María tiene 8 años y vive en Ahuachapán, departamento de El Salvador fronterizo con Guatemala. Desde que empezó la cuarentena por la COVID-19, intentó mantenerse al día con clases virtuales. Pero el dinero para pagar el internet se terminó y su única opción es tomarlas a través del programa estatal que se transmite por televisión. Lo hace sin la guía ni la supervisión de su maestra. Como ella, en la ciudad de Maracaibo, en Venezuela, Juan José, de 10 años, solo cuenta con las lecciones por TV desde que Nicolás Maduro decretó el confinamiento absoluto el 13 de marzo. Su conectividad a internet es casi nula y el niño no puede comunicarse con sus maestros por ninguna plataforma tecnológica. Los cinco apagones eléctricos registrados en su ciudad durante abril, aunados al racionamiento programado de energía que vive su región, le impiden tener una educación remota estable y continua.
Aunque es pronto para medir cuánto habrán aprendido ambos alumnos al finalizar el año escolar en esas circunstancias, expertos consultados en este reportaje, parte de la serie #HuellasDeLaPandemia y elaborado colaborativamente por periodistas miembros de la Comunidad de CONNECTAS, aseguran que la calidad será inferior a la que habrían alcanzado si las aulas estuvieran abiertas; incluso se corre el riego de que el desencanto los lleve a ellos o a otros en condiciones similares a abandonar el colegio.
En contraste con la situación de María y Juan José, hay niños más afortunados. María Antonia, de 7 años, estudiante de segundo de primaria en Manizales (Colombia), no lo ha pasado mal con las clases virtuales a través de Zoom. Tiene tableta y teléfono para conectarse y los maestros están presentes desde las 8 de la mañana hasta las 3:30 de la tarde, con algunos descansos. En las clases pueden intervenir si piden la palabra e incluso los dejan compartir la pantalla para que sus 13 compañeros de curso vean lo que han hecho. Sin embargo, dice: “Me han cambiado un montón de cosas desde que cerraron el colegio. Mi tío Juanmi no viene a recogerme y no podemos jugar como antes, cuando nos llenábamos de tierra en el parque y hacíamos un castillo. En el colegio podíamos interactuar más, aunque la mano se nos cansaba cuando la levantábamos si el profesor estaba mirando la pizarra”.
Su primo Tomás, de 10 años y estudiante de tercero de primaria en la misma ciudad, vive una situación parecida. Recibe las clases por Zoom hasta las 4 de la tarde y como ya no tiene actividades extraescolares, en el tiempo libre que le queda ha sacado a relucir talentos que han sorprendido incluso a sus papás: está haciendo vídeos que vende a 10.000 pesos (poco menos de 3 dólares; 2,50 euros) a los contactos de sus padres, a los amigos y a los primos. “Quiero comprarme un ordenador porque ahora me toca compartirlo con mi papá o con mi hermano, que también tiene clases. Lo mismo me pasa con el teléfono. La semana pasada también se me ocurrió que voy a empezar a hacer alfajores para vender”.
La Unesco indica que casi 1.200 millones de estudiantes, de más de 190 países, se han visto afectados por la interrupción de la educación presencial desde mediados de marzo, dada la posibilidad, aún en estudio, de que los niños puedan ser vectores del virus y transmitirlo. De estos, 168,5 millones están en América Latina, donde 59,4 millones de escolares que cursan educación primaria, como María, Juan José, María Antonia y Tomás, no están yendo al colegio. La supervisión de esta organización indica que en la región solo Nicaragua, Uruguay y algunas islas caribeñas mantienen centros educativos abiertos de forma total o parcial. Otros 27 países los han cerrado y han adoptado estrategias de educación remota para contrarrestar la interrupción de clases presenciales.
Carlos Vargas Tamez, jefe de la Unidad de Desarrollo Docente de la Oficina Regional de Educación de Unesco para América Latina y el Caribe, advierte que, antes de la pandemia, 12 millones de niños no estaban escolarizados en la región, y que esta cifra puede hacerse más profunda en contextos de pobreza y exclusión. Según el Informe Pisa 2018, en América Latina y el Caribe la media en competencias de Lectura, Matemáticas y Ciencias es baja, indicador que, dice el funcionario, varía entre niños pobres y niños con más recursos. Explica que en la edad temprana son fundamentales estas competencias, así como las habilidades socioemocionales, de pensamiento crítico y de resolución de conflictos, que, además, contribuyen a la formación de identidad.
La economista del BID Diana Hincapié coincide: “Tenemos una situación complicada, porque la mayoría de los niños en la región no estaban adquiriendo las habilidades que necesitaban. Ya observábamos estas brechas gigantescas entre los más vulnerables y los no vulnerables. Lo que hace la pandemia es acentuar estos problemas. Los estudiantes en América Latina y el Caribe tienen muy baja comprensión lectora, y para trabajar en internet es necesaria esta habilidad”.
Ahora, seguramente, será más difícil estimar ese rezago, pues los sistemas de evaluación del desempeño escolar también han debido adaptarse a la no presencialidad. En Venezuela, por ejemplo, donde las evaluaciones hasta sexto grado de primaria son cualitativas, los maestros han calificado a los niños por los portafolios de actividades entregados, y a través de evaluaciones por teléfono o videollamada, cuando se puede, pues muchos no tienen internet.
En Colombia, como es obvio, también ha habido cambios, y los tradicionales exámenes individuales con que se calificaba antes de la pandemia han sido remplazados en muchos casos por mediciones más apreciativas e incluso basadas en la metacognición, es decir, ponen al estudiante a preguntarse sobre su propio proceso de aprendizaje. A Tomás y a María Antonia, por ejemplo, una vez en el trimestre le envían un formato en el que él mismo debe ponerse una nota y llenar tres casillas: lo que ha aprendido en ese período, cuáles valores ha practicado con la familia y para qué le ha servido en la vida cotidiana ese conocimiento; después lo devuelve al maestro, que también le pone una nota. Mientras que a Sofía y a los otros niños del pueblo donde vive (solo hay una escuela para primaria y un colegio para bachillerato), les ponen una nota apreciativa que, por lo general, está entre 4 y 4,5, pero no 5, que es la máxima, porque los profesores tienen dudas acerca de si recibieron ayuda y cuánta para hacer el taller; si el niño no entrega pierde la materia y si las respuestas son deficientes se lo devuelven para que lo repita. Los maestros no tienen capacidad para desarrollar estrategias pedagógicas virtuales.
La especialista Hincapié destaca que las secuelas de la pandemia van desde el ámbito académico hasta el físico y emocional. En un corto plazo, estarán vinculadas a la alimentación. “Aunque ellos no estén tan afectados por el coronavirus en términos de tasas de contagio, muchos niños dependen del programa de alimentación escolar para su desarrollo. Entonces, el hecho de no estar en la escuela está limitando también su acceso a la alimentación, y esto incide en su estado nutricional y su salud”, dice la experta del BID. “Puede que haya niños pobres, vulnerables, que ya empiezan a sufrir este déficit”.
En un medio plazo, las consecuencias estarán relacionadas con pérdidas de aprendizaje en todas las materias, dificultades para concentrarse y carencias de habilidades psicosociales, como la capacidad para sentir empatía y trabajar en equipo. “El tema de salud mental es muy grave, sobre todo para los más pequeños. Estar encerrados puede ser nefasto, porque para ellos es muy importante interactuar con sus compañeros en clase. No es simplemente que no pueden jugar, es que ellos reciben estímulos que desarrollan sus habilidades en estos años muy tempranos. Entonces, también esperamos que este encierro prolongado impacte en sus habilidades socioemocionales”, explica Hincapié.
Y aunque la experta asegura que los efectos a largo plazo solo podrán estimarse una vez los niños regresen a las aulas, un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Iniciativa Global de Innovación Educativa de Harvard, plantea que de no remediar los daños, la pérdida de aprendizaje puede derivar en el perjuicio de la economía, al disminuir la productividad y el crecimiento de los individuos y sus sociedades. “Un año escolar perdido puede ocasionar una pérdida de entre el 7 y el 10% de los ingresos de toda la vida”.
Los niños en tránsito a bachillerato representan una preocupación todavía mayor, pues aquellos que estaban culminando el año escolar, posiblemente no alcanzaron las metas planteadas. “En muchos casos, en estos tres meses han aprendido entre el 5 y 10% de los que aprendían en la escuela -expone Diana Hincapié-. Estamos esperando que la tasa de abandono sea altísima, pues los estudiantes están desmotivados”. De acuerdo con la Unesco, el abandono suele derivar en mayor exposición a la violencia y explotación: “Cuando las escuelas cierran, aumentan los matrimonios precoces y la explotación sexual de niñas y mujeres jóvenes, se recluta a más niños en las milicias, se vuelven más comunes los embarazos adolescentes y crece el trabajo infantil”.
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