Los herederos de Saladino
El castillo de Dwin es uno de los lugares con mayor carga simbólica para el pueblo kurdo de todo Oriente Medio. De lo que fue la capital del principado medieval de Során apenas quedan algunos lienzos de la muralla, la base de dos torreones y un cementerio de lápidas con enigmáticos grabados todavía sin descifrar. Está, una vez rebasadas las alturas de Primán, a media hora de la antigua ruta Hamilton, construida por este ingeniero neozelandés tras la Primera Guerra Mundial sobre un camino ya utilizado por el rey Darío III durante el Imperio persa para cruzar los montes Zagros.
Cuando lo visité en junio de 2014, durante la ofensiva del Estado Islámico en Siria e Irak, se encontraba en completo abandono, aunque el Gobierno Regional del Kurdistán, con sede en Arbil, al noreste de Irak, ya había puesto en marcha un proyecto arqueológico para su recuperación. No le faltan razones; se trata de uno de los pocos legados patrimoniales aún en pie directamente relacionado con el origen kurdo de Saladino, la figura histórica de este pueblo más conocida en todo el mundo.
“Príncipe de los Creyentes”, Salah ad Din ibn Yusuf 16 Ayub tuvo la oportunidad a finales del siglo XII y comienzos del XIII de convertir al Kurdistán en un poderoso reino que, seguramente, habría cambiado el fatal destino de esta etnia indoeuropea. Bajo su liderazgo, los kurdos alcanzaron una presencia y protagonismo internacional que no volverían a tener hasta nuestros días, cuando sus hombres y mujeres despertaban la admiración general por combatir con eficacia a los yihadistas pese a ser, como ellos, musulmanes suníes.
Aunque la actual fortificación procede del siglo XV, se considera que el primer castillo fue levantado en el XI por Shadhi ibn Marwan, abuelo de Saladino, quien, a su vez, procedía de una próspera ciudad al pie del monte Ararat igualmente llamada Dwin, en la ribera oriental del río Araxes, que dibuja la frontera entre la Armenia exsoviética y Turquía. Allí convivían armenios cristianos y kurdos mahometanos, entre ellos los Ayub, la familia de Saladino, que se trasladaría más tarde a Irak para ponerse al servicio de Zangi, gobernador turcomano de Mosul.
Dwin habría sido su primera base de operaciones y el extenso cementerio que se aprecia extramuros correspondería al núcleo urbano, hoy desaparecido, que se formó junto a la fortaleza. Una de las esposas de Saladino estaría enterrada en este lugar, igual que numerosos nobles a tenor de las espadas y janyares, la daga tradicional de los guerreros kurdos, con empuñadura en forma de T y nervio central en hoja curvada, que aparecen esculpidos en las tumbas. Otros dibujos geométricos también responderían a un grado de distinción, mientras que los motivos solares indicarían que en la sociedad kurda de la Edad Media, pese a estar ya islamizada, la cultura zoroastriana todavía conservaba una gran presencia.
Ayub Najim, hijo de Shadhi, padre de Saladino y fundador de la dinastía ayubida, extendería hacia 1130 su control hasta la zona de Tikrit, sobre el río Tigris, donde nació Salah al Din ocho años después, razón por la cual esta provincia de Irak lleva el nombre de Salahattin, igual que la ciudad turística encaramada 17 sobre los montes Primán.
Según relata el prestigioso escritor libanés Amin Maalouf en Las cruzadas vistas por los árabes, Ayub Najim salvó la vida de Zangi tras su derrota a manos del sultán selyúcida de Bagdad y, por esta razón, le premió poniéndole al frente del ejército formado por kurdos y turcomanos en auxilio de los árabes de Damasco, amenazados por una invasión de franzi cristianos.
La gran victoria sobre los cruzados en Hattin el año 1187 y la conquista de Egipto dio paso al Imperio ayubida, que se extendía desde Anatolia hasta el océano Índico y desde Persia al Magreb, en el norte de África. De hecho, la caballería ligera kurda, los agzaz, dotada con sus temibles arcos reforzados, traspasaría estos límites y llegaría a combatir al servicio de los almohades en al-Ándalus, jugando un papel clave en la victoria de Alarcos que no pudieron repetir en las Navas de Tolosa el año 1212.
En esta trascendental batalla, que supuso el fin de la hegemonía musulmana en Hispania, tuvieron como contendientes a los caballeros navarros de Sancho VII el Fuerte. No era la primera vez que las casas de Ayub y Navarra coincidían en el campo de batalla. Solo unos años antes, en 1192, la princesa Berenguela de Navarra, hermana de Sancho VII, acompañaba a su esposo, Ricardo Corazón de León, durante la Tercera Cruzada.
El famoso rey de Inglaterra no pudo reconquistar Jerusalén e inició unas negociaciones de paz en las que incluso se propuso el matrimonio entre Malek, hermano menor de Saladino, con Juana, hermana de Ricardo. La boda no se celebró, pero se alcanzó un ventajoso acuerdo que declaraba Jerusalén “ciudad abierta” y respetaba los santos lugares de la cristiandad. Está dentro de lo razonable pensar que en el espíritu tolerante de Saladino influyera la convivencia de los ayubidas con los cristianos, tanto en Armenia como en el norte de Irak, o la corriente musulmana shafi, considerada la escuela teológica suní más transigente, mayoritaria entre los kurdos y de la que Saladino era uno de sus principales seguidores.
Entre la fe y la nación
En esta época, es decir, hace 800 años, los ayubidas ya se enfrentaron al dilema religioso-nacional que el pueblo kurdo ha arrastrado a lo largo de toda su historia. Por un lado, la posición del propio Saladino, ardiente defensor del islam, centrado en expandir la religión de Mahoma; por el otro, la tendencia, representada por su hermano Malek, preocupado más por mejorar el sistema administrativo y consolidar el control de sus originarias tierras del Kurdistán. En el fondo, la preeminencia de la fe frente al proyecto nacional.
Saladino optó por la religión, restaurando el prestigio del islam en todo Oriente Medio y el norte de África, mientras que bajo el gobierno de Malek las ciudades kurdas de Diyarbakir, Mardin, Hasankeyf y Arbil alcanzaron su máximo esplendor en convivencia con cristianos armenios, asirio-caldeos o mazdeístas zoroastrianos.
Aún en la actualidad, muchos kurdos siguen responsabilizando a Saladino de que, pese a contar con casi 40 millones de almas y ocupar un territorio tan grande como toda la península Ibérica, carezcan de país, teniéndose que conformar con ser “el mayor pueblo sin Estado del planeta” dividido por las fronteras de Turquía, Irán, Irak y Siria.
El año 1995, visitando las regiones kurdas de Siria, me contaron una ilustrativa anécdota en este sentido. Un hombre ya de edad avanzada le pidió a su hijo, como última voluntad, que le llevara a Damasco; no quería morir sin ver la tumba del gran Saladino en la mezquita de los Omeyas. Ante el mausoleo, escupió con desprecio al suelo y dijo: “Ya nos podemos ir”. No pocos kurdos le consideran un traidor a su pueblo y para otros tantos, sin embargo, fue, sobre todo, el salvador del islam.
Se podrían poner otros ejemplos de esta dualidad presente en el cuarto pueblo en importancia, demográficamente hablando, de todo Oriente Medio, tras los turcos, los persas y los árabes. Algo parecido ocurre en torno al llamado Valle de los Caídos, otro sorprendente cementerio, en este caso sobre un 19 meandro del río Qandil. Aparece nada más entrar en los montes Negros, que se alzan como una muralla infranqueable sobre las llanuras de Rania, también en el norte de Irak. Se trata de un centenar de tumbas, señaladas con piedras de diverso tamaño y un par de monolitos seguramente para ubicar el enterramiento de alguien más significado.
De acuerdo con la tradición local, el nombre se debe a que en este lugar se entabló la primera batalla entre musulmanes árabes y kurdos mazdeístas. Tras el combate, fueron enterrados los que muchos consideran los primeros mártires del islam en territorio kurdo. Cuando lo visité en julio de 2009, también estaba abandonado, hasta el punto de que la progresiva desviación del cauce había descubierto ya algunas tumbas y se podían ver los huesos de personas enterradas allí en el siglo VII. Según me explicaron, la razón de tal abandono estribaba en que para algunos kurdos realmente eran los primeros mártires del islam, pero, para otros, solo eran unos invasores, por lo que ni se merecían ese honor ni que nadie cuidara su eterno descanso.