Se esperaba mucho de las elecciones presidenciales y legislativas celebradas en Nigeria el pasado 25 de febrero; presentadas como las más competidas de las siete celebradas desde el regreso a la democracia en 1999 y con la novedad de un candidato, Peter Gregory Obi, que había levantado considerables expectativas entre la juventud del país más poblado de África –un 39,6% de sus 210 millones de habitantes tiene menos de 35 años– y que encabezaba todas las encuestas frente a los candidatos de los dos partidos que han monopolizado la escena política desde entonces.
Pero el accidentado recuento, acompañado del reconocimiento de algunas irregularidades y hasta de exigencias de anulación por parte de miembros de la oposición, ha terminado con la proclamación del candidato del partido gobernante Bola Ahmed Tinubu como vencedor indiscutible, con 8,79 millones votos, por delante de Atiku Abubakar, con 6,98, y el propio Obi, con 6,1.
Tinubu ha sido el preferido entre los 93,5 millones de potenciales votantes que estaban llamados a las urnas para elegir a un nuevo presidente entre 18 candidatos, de los que solo había una mujer, Chichi Ojei.
El dato del nivel de participación ha sido del 28%, el más bajo de la historia de las elecciones en Nigeria.
Una situación compleja para Tinubu
Al igual que su predecesor, Muhammadu Buhari –que termina ahora su mandato tras ocho años en el cargo–, Tinubu es musulmán y miembro destacado del Partido de Todos los Progresistas (PTP). Poseedor de una considerable fortuna labrada desde sus tiempos de consultor afincado en Estados Unidos hasta su paso por el cargo de gobernador de Lagos (1999-2007), ha sido acusado en diferentes ocasiones por corrupción y lavado de dinero, pero no pesa ninguna condena sobre él.
Con su nombramiento se rompe el zoning, sistema establecido desde el arranque de la democracia, por el que se acordó rotar el cargo de presidente conjugando tanto el elemento religioso –dada la mayoría musulmana de la mitad norte del país (53% del total) y la cristiana en el centro y sur (45%)– como el regional-étnico, entre las seis zonas en las que se agrupan los 36 estados federados –tres en la mitad norte del país, abarcando 19 estados, y otras tres en el sur, comprendiendo 17 estados–.
Según dicho sistema, ahora la presidencia debería pasar a manos de un cristiano del sur; una doble condición que solo cumplía Obi, como líder del Partido Laborista, en tanto que los otros dos principales candidatos son musulmanes y de otras zonas (Tinubu es un yoruba del suroeste y Abubakar es fulani y del noreste).
En todo caso, y a la espera de comprobar si quienes han mostrado su decepción por la derrota de Obi y han denunciado un supuesto fraude electoral deciden lanzar una campaña de protesta ciudadana o aceptan pacíficamente los resultados, Tinubu se enfrenta a una situación muy compleja. En el plano político queda por ver si la alteración del zoning no le pasa factura en términos de estabilidad, teniendo en cuenta los delicados equilibrios que tendrá que mantener entre los 36 estados, a la espera de ver lo que deparan las elecciones para designar a los gobernadores de 28 de ellos, así como a las asambleas de todas las regiones, que se celebrarán el próximo 11 de marzo.
Crisis entrelazadas
Más delicada es aún la situación en el terreno económico, con una crisis que se resume en el hecho de que el servicio de la deuda ya supera a la totalidad de los ingresos públicos, mientras la corrupción sigue sin ser atajada en modo alguno y el bienestar del conjunto de la población sufre un deterioro alarmante.
Entretanto, la moneda nacional no hace más que perder valor y los ingresos petrolíferos siguen en caída –en septiembre pasado la compañía nacional, NNPC, reconocía que estaba perdiendo en torno a los 470.000 barriles/día, lo que equivale a unos 1.000 millones de dólares al mes–, afectando muy directamente a las cuentas nacionales en la medida en que representan prácticamente la mitad de todos los ingresos públicos. Todo ello determina que, a pesar de seguir siendo la primera economía del continente africano, con un PIB en torno a los 400.000 millones de dólares, ya solo es la trigésima economía del planeta y continúa perdiendo posiciones mientras se espera un crecimiento del 3% para este año.
Lo mismo cabe decir en términos de seguridad, con un panorama de violencia generalizada en la que destacan tanto los grupos yihadistas, con Boko Haram a la cabeza, que han ido ampliando su radio de acción desde sus feudos principales en los estados del noreste hasta afectar a los países vecinos, como los separatistas del sureste, las bandas criminales y los grupos activos en el Delta del Níger, enfrascados desde hace décadas en una oposición armada contra las fuerzas gubernamentales y que cuentan con el apoyo de una población que se siente tradicionalmente desasistida a pesar de la riqueza que atesoran sus tierras.
Ni las reiteradas ofensivas militares que Buhari ha ordenado en estos ocho últimos años han logrado eliminar la amenaza que representan todos esos grupos armados, ni tampoco ha conseguido ganarse a las poblaciones locales con políticas estructurales que mejoren su nivel de vida y su seguridad.
Y todo ello sin perder de vista que, según las proyecciones demográficas, Nigeria será el tercer país más poblado del planeta en 2050.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).