internacional de la tarea a realizar). Igualmente, es preciso mejorar los mecanismos de control democrático de esa todavía incipiente Europa de la Defensa y modificar los tratados de la UE para acabar con la regla de la unanimidad en este terreno.
Frente a quienes consideren que ese hipotético ejército, visto solo como el paso final de un proceso que permita a la UE contar con sus propios medios para defender sus intereses, es una maldición, que va a derivar automáticamente en un militarismo rampante, conviene detenerse un momento en la transformación que actualmente están viviendo finlandeses, suecos, daneses y los “verdes” alemanes. ¿Están todos ellos hechizados por un sentimiento militarista del que no son ni siquiera conscientes?
Lástima, en todo caso, que los dos primeros, miembros de la UE, no hayan considerado que la cobertura que ofrece el artículo 42.7 del Tratado de la UE ya es suficiente y que hayan optado finalmente por ingresar en la OTAN. Es una señal más del camino que le queda por recorrer a la Unión, sin que eso signifique una duplicación del gasto añadida a la de los ejércitos nacionales. La OTAN apenas tiene medios propios y su presupuesto anual es, comparativamente, muy reducido (algo más de 2.000 millones de euros). Sus capacidades derivan de la asignación de medios nacionales que los Estados miembros comprometen en la defensa colectiva. Ese es el camino.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).